Nápoles y la Costa Amalfitana, esencia mediterránea

Naturaleza, cultura e historia se funden aquí de una forma espectacular. La propia ciudad de Nápoles, la fascinante isla de Ischia y la sinuosa Costa Amalfitana, para muchos la piú bella costiera del continente, concentran la mítica esencia mediterránea. La experiencia sale reforzada si la travesía para alcanzar la costa italiana se realiza en ferry desde España, con nuestro coche a bordo para recorrer la ruta de una forma libre e independiente.

Castelo Aragonese, en Ischia.
Castelo Aragonese, en Ischia. / Toni Santiso

La frenética ciudad de Barcelona muestra su rostro más atractivo: los rayos de sol se cuelan entre los jirones de nubes que van dispersándose rápidamente, inundando de una mágica luz el puerto. Mientras paseamos por los muelles experimentamos una especie de vértigo debido al éxtasis que nos produce el olor del mar y el pensar en el viaje que nos aguarda. Allí, a lo lejos, nos espera el Crucero de Roma, el ferry de la compañía naviera Grimaldi que regularmente realiza la travesía entre Barcelona y la ciudad italiana de Civitavecchia.

Cuando subimos al barco, dos horas antes de su partida, la cubierta se encuentra completamente abarrotada de viajeros. Abajo, una gran hilera de automóviles espera su turno para entrar en la bodega. Es lo bueno que tiene viajar en estos transbordadores: le permiten a uno embarcar su propio coche y, una vez en el destino, iniciar por carretera la ruta elegida.

Puntual como un reloj suizo, a las 20 horas se sueltan las amarras. La pasarela automática choca con un ruido sordo contra el casco de la nave. Empieza el viaje. El mar está tranquilo y liso como una capa de seda negra. Desde el puente observamos en silencio cómo se alejan lentamente las centelleantes luces de la Ciudad Condal. Ya es de noche, pero la capital catalana sigue bullendo de actividad. Es tarde, mañana será otro día.

Hace poco que la luz clareada del alba despunta en el horizonte. Las sombras de la noche van dejando paso a un cielo azulado que invita a abandonar el camarote, a subir a cubierta. El sol ha iniciado su carrera hacia el firmamento, renovando con sus rayos un día más. No podíamos haber elegido mejor momento: de pronto, un pequeñogrupo dedelfines se acerca al Crucero de Roma y nos acompañan un rato en nuestro plácido navegar por las aguas del Mediterráneo. No somos los únicos que presenciamos semejante espectáculo.

A bordo de la nave los auténticos protagonistas somos nosotros, los viajeros. Su tiempo, nuestro tiempo, es para disfrutar del ritmo del mar. La verdad es que, aparte de este emocionante episodio con los delfines, nada distrae nuestra atención, ya que en el Crucero de Roma no aparecen las cabinas lujosas, ni los cines, ni los teatros... La atmósfera es siempre relajada y el trato cálido. Veintiuna horas después de haber partido del puerto de Barcelona desembarcamos en Civitavecchia. Nos disponemos a iniciar la ruta trazada. Nuestra primera parada, Nápoles.

La belleza del caos. Nápoles, la capital del sur de Italia, ha quedado algo desfigurada por una circulación delirante, un ruido infernal y una especulación inmobiliaria desenfrenada. Pero sigue siendo una ciudad bella. Y si así es, pese a ese frenesí, lo debe a su pasado, a su pasado de mar y montañas. Todos conocemos la estampa de Nápoles, aplastada bajo un cielo de un azul cromo, a la sombra del Vesubio. Hay quien dice que, cuando uno llega a Nápoles, la primera sensación que le invade es la de huir rápidamente, pero luego uno termina improvisando una partida de dominó con algún napolitano bonachón o compartiendo un ristretto en plena calle con aquella jovencita que se encontró en el casco antiguo. Así son las cosas en esta ciudad: la gente se relaciona, se vincula, vive la calle como ese espacio de socialización por excelencia. Al principio, cierto, se tiene esa sensación de estar en unaciudad sin ley, pero ese es precisamente su encanto.

Para obtener una visión de conjunto, nada mejor que dirigirse a lacartuja de San Martino y, desde allí, descender hasta elbarrio de Santa Lucía. Este es, a lo largo del mar, uno de los más suntuosos paseos del mundo. Acaba, naturalmente, en la piazza del Municipio. En lo alto de los inmuebles un panorama insuperable: el puerto y la bahía. Girando la mirada, se descubren las macizas torres feudales del Castel Nuovo, con su entrada renacentista. Muy cerca, el Palacio Real, la piazza del Plebiscito, la iglesia de San Francesco di Paolo y el Teatro San Carlo. Más allá, el castillo de Sant''Elmo vigila el entorno desde las alturas. Pocas ciudades portuarias acumulan tantas maravillas en un espacio tan restringido.

Y eso no es todo. Tras estos dos castillos (tres si contamos el Castel dell''Ovo, que se adentra en el mar como una flecha de piedra medieval), una gran cantidad de iglesias se agrupan entre el mar y la piazza Cavour. Y es que en Nápoles la pasión religiosa es también un signo de identidad y San Genaro, patrono de la ciudad, quien recibe todo ese universo de catarsis colectivas. También el viejo puerto de Nápoles es pintoresco, con sus restaurantes, donde sentarse y escuchar música en vivo. Ahora bien, si queremos una imagen más exacta de la ciudad, hay que terminar en la piazza del Municipio y el Duomo, y perderse por las calles del barrio español. La vía principal es Spaccanapoli, y puede tomarse como una arteria de referencia para recorrer el lugar. Los vestigios de su esplendor se adivinan sobre todo aquí, donde se conserva el trazado griego y luego romano.

Ischia, la isla verde. Desde Nápoles se llega en un pequeño transbordador a las tres islas del golfo homónimo:Ischia, Procida y Capri. Nos dirigimos a la primera. Es hermosa Ischia. Hermosa como un sueño tanto si se llega de día, cuando las olas chocan enloquecidas contra los escollos, como si se hace de noche, cuando las luces de Ischia Porto ciegan con su resplandor las fachadas de las casas, y el mar, sumido en el sueño, acuna las barcas amarradas en el puerto. Desde el mar abierto se adivinan, en la lejanía, las costas escarpadas, llenas de grutas. La blancura de las villas inmersas en el verdor y la linealidad de los cultivos (principalmente limoneros, naranjales y viñedos), que trepan por las escarpadas pendientes contrastando con los matices cromáticos del mar.

Es encantadora Ischia por la atmósfera que la circunda, por sus colores, por el intenso perfume a mirto y a romero que aletea en el aire. Es verde Ischia. Para quienes llegan desde Nápoles, la isla no se ofrece como un gran pedazo de roca árida en medio del mar. En realidad presenta una vista encantadora, de sueño, como una gran nave abanderada para la fiesta, cuyos flancos, portillas y palos? se presentan increíblemente verdes. Incluso las cimas de las pequeñas rocas, a lo largo de la costa, aparecen embellecidas por este color.

Playas y centros termales. El verde domina todo y se aloja hasta en las piedras, en la famosa toba verde de la zona de Forio, cuyas piedras componen las bellísimas y originales parracine (murallas secas) que adornan las densas manchas de las verdes viñas. El verde no esconde la bella naturaleza accidentada del terreno. Muy al contrario, lo embellece mucho más. Su orografía se presenta muy variada y se manifiesta en las montañas, colinas aisladas, en los promontorios majestuosos, en las pendientes, en las planicies, todo aquello que puede fácilmente percibirse desde la magnífica terraza del Soccorso, también en Forio, desde donde el volcán Epomeo se manifiesta con toda su incomparable belleza. Lo cierto es que nos encontramos en una isla bellísima, ante uno de los tesoros turísticos mejor guardados por los italianos. Apenas 60.000 almas habitan aquí durante todo el año; 500.000 en verano. Actualmente el mayor atractivo de Ischia radica en los centros termales, cuyas aguas ya alabaron los griegos y romanos, y en sus playas solitarias.

La riqueza termal de la isla tiene un origen volcánico, cuyo máximo exponente es el monte Epomeo, un volcán apagado de 787 metros de altura que ofrece unas seductoras caminatas. Precisamente la naturaleza volcánica de la isla explica la existencia de decenas de embalses hidrotermo-minerales: Gurgitello, Cotto, Sorgento... Están por todos lados, salpicando los bellos rincones de Ischia.

La principal localidad de la isla es Ischia Porto, donde atracan los transbordadores que vienen de Nápoles y Capri. A un tiro de piedra, en un islote, se erige el Castello Aragonese, la antigua residencia del gobernador de la isla, una fortaleza que debe su aspecto actual a Alfonso V de Aragón, que conquistó Nápoles en el año 1442.

Pero la mejor manera de sucumbir a los encantos isleños es alquilando una motocicleta. Sus apenas 46 kilómetros cuadrados de superficie permiten desplazarse de una punta a otra de la isla sin agobios y con una absoluta tranquilidad. Es así como hay que descubrir sus pequeñas localidades, que son centros urbanos increíblemente iguales y a la vez diferentes; a cada paso, a cada curva, se puede admirar un nuevo escenario, una nueva vista, un nuevo cuadro pictórico.

La costa norte de la isla de Ischia está festoneada de playas solitarias y calas recoletas, algunas de las cuales solo resultan accesibles desde el mar. En el sur, unaparada obligatoria es Sant''Angelo. Antaño no era más que un puñado de casas de pescadores, pero hoy se ha transformado en el pueblo turístico por excelencia de Ischia. Una verdadera belleza, de un blanco inmaculado, que está bañado por un mar de un azul insultante. Por tanto, no resulta extraño que sea el lugar elegido por la canciller alemana Ángela Merkel para pasar sus vacaciones de verano.

La Costa Amalfitana. De vuelta al continente, iniciamos la ruta por la que muchos consideran la carretera más bella de Europa. Desde la colina del Pausilippo a la península de Sorrento se despliega la hermosa curva de la bahía de Nápoles, realzada por el Vesubio. Al bordear la costa, por el sur, hacia Amalfi, se pasa ante el más ilustre escaparate de Italia. Encorsetadas entre los montes, colgadas de sus vertiginosas cornisas, están Sorrento, Positano, Amalfi, Ravello..., una visión inolvidable. Popularmente conocida como la Costa Amalfitana, vista desde Oriente es un enorme acantilado provocado por los montes Lattari que caen al vacío al divisar el Mar Tirreno. A partir de aquí surge un paisaje vertical, dominado por precipicios de vértigo y barrancos que quitan la respiración, tan solo suavizados por limoneros y olivos colgados en las alturas, bosques de castaños y algún puerto natural.

Precisamente desde la Punta della Campanella, en Sorrento, hasta Vietri Sul Mare, a las puertas de Salerno, discurre la carretera estatal 163, una vía de doble sentido muy estrecha, en la que apenas hay rectas y sí muchas curvas que serpentean por una cornisa de 30 kilómetros de longitud. Recorrerla es un delicioso paseo entre miradores que dan al mar, barrancos y precipicios. A mediados del siglo XIX, la Costa Amalfitana resurgió de sus cenizas tras más de cuatro siglos de olvido. Su paisaje y sus baños de sol se incorporaron a una pequeña lista de lugares escogidos donde veraneba la jet-set europea: Niza, Baden Baden, Opatija, Biarriz...

El refugio de las sirenas. Artistas como Turner quedaron atrapados por su luz. En 1880 fue Wagner quien impregnó el segundo acto de su Parsifal del aroma de los jardines de la villa Rufolo de Ravello. Pocas décadas después sería D.H. Lawrence quien invocara a las musas de este aristocrático pueblo encaramado a las alturas de los Montes Lattari en algunos de los pasajes de su novela El amante de lady Chatterley. La lista de otros famosos que se enamoraron de la Costa Amalfitana es interminable: Goethe, Elizabeth Taylor, Bogart, Bacall, Picasso...?

En la península de Sorrento hallamos un remanso de paz: naranjas y limones forman una especie de tela puntillista que realza el verdor con sus colores cálidos y brillantes. La propia ciudad de Sorrento tiene un encanto antiguo. A diferencia de su vecina la caótica Nápoles, Sorrento destila seguridad y encanto. Hay que pasear por sus estrechas calles, normalmente escalonadas, y asomarse a los jardines que bordean el acantilado.

Más allá, hacia Amalfi, es preciso dominar el vértigo. Ya en la primera curva en que la carretera se cuelga del precipicio se divisa ungrupo de pequeños islotes. Son los Li Galli, el hogar de las sirenas, según la leyenda. Y más allá, desde la aspereza de las cornisas esculpidas por una espuma efervescente, desde lo alto de un mirador que domina una vertiginosa cornisa, se descubre Positano, un pueblecito marinero fundado antaño por los habitantes de Paestum y cuyas casas diseminadas entre las palmas evocan un aspecto olvidado del modo de vida mediterráneo. Hoy es uno de losbalnearios más famosos del mundo. Tras ser el puerto de referencia de la República Amalfitana en la Edad Media, desapareció de la historia hasta mediados del siglo XX, en que resurge con fuerza gracias a los nuevos ricos y presumidos italianos que se dedican a tomar el sol con mujeres top ten y a las parejas que vienen de Estados Unidos para celebrar su luna de miel. Aquí no faltan modelos, ni futbolistas, ni estrellas de cine...

En ruta hacia Amalfi, dos paradas técnicas: la Gruta de la Esmeralda y Marina de Praia. La gruta mide 60 metros de alto por 30 de ancho y se llega en un ascensor o a través de una larga escalera. Descubierta en 1932, está llena de estalactitas y la luz se filtra dando al agua un extraordinario color verde. Marina di Praia, efectivamente, merece también un alto en el camino. Se trata de uno de los rincones más bellos de la costiera, con una coqueta playa encajonada entre los acantilados.

Finalmente llegamos a Amalfi. La antigua rival de Pisa y Venecia escala la colina con sus casas de fachadas lechosas. Una pequeña ciudad blanca, ciertamente, pero que fue la primera república marítima de Italia. A la vista de la minúscula ciudad actual, constreñida entre los farallones que la circundan y el mar, me pregunto cómo es posible que esta ciudad tuviera hace más de mil años 100.000 habitantes y fuera la reina del Mediterráneo. En Amalfi destacan el centro histórico medieval y la catedral, con su reliquia más venerada: el cuerpo incorrupto de San Andrés.

Más allá de Amalfi, en dirección a Salerno, la Gran Cornisa no deja de retorcerse en mil curvas, a alturas vertiginosas, dejando entrever golfos aislados donde se recogen comunidades cuyo total de habitantes y de barcas oscila entre 20 y 40. La montaña y el mar se enfrentan aquí en una especie de combate homérico, simbolizado por un rocoso islote (el mencionado Li Galli) que en tiempos de Ulises, según La Odisea, estaba poblado de sirenas. Más allá, una carretera sube hasta Ravello, un sitio tranquilo, de reposo, buscado por los estetas de todo el mundo. En el siglo X se convirtió en sede episcopal, y en el siglo XII los pisanos la devastaron por su fidelidad a Amalfi.

Villas de fantasía. Ravello exhibe una hermosa catedral (siglo XI). Sin embargo, lo verdaderamente popular en la ciudad son sus villas, sobre todo Villa Rufolo y Villa Cimbrone. En Rufolo, propiedad de un rico escocés, se hospedó Wagner. Cimbrone, creada por un lord inglés, imita un palacio árabe y desde su jardín de fantasía se obtiene una de las mejores panorámicas de la costa. Como la mayoría de pueblos que bordean la costa, Ravello es un lugar perfecto para pasear entre sus callecitas y plazas sin coches, entre fachadas y mansiones. Y para saborear la propia cocina napolitana, que también es uno de los grandes atractivos del viaje. Conviene empezar con una poderosa mozzarella y seguir, después, con un buen plato de pasta: linguine o paccheri, con marisco, almejas, mejillones, o simplemente saboreando la pizza más tradicional y purista del mundo o los espaguetis con albahaca fresca y perfumada. Y es que esta tierra feraz ofrece alimentos frescos y deliciosos: limones de Sorrento, mozzarella de búfala, tomates del Vesubio...?

Así es la Costa Amalfitana, unencuentro de historia solemne y actualidad insolente, y de la combinación de ambos nace uno de los sitios más interesantes y hermosos de Europa. Llegar no es difícil, lo duro es irse.

La primera república marítima de Italia

A principios del siglo VI, la Costa Amalfitana formaba parte del imperio bizantino de Justiniano, quien convirtió el pueblo de pescadores de Amalfi en sede de un episcopado. En aquellos tiempos, y hasta el siglo IX, todo el Mezzogiorno italiano devino en un gran campo de batalla entre bizantinos, sarracenos, normandos y algunos pueblos bárbaros que habían cruzado los Alpes tras la caída de Roma. Cada uno de ellos intentó hacer aliados en la región. Amalfi quedó alineada en la zona bizantina. En torno al año 840, con un imperio bizantino en decadencia, Amalfi se transformó en una ciudad-estado independiente. Los amalfitanos crearon una república regida por dos magistrados que se hicieron llamar dux, y crearon una nueva manera de organizarse que sentó cátedra en Italia: las repúblicas marineras, que luego imitaron Génova, Pisa y Venecia. La ciudad vivió entonces su periodo de mayor esplendor. Sin embargo, esta independencia política se vio truncada en 1073, cuando los normandos ocuparon la ciudad. Cincuenta años después, Amalfi sufrió un nuevo ataque de otro rey normando, Rogelio II, procedente de Sicilia. La ciudad volvió a ser saqueda en 1135 y 1137 por la República de Pisa. La supervivencia política era imposible. Por si esto fuera poco, un fuerte maremoto, a mediados del siglo XIV, se llevó media ciudad y desaparecieron edificios emblemáticos como el palacio ducal, astilleros y fortificaciones. El golpe de gracia lo asestó la epidemia de peste que asoló Europa en 1348 y que en Amalfi se llevó por delante a gran parte de su población.

Ischia y el arte del buen comer

La cocina de la isla de Ischia es muy parecida a la apreciada gastronomía napolitana. Sin embargo, cada receta trae su inspiración de los productos que el generoso Mar Tirreno ofrece a lo largo de la costa de la isla. El pescado constituye, evidentemente, el alimento preferido por los ischianos: doradas, sargos, lubinas, atún, lenguado... Los modos de cocinarlo resultan muy variados: nunca faltan la sopa de pescado, deliciosa, ni los famosos espaguetis chatos o espaguetis con almejas, en blanco o al jugo de tomate. También los tallarines con marisco, los mejillones y el sabroso pecorino (queso de oveja) forman parte de la buena cocina isleña. Pero aun tratándose de una isla, Ischia también es famosa por el coniglio alla cacciatora (conejo a la cazadora). La ensalada caprese (tomate, mozarella, y albahaca), las berenjenas, la parmesana de berenjenas, los pimentones a la sartén o al horno son algunas de las guarniciones que suelen prepararse para acompañar a los excelentes productos que ofrece el suelo ischiano. Los vinos de la zona también merecen ser citados. Las viñas más florecientes, aquellas que más se benefician del sol de la isla, se encuentran en las laderas del monte Epomeo. Biancolella y Forastera son buenos vinos blancos; Montecorvo, para quienes prefieran el vino tinto. Entre los licores más exquisitos destaca el famoso limoncello, una infusión en alcohol puro de las cáscaras de los jugosos limones.

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