Península Valdés, el balcón al mar de la Patagonia
Un pequeño accidente costero de la Patagonia argentina atrae, cada año, a ballenas, orcas y elefantes marinos, que encuentran en las playas de Península Valdés su mejor refugio. Colonos españoles fueron los primeros en intentar poblar este magnífico balcón al mar de la Patagonia, que hoy disfrutan animales extraordinarios y privilegiados turistas.

Tuve suerte y me tocó ocupar el primer asiento, en la proa, de la barca que partía a primera hora de la mañana de Puerto Pirámides en busca de ballenas francas. La barca era estrecha, tipo zodiac, con dos motores fueraborda. Alojaba doce pasajeros y el piloto, todos embutidos en apretados chalecos salvavidas, cargados con cámaras fotográficas, vídeos y prismáticos, y nerviosos por la certeza del inminente encuentro con los cetáceos. En pocos lugares del mundo es tan fácil avistar ballenas como en Península Valdés, y esta vez no sería la excepción. A los pocos minutos de iniciada la navegación, el piloto advirtió, a estribor, la presencia lejana de dos machos jóvenes. Medirían unos 12 metros de largo y quizá pesasen ya, cada uno, más de 50 toneladas. Conforme a las reglas del avistaje, el piloto detuvo los motores: las barcas no deben acercarse a las ballenas, tienen que ser las ballenas las que decidan si se aproximan o no a los humanos. En esta ocasión se aproximaron. Comenzaron, primero, a nadar en paralelo a la barca, a unos 100 metros escasos de la embarcación; luego sacaron sus cabezas y vimos cómo se fijaban con sus desmesurados ojos en nuestra extraña silueta sobre el mar; después bucearon bajo la barca, que hubieran volteado, sin esfuerzo, con un solo golpe de su aleta caudal, el impacto de sus enormes cuerpos o el más mínimo error en sus movimientos. Fue entonces cuando me puse de pie, en la proa, y fijé la cámara en el punto donde sospechaba que una de las ballenas iba a emerger para respirar. Pegué la cámara a la cara, ajusté el foco, comprobé la luz y, de repente, una inmensa mole negra salió del océano a medio metro de la barandilla en la que me sujetaba. Si hubiera alargado unos centímetros la mano, la hubiera podido tocar; si hubiera apretado el disparador habría obtenido una fotografía extraordinaria, el primer plano de la cabeza de una ballena que se encontraba a menos de cinco metros de mi cara. Pero no hice nada. Asustado, emocionado, bajé las manos y la cámara a la altura del estómago y solo acerté a contemplar cómo aquel magnífico animal me miraba durante unos segundos y volvía a sumergirse, en vertical, con un increíble estruendo. Cuando regresamos a puerto, Rafael, un vecino de Puerto Pirámides, preguntó a nuestro piloto, Pinino, qué tal había ido el día: "Fantástico, Rafael. Apenas salimos vinieron dos machos jóvenes y uno de ellos sacó su cabeza pegado, pegado, pegado, a nuestra barca. Pero el tonto del turista que estaba por donde salió la ballena fue incapaz de hacerle una foto, ¿viste?". El tonto del turista era yo. No obtuve la fotografía, pero jamás he olvidado aquella ballena ni la belleza de Puerto Pirámides.
Península Valdés es el mayor accidente costero de la Patagonia, un apéndice con forma de punta de flecha que le nace a la costa argentina casi a mitad de camino entre la capital y la tierra del fin del mundo. Toda la región fue, hace millones de años, una selva húmeda tropical, poblada por dinosaurios, cubierta por los antepasados de las araucarias; luego se convirtió en un auténtico desierto, sin árboles ni bosques: solo arbustos y matorrales azotados por un viento frío, muy fuerte, que sopla por el oeste, y un suelo seco salpicado por infinitos cantos rodados que quizá nacieron en los Andes o quizá vinieron del mar, antes que los dinosaurios. Un desierto absoluto, la pura imagen de la nada que cautivó a Charles Darwin, quien dijo que le había causado "una impresión indeleble en la mente". La punta de la flecha que dibuja la península se une al continente por un delgado istmo y dibuja con sus extremos al norte y al sur del istmo dos golfos casi iguales, el Golfo de San José y el Golfo Nuevo, que, por alguna razón aún desconocida, ejercen una poderosa atracción en las ballenas. Cada tres años, la mayoría de las ballenas francas hembras sexualmente maduras viajan hasta los golfos de Península Valdés para tener una cría. Viajan desde las aguas antárticas, siguiendo un trazado aún misterioso, que les obliga a recorrer miles de millas y que estuvo a punto de costarles la extinción como especie, su desaparición del planeta.
La ballena franca fue siempre la especie más perseguida por la industria ballenera. Su apelativo en español, "franca", y en inglés, "right whale", alude a las facilidades que concedía el animal para su captura. El historiador Alex Aguilar calcula que los balleneros vascos cazaron unas 40.000 ballenas francas en el Atlántico en el periodo comprendido entre los años 1530 y 1610. Luego, las ballenas francas desaparecieron del Golfo de Vizcaya y, más tarde, del Atlántico Norte, y hubo que ir a buscarlas al Atlántico Sur. En bahías como las de Península Valdés, la captura era relativamente fácil. "La caza -narró en 1907 el biólogo E.A.Wilson- empezaba matando al ballenato (...) porque se sabía que la madre no se iba de la bahía sin su hijo. Los balleneros detestaban a los ballenatos, por pequeños, pero buscaban a las hembras, más grandes que los machos". El perito Francisco P. Moreno, cuyo nombre lleva el más famoso glaciar argentino, pudo contemplar una matanza de ballenas francas en el Golfo Nuevo, en Península Valdés. "El mar se tiñó de rojo", escribió.
El interés de los españoles por las ballenas motivó la colonización de Península Valdés. El rey Carlos III estaba convencido de que los ingleses preparaban una flota para la expoliación, a conciencia, del litoral patagónico, con la colaboración de los jesuitas, recién expulsados de España, y con la especial aportación del médico jesuita Tomás Falkner, autor de la primera descripción de la Patagonia en 1774. Ante la presunta amenaza, el monarca ordenó poblar el principal accidente de la costa, la península que acabaría llevando el nombre de Valdés en honor al ministro de Marina de Carlos III, impulsor de numerosas expediciones científicas, el marino que le propuso al rey la panoplia de banderas de la que saldría la actual bandera española, el almirante Antonio Valdés y Fernández Bazán.
La primera población fue un total fracaso. El 7 de enero de 1789, 232 hombres, a las órdenes de Juan de la Piedra, enviado del virrey del Río de la Plata, entraron en una bahía que bautizaron como Golfo de San José. Desembarcaron y fundaron la Nueva Población de San José. Levantaron un fortín, un hospital y varias casas con tejas y ladrillos, además de una huerta, la primera, la única, de la Patagonia. El rey ya podía estar contento, pero sus vasallos patagones no. Dos meses después de la fundación de San José, Juan de la Piedra regresó a Montevideo y dejó al mando a Francisco de Viedma. El mes siguiente, Francisco de Viedma también partió y dejó al mando a su hermano, Antonio de Viedma. No habían transcurrido un par de semanas cuando Antonio de Viedma y la mayoría de los que quedaban -capellanes, cirujanos, militares, marineros y agricultores- acordaron marcharse. Solo algunos voluntarios y todos los presos optaron por permanecer en aquel lugar perdido, seco e insalubre. Pocos años después, todos murieron: fueron atacados por un grupo de indios tehuelches, una emboscada de la que tan solo escaparon cinco colonos, de quienes nunca más se supo.
Durante casi un siglo no hubo nadie interesado en volver a poblar lugar alguno de Península Valdés. Los emigrantes galeses que desembarcaron cerca, en 1865, para fundar su utopía, eligieron las fértiles tierras del Valle del Chubut y evitaron pisar la península. En 1882 apareció un solitario colono, Gumersindo Paz, el primero que trazó un camino entre Puerto Madryn y Península Valdés, un curioso ganadero que se instaló junto a uno de los escasos y débiles manantiales de agua dulce de la península con varias yeguas, ovejas y cabras. La colonización particular de don Gumersindo tuvo más éxito que la de Juan de la Piedra y los hermanos Viedma, cien años atrás. Tras los pasos de don Gumersindo aparecieron pescadores, mineros, ganaderos y agricultores que solicitaron al gobierno concesiones para perforar pozos, trazar huertas, cazar lobos y elefantes marinos y explotar la sal de las dos salinas que se encuentran en el centro de la península. Pronto, la nueva colonia prosperó. En 1900, el nuevo asentamiento, establecido a 200 metros del lugar donde se había levantado el Fuerte de San José, comerciaba con sal, lana, carne de oveja, grasa y pieles de las loberías. El negocio creciente de la sal motivó la construcción de una línea férrea de trocha angosta, con 34 kilómetros, que comunicaba las salinas con el Golfo Nuevo, al sur, y que determinó que la población se trasladara al final de la línea, cerca de una playa cerrada por barrancas y acantilados de piedra arenisca que, a veces, cobran formas que parecen pirámides. Así nació Puerto Pirámides.
En Puerto Pirámides se fueron alineando galpones, talleres, bares, casitas de adobe y teja, y fondas con cuartos que estaban iluminados con candil. Un pueblo dinámico y floreciente de unas 500 a 700 almas, escribe el historiador Lucio Barba Ruiz en su edición, casi artesanal, de los Acontecimientos históricos de Península Valdés. El primer hotel del lugar fue levantado por un navarro, de origen y de apellido: Gregorio Navarro, que llamó a su establecimiento Hotel Navarra. Los huéspedes, dice Barba Ruiz, no dejaban el revólver ni para dormir.
La caza de ballenas también llegó a ser una actividad muy rentable en los primeros años de Puerto Pirámides, pero duró poco porque el estado crítico de la población de ballenas francas fue reconocido en 1909, apenas nueve años después de que naciera la ciudad. La especie estaba en la misma raya de la extinción. Las ballenas francas australes reunían, a principios del siglo XIX, más de 100.000 ejemplares; un siglo después apenas sumaban un par de miles. En 1936, los países de América del Sur dictaron leyes para evitar totalmente su caza; en 1948 se creó la Comisión Ballenera Internacional; en 1979 se aprobó la propuesta de poner fin a la captura en alta mar de todas las especies de cetáceos. En 1985, los biólogos anotaron la presencia de 165 ballenas en Península Valdés; hoy se estima que son más de 600, un número que crece cada año. El turismo se ha convertido, ahora, en la principal fuente de riqueza de Península Valdés. El pasado 2010, 105.000 turistas se embarcaron en Puerto Pirámides para avistar ballenas y tuvieron, todos, el privilegio de observarlas. El incremento del turismo apenas se nota en Puerto Pirámides, que tiene limitado su crecimiento por ley, y continúa alojando, desde hace décadas, no más de 500 vecinos. El auge del turismo se nota en la cercana ciudad de Puerto Madryn, a 56 kilómetros del punto de acceso a Península Valdés. Puerto Madryn, la capital del buceo en los años 60, cuando Jules Rossi, discípulo del comandante Jacques Cousteau, creó en la ciudad el primer club de buceo de Suramérica y en una de sus calas el primer parque subacuático artificial del mundo, es, ahora, una ciudad más que próspera y no solo por el turismo, también por las pesquerías, la exportación de piedra laja para Italia y la actividad de una reciente mina de bauxita, de tecnología francesa. El pasado año recibió medio centenar de cruceros. Hace 40 años, sus habitantes deseaban que la compañía YPF tuviera suerte cuando buscaba petróleo en sus costas. Ahora la mayor preocupación está en cuidar a las ballenas, que nada perturbe su retorno anual a las bahías de Península Valdés.
A la entrada por carretera, dede Puerto Madryn, al istmo que conduce a la península no es raro ver guanacos, el símbolo de la Patagonia. A los españoles del Fuerte San José les llamaban más la atención las maras, "liebres -decían- tres veces más grandes que las europeas". Los indios tehuelches, o ahonikenk, que significa "gente bravía", sabían la perfecta aplicación de cada uno de los arbustos espinosos de brillantes colores que acompañan la ruta por entre las 30 haciendas ganaderas de Península Valdés: el jume, la gavilla molle, el quilemba, las flores del botón de oro. En Punta Norte conviven los lobos marinos de un pelo y los elefantes marinos. En Punta Delgada se encuentra el mayor apostadero de elefantes marinos. En Caleta Valdés, las orcas utilizan la estrecha ría natural creada por la playa y una lengua de tierra paralela para entrenar a los recién nacidos en el nada fácil ejercicio de adentrarse en tierra persiguiendo leones marinos, focas o pingüinos. Se ven pingüinos, halcones, águilas moras, gaviotas, gaviotines y cormoranes. Varios carteles recuerdan que cada roca, cada madera, puede tener varios millones de años. Es posible que el latido de este fantástico territorio aún se guíe por relojes o calendarios del Cretácico. Cada invierno llegan las ballenas. El espectáculo es prodigioso. Los machos compiten por las hembras, que parecen moverse entre los pretendientes con coquetería. En un solo grupo puede haber hasta treinta machos y cuatro o cinco hembras. Los ballenatos avanzan lentamente junto a sus madres, que a veces les conducen, con especial mimo, hacia aguas poco profundas, muy cerca de la costa. En ocasiones, los adultos saltan y desplazan la mayor parte de sus diez o doce metros de longitud fuera del agua, no se sabe aún muy bien por qué. Cuando nadan, en superficie, exhalan dos columnas de aire y partículas en forma de V con más de cinco metros de altura. Cuando se sumergen, se despiden de las olas con la silueta de su aleta caudal perfectamente desplegada y perpendicular al mar.
Chatwin creía que las ballenas se guiaban por la música, por esos cánticos con los que se comunican y se divierten. El más famoso escritor de viajes inglés creía, también, que el movimiento de las ballenas era capaz de atraer nuestro pensamiento, atraparnos en un estado de paz y de admiración, cercano a la felicidad. Quizá por un instante, yo sentí ese estado, cuando me encontré con la ballena en el primer lugar de la barca, apenas salimos de Puerto Pirámides, en Península Valdés. Al desembarcar, aún se me notaba en la cara. Lo que dijo Pinino: "El tonto del turista".
Gales, en Patagonia
El 2 de julio de 1865 arribó a las costas patagónicas el velero Mimosa, en el que viajaban 153 colonos galeses que soñaban con establecer en América una Nueva Gales regida por sus creencias, costumbres y tradiciones, lejos de la opresión británica. El gobierno argentino les dio toda clase de facilidades para que se instalaran en Península Valdés, pero la sequedad del territorio les aconsejó fundar su colonia más al sur, en las aguadas del río Chubut, donde hoy se levantan numerosos lugares con nombre galés (Madryn, Trelew, Gaiman) y donde, aún hoy, los descendientes de aquellos colonos conservan las más genuinas tradiciones galesas. En la casa de té Ty Te Caerdydd, en Gaiman, guardan la vajilla que usó Lady Di cuando visitó Patagonia en el año 1995.
Millón y medio de pingüinos
Unos 180 kilómetros al sur de Puerto Madryn, siguiendo la línea de costa, se encuentra Punta Tombo, donde se reúnen, en el invierno austral, más de un millón y medio de pingüinos de Magallanes, la mayor concentración del continente. Punta Tombo es apenas una playa rocosa de tres kilómetros de largo por medio kilómetro de ancho, pero su arena, fina y compacta, es idónea y única para que los pingüinos excaven y protejan sus nidos. Un poco más al norte, en el balneario de Playa Unión, a 24 kilómetros de la ciudad de Rawson, se puede intentar el avistamiento de las toninas overas, un tipo de delfín más pequeño que el delfín nariz de botella, muy rápido de movimientos, que viste su piel con grandes y preciosas manchas blancas y negras.
Síguele la pista
Lo último