Buenos Aires, donde la vida se representa, no discurre por Carlos Carnicero

Buenos Aires, la urbe con más solera del nuevo continente, resucita y se potencia al margen de la voluntad de especuladores inmobiliarios y de aciertos de los políticos locales. Los abrrios de siempre renuevan su juramento con la identidad de la ciudad y se lanzan audaces a definir el futuro.

La librería del Ateneo es la insignia cultural de Buenos Aires.

Ahora, los ricos y los extranjeros con posibles que se han afincado en la capital de Argentina se han instalado en Puerto Madero. Es una zona residencial de lujo, en la prolongación de San Telmo, en el borde mismo del río de la Plata, construida imitando la moda -que se inició en Nueva York y Londres- de aprovechar los viejos almacenes portuarios para sofisticar residencias de millonarios que quieren vivir al margen de la ciudad. Lo hacen porque imaginan que la exclusividad es la abstención de las huellas de la historia y la asepsia que anula cualquier identidad. Creen que su condición de potentados les obliga a considerarse apátridas, como si el arraigo ciudadano y cultural les hiciera vulnerables en su posición, que suponen superior a la comunidad a la que no quieren pertenecer. Es su ínsula de suficiencia, que molesta aunque sólo sea porque emerge desde la esencia de su propia superficialidad. Pero no hay que preocuparse, no son exclusivos de la capital de Argentina: se les puede encontrar, hoy día, en cualquier parte.

Buenos Aires, la urbe con más solera del nuevo continente , resucita y se potencia al margen de la voluntad de los especuladores inmobiliarios y de los aciertos de los políticos locales. Los barrios de siempre -Belgrano, La Recoleta, Barrio Norte, Jardín Botánico, Palermo, Boca, San Telmo, Montserrat- renuevan su juramento con la identidad de la ciudad y se lanzan audaces a definir el futuro, con independencia del atrevimiento de los gobernantes, que nunca se sabe muy bien quiénes son en esa ensaladilla rusa que aparenta ser el peronismo, en el que casan casi todos los ingredientes, pero que luego dificultan la digestión.

En el borde del río, en Puerto Madero, los restaurantes de moda se suceden en una cadencia asonante en que la cocina italiana, los asadores de carne y las fórmulas de fusión emulsionan en la noche porteña para que la clase media-alta, que emergió desde los abismos del corralito, tenga donde exhibir el dinero que lograron salvar de la catástrofe. Por poca plata, la Bisteca ofrece un bufé libre que no tiene nada que envidiar a los grandes restaurantes. Las ensaladas, las pastas, los matahambres y los asados hacen que sea imposible un plan de estabilidad dietética. Pero allí, en Puerto Madero, hay casi todo lo que simula ser extranjero. Lo que sucede en este barrio artificial es un espejismo, supuestamente moderno, para alejar al visitante de la esencia de la ciudad, que per manece inalterable ante este ataque de sofisticación extranjera en un universo en el que los forasteros nunca terminan de ser extraños: la mixtificación latina es la esencia del país más europeo de América y no necesita que nadie le oferte subterfugios de simulación porque la identidad está sellada con las mezclas de su sangre.

La inspección minuciosa de Buenos Aires debe arrancar del microcentro. Allí está el bullicio del mercado continuo que es la calle Florida, que corre paralela a la Nueve de Julio y su condición de vía peatonal obliga a pegar las narices en el vidrio de muchos escaparates, aunque sólo sea porque los precios son un señuelo para los turistas con mentalidad de acaparadores de ocasiones, con independencia de sus propias necesidades, soñando con regresar a casa para alardear de su sentido de la oportunidad. Y en eso, en oportunidades, Buenos Aires es ahora un paraíso en donde las cosas valen mucho más de lo que cuestan, empezando por la labor de los artistas emergentes, los diseñadores que se han apoderado de Palermo Soho y de los anticuarios de San Telmo, que todavía acaparan piezas del más puro art decó francés, pero cuyos precios ya no son una ganga, aunque sólo sea porque los norteamericanos han descubierto que el dólar se ha multiplicado por tres en la Argentina que ha logrado estabilizar Néstor Kirchner.

La plaza de San Martín es un oasis de buen gusto y de allí arranca la calle que lleva su nombre y que va siendo cortada por una sucesión de avenidas que seccionan la Nueve de Julio, donde el buque insignia, el Obelisco, es el epicentro de la ciudad, su cuaderno de bitácora y su guía de navegación, el faro que determina todos los rumbos de la urbe inmensa. Allí confluyen Córdoba, Corrientes, MT Alvear. Casi se asoma el Café Tortoni, desde donde emite su programa Alejandro Dolina, que es la esencia de la estética de la nostalgia que irradia la ciudad. Los cines y los teatros, que son imposibles de clasificar, conforman el nudo gordiano de una metrópoli que no puede abstraerse de su vocación cultural. Claro que el Teatro Colón es el emblema de esta marea de exhibiciones cotidianas, pero el conjunto de la ciudad es una prolongación de sus teatros, donde la vida se representa en vez de transcurrir. Las librerías se suceden y se expanden al otro lado de la arteria principal, hasta llegar al santuario de la cultura que es la librería Ateneo, en Santa Fe, casi en el cruce con Callao.

El Ateneo es el sueño de cualquier lector cualificado, la gaveta de todo lo que está publicado. Es la insignia cultural de la urbe: radica en un antiguo teatro que después fue cine para terminar siendo un inmenso anaquel de libros. Sus palcos acogen estanterías con unos fondos envidiables. Se asoman sobre el antiguo patio de butacas donde se exhiben las novedades, las novelas argentinas e hispanoamericanas y los ensayos políticos.

El escenario se ha transmutado en un café , en cuyo velador se puede reposar la tarde, sopesar los libros antes de su adquisición y ser objeto de deseo de los autores, que en vez de ver simbolizada su obra en el antiguo escenario, la ofertan desde el patio de butacas para que los lectores, apropiados del estrado, terminen por dejarse seducir por los personajes de cada obra hasta transmutarse en los protagonistas de su representación.

El resto de la ciudad es una sucesión de espacios abiertos, parques, avenidas, plazas, recintos en donde se ubican establecimientos; el diseño, el buen gusto y el carácter comercial de sus negociantes hace que uno no sepa, cuando camina una cuadra, si acaba de cruzar el Paseo de Gracia, en Barcelona, los Campos Elíseos, en París, o acaba de dar salida a los últimos edificios de South Kensington para enfilar Knightbridge, en Londres.

Cae la tarde sobre La Recoleta y las señoras exhiben sus abrigos de pieles, aunque la sensación térmica no los haga necesarios. Vienen de tomar el té en el Hotel Alvear y amenazan con no morirse nunca, sólo porque la estética de la ciudad reclama su presencia, que es tan imprescindible como los garitos de tango que se expanden en San Telmo, los últimos boliches de Boca que no han caído en manos de turbas de turistas o los más sofisticados recodos de Belgrano. Esa síntesis es Buenos Aires, que siempre está despegando, pero que nunca se cae porque está suspendida desde algún lugar indeterminado del cielo por un hilo invisible que la hace imperecedera, eterna y diferente a cualquier otro lugar que haya podido hollar un pie humano. Buenos Aires no es objeto de seducción sino que seduce, porque allí hasta los porteños son capaces de disimular su convicción de que están por encima de los demás mortales.

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