Arde Valparaíso y se encoge mi alma, por Carlos Carnicero

Lloro sobre el papel antes de que la tinta esté seca. Siento que se me ha amputado un miembro en mi alma.

Arde Valparaíso y se encoge mi alma, por Carlos Carnicero
Arde Valparaíso y se encoge mi alma, por Carlos Carnicero / Ximena Maier

Arde Valparaíso y llora mi corazón. Las crónicas que llegan son terribles. Hasta ahora más de quinientas casas calcinadas. Emergencia nacional. Estado excepcional. Memorias laceradas por el fuego. Esta ciudad emblemática, puerto del Pacífico, ya no será la misma. Hace tiempo escribí mis impresiones sobre la ciudad; hoy las recuerdo: "Valparaíso es la escotilla por la que Chile se asoma al mundo; ciudad que le permite soslayar la pesada sombra de la cordillera andina, que tanto aísla a este país, alargado como un cuchillo. Apenas llegas a la ciudad, quedas envuelto en un universo de singularidad en el que la naturaleza y todo lo que es capaz de hacer la mano del hombre parecen confabulados en una mixtura indisociable: Valparaíso es como una mujer completa, vertical y horizontal, inteligente y emprendedora, que enamora al visitante en todos los sentidos. La estética es en Valparaíso una demostración de talento y la sensualidad una llamada al abrazo permanente. Sin saber por qué, Valparaíso te enrosca, te ovilla, te enreda. Como toda pasión, está asentada en el instinto: el descubrimiento íntimo de la mirada que se hará definitiva, no dejará de obsesionarte. Entonces, subido a cualquiera de sus cerros, olisqueas el ambiente, te embriagan olores imprecisos y se te nubla la mirada en una nostalgia prematura de la partida que es, de momento, inevitable".

Vuelvo sobre las imágenes de Valparaíso ardiendo. Ciudad acosada permanentemente por un destino en el filo del cuchillo del mar, de la furia enterrada de seísmos y tsunamis, de fuegos devastadores. El primer terremoto del que se guarda memoria data del 8 de julio de 1730; 8,75 grados en la escala de Richter. Las crónicas que nos llegan hablan de un gran tsunami. Fue una tragedia expandida hasta el puerto del Callao, en Perú. Y no ha sido el único siniestro sufrido en silencio por la entrada de Chile en el mundo. Terremotos sucesivos en tierra irritada por sus propias entrañas ardientes. Incendios en cerros que abrazan la bahía.

Desde que fue descubierta en el año 1536 por Juan de Saavedra, gozó del favor de conquistadores, navegantes y emprendedores. Fue, hasta la inauguración del Canal de Panamá en el año 1914, el más importante centro económico del Pacífico. Su declive determinó la conservación de la armonía de la ciudad porteña. Cuando los barcos modernos dejaron de cruzar el Cabo de Hornos, Valparaíso se sumió en la melancolía, que es su grandeza actual. Allí, y más abajo, en Punta Arenas o Puerto Natales, se pueden escudriñar testimonios de la dureza de abordar el Cabo que más siniestros marinos ha promovido en la historia de la navegación. Doblar el Cabo de Hornos, para subvertir el Atlántico en Pacífico, o al revés, constituía la prueba definitiva para un marino. Muchos murieron en el intento. Y cuando había que subir a los mástiles, para plegar y extender las velas, en busca de bordadas para superar los vientos, el frío aterrador arrancaba los dedos a los marinos intrépidos. Solamente sobrevivían los más duros.

En mi última estadía en la tierra de fuego adquirí varios libros que dan testimonio de historias de naufragios y tragedias. Vademécum de las hazañas de marinos que no se resignaron a los límites establecidos de un mundo en expansión.

Lloro sobre el papel antes de que la tinta esté seca. Recuerdo los cerros hoy calcinados. Los cafés suspendidos sobre la música en la noche. Sus entrecalles en trazados imposibles. Sus estancias suspendidas. Arden todavía sus casas de adobe, recubiertas por chapas de cinc. Nada es para siempre, y el recurso es la memoria.

Busco vuelos para rendir tributo personal a Valparaíso calcinado. Siento la llamada de la sangre que me hierve. Me emociono con la solidaridad tejida al instante con este rincón del mundo que siento tan cercano. Me acuerdo de mis amigos chilenos, amigos viejos, amigos nuevos. Y termino esta crónica entristecido. Siento que se me ha amputado un miembro en mi alma. Volveré a Valparaíso calcinado para tener el punto de partida de su reconstrucción.

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