Nápoles, la anarquía más bella

A Nápoles, una de las ciudades más antiguas del mundo, se viaja con los mitos y se pasea con la historia. Fue la más poblada, después de París, en la Europa del siglo XVI, cuando era una de las joyas de la corona española. Urbe llena de encantos, enamoró a todas las civilizaciones y hoy sigue preservando toda su capacidad de seducción.

Nápoles, la anarquía más bella
Tino Soriano

Lo mejor sería llegar en barco. Llegar como Ulises, sin taparse los ojos, pero también sin taparse los oídos. Llegar al puerto por el que entraron todas las culturas. A Neapolis, aquella nueva ciudad griega que pasó a ser romana. Saber que por allí se quedaron prendados con la feraz belleza del golfo, de sus costas, sus volcanes y sus islas, Augusto o Adriano, Escipión El Africano o Calígula, Cicerón u Horacio. Por donde llegó Virgilio para quedarse. La atracción de Nápoles vence supersticiones, recicla leyendas y baila sobre sus desgracias. A nadie le importa que al lado esté el lago del Averno, la mitológica puerta a los Infiernos. La primera ciudad estuvo a los pies del Vesubio, bajo el volcán, frente a la mágica, pero real, Capri. Al principio fue Partépone, la virginal sirena, después creció la urbe medieval, se enriqueció en el Renacimiento, se gusta barroca, se italianiza a su pesar, se resiste al fascismo, se entrega a los americanos y nunca deja de ser ella misma. Nápoles: la que sabe mentir y rezar, divertirse y pasarlas canutas, abandonarse y embellecerse.

Entrar por mar, observar las siluetas del Maschio Angioino o Castel Nuovo, con su estructura medieval, su pasado forjado en muchas batallas y su historia unida a los aragoneses que conquistaron la ciudad. Un arco en homenaje a Alfonso I recuerda la derrota sobre los Anjou y marca el principio de siglos de dominación española sobre la que sería capital de las Dos Sicilias. Observar la estructura del Palacio Real y mirar en lo alto de la colina el castillo de San Telmo y el monumental complejo de San Martino, asomado a una ciudad que bulle, te avisa que llegas a una ciudad con un pasado muy presente. No se entendería Nápoles sin la presencia de los reyes aragoneses y de los Borbones. Al lado del Maschio también se reconstruye el Palacio Real (La Reggia), unido por un pasadizo al más antiguo teatro de la ópera italiano, el San Carlo. Mítico teatro donde cantó Farinelli o se estrenaron las óperas de Verdi, inaugurado por Carlos de Borbón en 1737, cuarenta años antes que La Scala de Milán. Poco después, y a su pesar, dejaría su querida Nápoles, sus lugares de caza, su placentera vida, para ser el rey Carlos III. Parar en la Plaza del Plebiscito, que podamos admirar sus dimensiones, escenario ideal para comenzar a descubrir la ciudad entre las columnas de la iglesia de San Francisco, la Prefectura y el Palacio de Salerno. Sentarnos en el Caffe Gambrinus, en un lateral de la plaza, frente a la Ópera, en ese corazón ciudadano que hace esquina con el comienzo de la vía Chiaia y al lado de la histórica calle de Toledo. Tomar un vero caffe, corto, sin azúcar, al gusto napolitano, y un azucarado y dulce borracho, llamado babá. Sentir que en esas mesas han visto pasar la vida, y escribirla, Oscar Wilde o Gabriele D''Annunzio.

Subimos por la vía Chiaia, cruzamos palacios y tiendas de moda, pasamos por arcos y bajamos hasta la Plaza de los Mártires. Sitio de recuerdo a la resistencia antiborbónica, lugar para guardar memoria de rebeliones populares. Hacer una visita a la librería Feltrinelli, comprar algún disco de música napolitana, de Pino Daniele o Renato Carosonne, recordar las tarantellas o llevarse una antigua versión de O sole mío. Entrar en alguna de sus trattorias con jardín donde la cena suele terminar, rodeados de turistas, cantando el inevitable Funiculí, funiculá. Seguir la noche con un verdadero mille foglie en el bar Moccia, auténtico napolitano en un callejón que sale de Chiaia. Y seguir la charla con una grappa, con un limoncello en alguna terraza de la Rivera di Chiaia. Antes habremos pasado el Palacio de los Ávalos, y una casa con una placa que recuerda la estancia napolitana del muy madrileño Ramón Gómez de la Serna. Todo un recorrido que alimenta la nostalgia española de sus tiempos napolitanos. Una corte, una aristocracia, unas tropas que aprendieron el dialecto y que, en muchos casos, se quedaron en Nápoles, atrapados por la dulce vida de esa ciudad, de sus costas cercanas, de sus islas. Vivir como nobles arruinados entre sus viejos palacios, sus jardines románticos, sus carruajes, sus cerámicas y decenas de pintores y artistas que vivieron al abrigo de una Corte que disfrutó con placer su gusto por la sensualidad.

Al otro lado, hacia el monte, el popular y abigarrado Quartieri Spagnoli, todo lo contrario del mundo elegante y palaciego. Barrio popular, ropa colgada en los balcones, olor a fritos baratos, motorinos subiendo sus cuestas, vecinos con las sillas en la calle. El barrio, que fue el de la tropa borbónica y refugio burdelesco, sigue teniendo el sabor en que crecieron aquellos famosos pilluelos, los trova sigari (encuentra cigarros), que ayudaron a expulsar a los nazis de la ciudad, que ofrecieron a sus hermanas a las tropas americanas. Huérfanos que perdieron todas las guerras, retratados por Rossellini en Paisa, de los que escribió Malaparte en La piel y de los que sigue escribiendo el mejor de los contemporáneos napolitanos, Erri de Luca. Niños, jóvenes mujeres que supervivieron en la ciudad más bombardeada de Italia.

El Nápoles pícaro y popular no sólo vive en el Barrio Español, también en los históricos barrios del centro, entre los callejones de Spaccanapoli, entre iglesias y museos, vendiendo polichinelas, adorando a Maradona, disimulando fe ante San Genaro o cantando al Monasterio de Santa Clara. Scugnizios, pícaros que retrató Caravaggio, que se divirtieron con las películas de Totó y que fueron personajes en las obras de Eduardo de Fillipo. Jóvenes napolitanos que se creen centauros en sus motos. Chicas risueñas que les acompañan sin casco en una ciudad en la que cruzar una calle constituye toda una aventura. Maestros de la burla, confiados en el juego, castizos habitantes de barrios populares, de casas y calles que conocieron momentos de riqueza.

No puede faltar un paseo por la calle más céntrica y popular, la de Toledo. Será después cruzar la decadencia lujosa de una de las más hermosas galerías de Italia, la Galería Umberto, todo un lujo decimonónico de mármoles y vidrieras, con sus tiendas de moda y la memoria de antiguos cafés-concierto, de cines pioneros y todavía muy viva y con renovados hoteles. Subir por esa calle que tanto gustó a Pío Baroja, a la que no consiguieron los piamonteses sustituir su español nombre por el de Roma, llegar hasta la Plaza de Dante, cruzar la puerta de Alba, parar en sus librerías de saldo de San Biagio dei Librai y tomar un café frappé en el bar México. O seguir hasta la agradable Plaza Bellini, leer a De Luca en la terraza de algunos de sus literarios bares, uno de esos rincones ciudadanos -junto a Posilipo, la zona de Chiaia y el Castel dell''Ovo- en los que Nápoles parece una burguesa y tranquila ciudad europea. También lo es. Pero su gracia popular es irresistible y enamora a pesar de sus peligros. Abigarrado mundo que nos encontramos al seguir por la vía Tribunali y comprobar cómo la vida napolitana de su centro histórico está llena de sabores, de gritos y susurros, de rezos y cantos paganos, de iglesias y de pizzerías.

El mercado de las calles situadas alrededor de Porta Capuana, los mercatini -mercadillos- en los que se encuentra la fruta ordenada como en esculturas populares, los limones, las verduras, los tomates. Y al lado, los panes y los peces, pescados y mariscos de todos los tamaños que llegan a uno de los grandes puertos del Mediterráneo, quesos, carnes, conejos o aves que vivas o muertas llenan ese mercado callejero del centro histórico. Esos ruidos de comprar, vender, discutir, algunos gritos, el olor de una especie de churros que llaman graffe, toda clase de fritos, el ruido de las motos y alguna música popular que se mezcla en una irreproducible sinfonía de unas calles que se siguen pareciendo a esa ciudad en la que el caos es una manera ordenada de vivir cada día.

Al lado, otras calles y callejones dedicados a la venta de figurari, particulares figuras de su manera de entender los pesebres, de armar sus belenes. Lo católico y lo pagano en peculiar matrimonio. Figuras de sus innumerables santos conviviendo con las de Totó, Maradona o personajes de la vida popular napolitana. Populares pesebres que conviven con la elegancia y el arte espléndido de los antiguos pesebres napolitanos, esos que son herencia de los grandes pesebres de siglos pasados, con esa imagen particular de Palestina, en la que al lado del portal del Belén encontramos el Vesubio.

Pasar de la Plaza del Mercado a la Plaza del Carmen, admirar su virgen morena, seguir hasta la cercana capilla de Sansevero, sin apenas turistas y con una de las más hermosas estatuas de la historia, el Cristo Velado, de Giuseppe Sanmartino, que para Antonio Canova es la mejor escultura después de la Piedad de Miguel Ángel. No se entiende el Nápoles popular sin el milagro de San Genaro o sin el subterráneo culto a los cráneos en la ciudad de catacumbas.

Acercarse al Castel dell''Ovo, de hermosa sobriedad medieval, con su leyenda del poeta brujo, de Virgilio, escondiendo un huevo milagroso vinculado a la vida de la ciudad. Castillo en el pequeño puerto lleno de restaurantes, como Zi Teresa, que lleva vendiendo pescados desde el año 1860. Frente a algunos de los grandes hoteles que miran por un lado a la isla de Capri, por otro al volcán. Muchos restaurantes nos esperan en esa zona de Parténope. La Nápoles que mira al mar, que pasea, se baña y compra en rastros durante los días de fiesta. Muy recomendable es el histórico restaurante Umberto, que ofrece una excelente comida tradicional sin olvidar su enorme variedad de pizzas ni su oferta de vinos, licores y toda clase de productos napolitanos.

Pasear al lado del mar, llegar hasta Posilipo, antes de Pozzuoli -el delicioso pueblo cercano donde nació uno de los grandes símbolos de Nápoles, la actriz Sofía Loren-, llegar allí donde el golfo se acerca a las otras islas, Procida e Ischia. Delicioso barrio que enamoró a emperadores, que eligió Virgilio y que fue el preferido de los pintores de la Escuela de Posílipo, llena de grandes paisajistas que se pusieron de moda en el siglo XIX, cuando los turistas ricos hacían el Gran Tour. Corot o Turner fueron dos de esos famosos pintores que trabajaron en ese lado de la ciudad de Nápoles.

Encima está el Vomero, el barrio burgués de Nápoles. Aquí la ciudad se convierte en un lugar ordenado, rico, elegante, de hermosas villas modernistas, palacetes, jardines y calles cuidadas, buenos restaurantes, caros colegios, embajadas y napolitanos que han dejado el estereotipo de la urbe bulliciosa. Pero, atentos, siempre estamos en una ciudad en la que es mejor pasear bien despiertos, mirar al cruzar las calles y no despistarse demasiado. En ese burgués barrio yo vi cómo habían robado un autobús con turistas españoles. Eso sí, cuando habían bajado del autobús para registrarse en el hotel. El pobre chófer, un silencioso y callado gallego que hacía su primer viaje a Nápoles, no daba crédito a la rapidez con la que un autobús puede desaparecer en la abigarrada ciudad. Compartimos taxi durante unos minutos, le perdí de vista en la tercera comisaría en que denunciaba su robo. Al taxista que nos llevaba, más que sorprenderle, le divertía. Nosotros no pudimos sonreír. Seguimos nuestro viaje hasta uno de esos lugares de la ciudad que no hay que dejar de visitar: el Museo Nacional de Capodimonte. Situado en dependencias del Palacio Real, el que comenzó a construir Fernando IV y terminó Carlos III, y con una colección admirable que creció con los Borbones y que conserva algunas pinturas impresionantes de Tiziano, El Greco, Caravaggio o Goya. Paseando por sus colecciones, por sus jardines y mirando la ciudad desde esas alturas, uno siente que hay ciudades que uno no debe dejar de visitar, de volver.

Una ciudad de la que se dice con orgullo: "Ver Nápoles, y después morir". No importan ni el desempleo, la inseguridad, la camorra, la anarquía, la decadencia o el caos, más o menos desordenado, que siguen siendo característicos de esta apasionante urbe. Religiosa y pagana, llena de mitos y amante de los ritos, ciudad para pecar y rezar. Ciudad de fe en San Genaro, Maradona y la lotto. Heroica urbe a la que no le gustan los héroes. La más española de las italianas, la más libertina de las beatas, la más señora de todas las golfas. Laberinto de las sirenas, residencia de reyes, refugio de artistas, escenario de todos los teatros, auditorio de todas las músicas, anárquica y monárquica. Ciudad que gusta tener rey los domingos y república el resto de la semana. Decadente y hermosa Nápoles, bombardeada, ingobernable, patria de la Camorra, capaz de enamorar a Cervantes -"la más brillante, no hay en el mundo una que lo adorne como ella"-, a los Borbones o a los carbonarios. Resistente y entregada, palaciega y burdelesca. Insurrecta y simuladora. Inmortal ciudad de todos los pecados.

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