El rey del Ártico: osos polares en Svalbard

He aquí un archipiélago con el que el hombre se ha medido a lo largo de su historia, pero al que la naturaleza intacta ha logrado imponerle una belleza hipnótica. Cubren la mayor parte de su territorio vastísimos glaciares, cumbres ignotas y acantilados de vértigo que esconden desde ruidosos habitantes como las aves marinas hasta las imponentes morsas. Pero aquí el protagonista es, sin duda, el auténtico rey del Ártico: el oso polar.

El oso polar u oso blanco es uno de los carnívoros terrestres más grandes del planeta.
El oso polar u oso blanco es uno de los carnívoros terrestres más grandes del planeta. / Juan Carlos Muñoz

A las puertas del Polo Norte, el archipiélago noruego de las Svalbard es un paisaje de blancos, azules y verdes capaces de alcanzar tonalidades inéditas. Se ponen de manifiesto nada más poner el pie en Longyearbyen, la única localidad habitada de este puñado de islas que extienden su geografía alargada hasta los 81º de latitud norte. Si se logra despegar la mirada de la imponente visión del gris de las montañas que contornean el extenso fiordo junto al que se asienta, se comenzarán a percibir los infinitos matices que el verde alcanza cuando la nieve deja de imponer su manto blanquecino, es decir, durante el verano y el otoño. Es la época de la luz y todo ser vivo parece acelerar su actividad con la energía que proveen los largos días sin noche del estío ártico.

Las flores diminutas brotan en un estallido de vivos colores por todos los rincones de la tundra, las aves regresan de sus migraciones para sacar adelante a tiempo a sus polluelos del año, la vida en el Ártico se vuelve intensa. Los mismos habitantes de Longyearbyen muestran una actividad frenética entregada a la sensación extraordinaria de vivir plenamente el entorno que les rodea durante las infinitas jornadas de luz del verano ártico. Por ello no resulta extraño encontrarse, bien pasada la medianoche, a alguien que regresa con su piragua después de recorrer las aguas tranquilas del fiordo bajo una luz nocturna que no llega a oscurecerse más que lo equivalente a un crepúsculo de nuestra latitud. Son muchas las posibilidades que ofrecen los alrededores de la ciudad para entrar en contacto con la naturaleza ártica y quién sabe si con su morador más temido, el oso polar; motivo por el que no se pueden abandonar los límites urbanos sin ir provisto de un rifle. Trineos de perros, excursiones de día en barco, motos de nieve, caminatas... todo modo de desplazarse es posible, salvo por carretera. Solo existen los 15 km de asfalto que enlazan con el aeropuerto.

Pero para entregarse a la extraordinaria sensación de verse rodeado de naturaleza intacta hay que navegar las aguas de un gélido Océano Ártico, aprovechando que el deshielo primaveral deja de atenazar el litoral del archipiélago con el frío abrazo de la banquisa creada al helarse las aguas árticas. Es hora de embarcarse para circunnavegar las islas y convertir un barco diseñado para surcar estas aguas, el MS Fram (denominación en honor al primer barco que atravesara las aguas árticas), en nuestro hogar por una semana. Será el momento de verse ante descomunales frentes glaciares, de contrastar los matices rabiosos del cielo despejado con los azules profundos de sus antiquísimos hielos. Junto a ellos se levanta la verticalidad de montañas de perfiles majestuosos envueltas casi siempre de nieblas, como el Hronsundtind (1.431 metros). O de acantilados donde el sonido de las aves marinas apenas permite distinguir la gran variedad de colonias de aves, como fulmares, araos de Brunnich, alcas, frailecillos y los regordetes mérgulos, que anidan en sus recovecos.

Estaciones balleneras

La navegación no pierde de vista la costa en la mayor parte del itinerario, por lo que los paisajes no dejan de abrumar con su belleza solitaria y todopoderosa. No obstante, aunque es un archipiélago escasamente habitado, uno de los atractivos de las Svalbard es paradójicamente la huella de la presencia humana ya que desde que fueran descubiertas por Barentsz en 1596 se convirtieron en reto de exploradores y en codiciado destino para los buscadores de riqueza. Explotar sus recursos tanto minerales como animales -por las pieles del oso polar y el zorro ártico, el marfil de las morsas o la grasa de las ballenas- hizo que en sus costas se instalasen estaciones balleneras. Los restos de viejas minas o rústicas cabañas de cazadores, ingenios para el despiece de las ballenas o el escalofriante amontonamiento de huesos de beluga en la bellísima bahía de Bamsebu son huellas que han permanecido en su paisaje como parte de la historia de las Svalbard.

Hoy, sin embargo, caminar por sus paisajes envueltos en el silencio de la historia no hace más que acrecentar las ganas de conocer el lado salvaje de las islas. Un pequeño grupo de renos pastando plácidamente en una ladera parecen reafirmarlo. El viaje en el que la noche no es tal sino que apenas se tiñe de luces suaves de atardecer es largo y con suerte da oportunidades de atisbar ballenas rorcuales nadando en las proximidades del barco, de aves marinas que despegan cómicamente desde la superficie oceánica como los mérgulos y de seguir con el ojo y el estímulo bien despierto al encuentro con un oso polar, ya que este es uno de los mejores lugares del mundo para encontrarlo. Los trozos de hielo errante son su lugar preferido para apostarse a la espera de alguna joven foca distraída y así convertirla en su bocado. A medida que las temperaturas anuales se incrementan por efecto del cambio climático, las oportunidades de hallarlos sobre el hielo disminuyen. No así en las orillas, donde se puede atisbar a los machos solitarios, a algunos grupos de jóvenes o a alguna hembra con sus crías del año es una de las mejores sorpresas que depara la belleza desnuda del mundo ártico.

La última frontera

Tras recorrer la histórica población de Ny-Alesund, donde una comunidad científica internacional realiza investigaciones sobre la vida del Ártico, los paisajes siguen protagonizando la singladura en busca de una latitud más boreal. Al norte, siempre más al norte, hasta cuando el polo terrestre apenas queda a un centenar de kilómetros de distancia. Las placas de hielo chocan secamente contra la proa del barco, pero nada detiene su singladura. Un grupo de morsas se bañan y descansan plácidamente en la arenosa isla de Moffen. Su caza masiva para la obtención del marfil de sus imponentes colmillos, con los que se ayudan a salir del agua, la llevó a estar a punto de desaparecer. Afortunadamente su población se recupera. Alcanzar los 80ºN para contemplarlas en el ámbito circumpolar, en su mundo, es contagiarse del espíritu de libertad que se respira en la última frontera terrestre.

Síguele la pista

  • Lo último