Benedetti desde los cerros de Úbeda, por Carlos Carnicero

En el aceite la primera prensada es la más intensa. De la pluma del poeta surgía, también virgen, la palabra definitiva.

Benedetti desde los cerros de Úbeda, por Carlos Carnicero
Benedetti desde los cerros de Úbeda, por Carlos Carnicero

Se sorprendió la muerte de Mario Be-nedetti por los cerros de Úbeda -es una afirmación literal sobre una escapada organizada al margen de todos mis caminos en una compañía insustituible-, observando el alineamiento casi perfecto de los olivos centenarios que producen el milagro del aceite. Es verdad que el viaje no tenía otro motivo que perderme; más que suficiente. Para eso están, precisamente, los cerros de Úbeda.

Ahora ocurre con los aceites como siempre pasó con los libros: se compara la literatura y se confronta la textura y el aroma del líquido mágico que surge de las raíces milenarias del olivo. En Jaén se han dado cuenta del atractivo que tiene mixtificar la cultura con la gastronomía y han hecho una industria que mezcla los poetas, los aromas del campo y la arquitectura renacentista andaluza de cuando los señores feudales organizaban el vareo de la oliva sin levantarse de la cama. El resultado es la quietud, la calma, el deseo de no hacer otra cosa que tratar de adivinar el futuro, cosa que todo el mundo sabe que es una misión imposible. Siempre pensé que hay personas que merecen no morir nunca y que es una auténtica injusticia que la naturaleza no haya establecido excepciones al oficio obligatorio de morir. Debiera ocurrir como con los olivos: cuanto más viejos, más vida tienen y aún más deberían tener; y con las vides: una buena cosecha de vino requiere de plantas centenarias y de la injusticia excesiva de un sol de fuego con la escasez del agua; entonces, conjugados todos estos maleficios, las raíces perforan la tierra árida hasta encontrar la humedad que le dará vida a los frutos. El exceso de agua mata el vino y estropea el aceite.

Imaginé Montevideo, amanecido con la noticia amarga de la muerte del poeta del compromiso, más gris que de costumbre. Esa patria sigilosa que permitió al poeta el sufrimiento del exilio, la lucha contra la enfermedad para generar la gloria de sus palabras vivas para siempre. La última vez que le observé fue en la feria del libro de Madrid, hace ya algunos años. Su aspecto resultaba inefablemente el de un contable de textiles o el de un notario de otros tiempos: convertía todo lo que tocaba en poesía y lo envolvía en un halo de sentimiento sin desligar la palabra del concepto que nunca se encubría; siempre desnudo, siempre preciso, siempre perfecto.

En Baeza y en Úbeda todo tiene ahora aceite de oliva: hasta los helados de vainilla y las tortas de chocolate. Ocurre con las palabras de Benedetti: no hay ninguna huérfana de emociones y son ríos que discurrirán para siempre desde el arraigo que han conseguido estando vivos, afiliando seguidores en los cuatro puntos cardinales.

Desde lo alto de Baeza el campo parece infinito y uno se imagina la regla de algún dios en la perfección de la colocación de los olivos en donde nunca se ve a nadie trabajando sobre una obra tan perfecta. Es como si el sigilo fuera el alma profunda de la literatura de Benedetti y del aceite virgen de oliva: la primera prensada es la más intensa, la más sabrosa. De la pluma del poeta surgía, también virgen, la palabra definitiva.

En Baeza pensé mucho en Benedetti. Y en el aceite de oliva. Y en la vida, que se nos escapa preocupándonos de lo que no se lo merece, mientras los que no debieran morir nunca cumplen con su cometido con la humildad que les somete al destino de todos los mortales. Le ha ocurrido a Benedetti. Ahora mi esperanza es que el aceite de oliva no desaparezca nunca. Que los árboles no pierdan su orden; que el sol les siga abrasando para que el milagro del aceite no se agote nunca.

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