Laponia, el lado extremo de Suecia
La Laponia sueca es un recordatorio de que en Europa aún existen fronteras salvajes. Una tierra a medio camino entre las tradiciones de los pastores de renos, la dura vida de los pioneros suecos y una naturaleza bellísima en su extremidad. Este lejano norte, como todo buen confín, es el lugar idóneo para comenzar una gran aventura.

Cuando es primavera en la Laponia sueca, para algún despistado bien podría ser invierno, ya que los termómetros apenas superan los cero grados y todo está cubierto de nieve, pero hay un dato fundamental: es de día. A unos 250 kilómetros al sur del Círculo Polar Ártico y en fila de a uno, una hilera de motos de nieve se desplaza por el bosque interminable, cuya frondosidad hace casi imposible salir del estrecho camino.
De cuando en cuando, la ausencia de árboles y algún que otro inquietante crujido al paso del vehículo delata que estamos cruzando un río o un lago congelado y oculto por la monotonía blanca. De repente, Tommy, el guía, levanta el brazo para detener la marcha del grupo. Sin apagar el motor, se baja y comienza a escrutar el bosque. En una colina, entre los árboles, dos enormes alces miran hacia nosotros, probablemente sin distinguirnos, pues son notoriamente miopes. Su olfato y su oído son, en cambio, excelentes, pero el viento sopla a nuestro favor y el ruido de los motores de las motos de nieve parece no haberse grabado aún en su memoria genética de amenazas. Así que el encuentro con los imponentes animales, algo así como los búfalos de este lejano norte, se prolonga durante unos minutos. Tras unas horas de muy divertida conducción sobre la nieve, llegamos a nuestro destino mientras anochece de una manera extrañamente lenta. En una cabaña perdida en medio del bosque nos espera la respuesta a la mirada hambrienta que Tommy dedicara antes a los alces. Sobre el enorme hogar se asan lentamente las carnes de alce y de reno. Ambas están realmente deliciosas, aunque acabar de conocer a un congénere del que te estás comiendo le da un cierto toque agridulce... ¿o tal vez será la salsa de arándanos?
Y después de la cena llega lo mejor: una sauna casi asfixiante para poder meterse seguidamente en el jacuzzi caliente al aire libre -la temperatura exterior ronda los 15 grados bajo cero-. Sobre nosotros, un cielo poblado de estrellas y la estela dibujada de la Vía Láctea. Debe ser el snaps, pero hay que pellizcarse para recordar que no estamos en el Yukón o en Tierra de Fuego sino en Europa, concretamente a una hora de vuelo de Estocolmo y a 250 kilómetros del Ikea más próximo.
La pequeña ciudad de Skelleftea (se pronuncia "selefte") está situada en la desembocadura del río que le da nombre y es el punto de entrada a este paraíso salvaje. Su casco antiguo, el barrio de Bonnstan, proporciona una buena idea de lo que suponía vivir en Laponia hasta hace poco más de un siglo. A esta ciudad-iglesia construida en madera acudían cada domingo los campesinos de las granjas de los alrededores. Al menos uno de los miembros de cada familia debía asistir a la misa bajo pena de multa, aunque para aquellos que vivían a más de 20 kilómetros la exigencia era de una vez cada dos semanas. Como en aquellos tiempos no era posible ir y volver en el día, se construyó un pequeño pueblo para que pudieran pernoctar. Pero las primorosas casas de madera que salpican la nieve en Bonnstan eran también el lugar de reunión de unos vecinos separados durante meses por los rigores del invierno.
Allí se resolvían las trifulcas, se proponían matrimonios y se instalaba el mercado donde intercambiar los distintos productos. La propia iglesia, la más grande de Suecia construida en madera, acoge un pequeño tesoro de tallas medievales que testimonian la relación de la ciudad con los puertos alemanes de la liga hanseática. Con poco más de 35.000 habitantes, la Skelleftea actual es conocida sobre todo por ser el lugar de nacimiento de dos de los suecos más famosos de los últimos años: el escritor Stieg Larsson y la supermodelo Victoria Silvstedt. Pero más allá de sus ciudadanos ilustres -que, por otro lado, desarrollaron sus carreras lejos de estas tierras-, es una ciudad apacible que hiberna en sus numerosos restaurantes y cafés, mientras espera la llegada del verano para lanzarse a las calles durante 24 horas de sol. Sus habitantes presumen de disfrutar de un modo de vida desahogado, pero sin grandes ostentaciones. La razón les dice que es mucho mejor tener en el garaje un utilitario, una moto de nieve y un barquito para navegar en verano por el golfo de Botnia que un coche de lujo, por lo que apenas se ven turismos de alta gama. Y eso que precisamente las marcas alemanas automovilísticas de prestigio aprovechan las condiciones extremas del invierno lapón para probar las cualidades de sus nuevos modelos en las carreteras de la región y en lugares como el Skelleftea Driving Center, que se encuentra en una antigua base aérea que conserva los hangares subterráneos de la guerra fría.
Basta con salir unos pocos kilómetros de la ciudad para adentrarse en la taiga lapona y disfrutarla en libertad. En Suecia funciona el allemansräten, es decir, el derecho de libre acceso al campo. Por ello se puede esquiar, caminar, montar en bicicleta o cabalgar por prácticamente cualquier lugar, incluidos los de propiedad privada. También es posible acampar libremente, siempre que se esté a una distancia suficiente de las zonas habitadas, y recolectar aquellas bayas, setas o flores que no se encuentran protegidas. Solo hay que cumplir dos reglas fundamentales: no molestar y no destrozar.
El derecho de libre acceso ayuda a entender a una sociedad acostumbrada a abrirse paso por la selva de coníferas a base de motos de nieve, motosierras, rifles y neumáticos de clavos... La relación de los habitantes de Laponia con la naturaleza que les rodea no es precisamente la de unos abraza-árboles. Es más bien la de un hombre aún sometido a los caprichos de un entorno natural inmenso, feraz y salvaje, que no necesita de actitudes mojigatas para protegerse.
Un claro ejemplo es el Svansele Vildmarkscenter, que guarda multitud de animales disecados, desde urogallos hasta osos y linces, que escandalizarían a cualquiera mínimamente concienciado sobre las especies en peligro. Sin embargo, aquí éstas son tan abundantes que la gran mayoría de estos animales fueron víctimas de atropellos o de choques con el tendido eléctrico.
Con los alces disecados no ocurre lo mismo, que fueron cazados, al igual que otros cien mil cada año, en una fiebre que afecta a media Suecia cada otoño. La mística de su caza, que implica horas de rastreo silencioso por los bosques y supone un rito de iniciación para los más jóvenes, es solo uno de los atractivos de esta actividad que, además de poner a los suecos en contacto con su lado salvaje, les proporciona varias decenas de kilos de deliciosa carne por cada captura. No es nada personal y, de hecho, se trata de un animal tan querido que los habitantes de Skelleftea planean construir el alce de madera más grande del mundo sobre una colina que domina los bosques. Se podrá, aseguran, cenar alce en su cornamenta.
Si el interior salvaje de la región de Norrland impresiona, no lo hace menos su costa. En estas latitudes, el agua del golfo de Botnia es casi dulce, debido al abundante caudal de los numerosos ríos que desembocan en él, lo cual facilita su congelación durante los meses de invierno e incluso a comienzos de la primavera. Puede que el agua esté fría, probablemente no según el criterio sueco, o que en los restaurantes de los hoteles de la costera Pitea las parejas bailen desenfrenadamente los viejos éxitos del legendario grupo Abba, pero el caso es que la Riviera lapona es una de las más populares en Suecia. Y es que el golfo de Botnia se guarda un as en la manga que le permite competir hasta con las playas del Mediterráneo: el sol de medianoche.
Como alternativa invernal, el hotel Pite Havsbad cuenta con su propia playa cubierta, que incluye solárium con luz artificial y ofrece excursiones por el mar helado en su propio rompehielos. Resulta un tanto surrealista desplazarse en un barco por lo que parece un desierto helado, una sensación que se acentúa cuando un sami y su perro se aproximan al buque a bordo de una moto de nieve y el capitán baja la pasarela para que podamos pasear en medio del mar. Todo parece posible en el lado más salvaje de Suecia.
Los sami, indígenas europeos
Con una presencia continua desde hace al menos diez mil años, los sami son uno de los pocos pueblos que pueden declararse europeos de pura cepa. Y es que mucho antes de que el extremo norte de Escandinavia quedara dividido por las actuales fronteras nacionales existía ya la Laponia. Un topónimo que, como el apelativo lapón, procede de los conquistadores y tiene, por tanto, connotaciones negativas, por lo que se prefiere sami para el pueblo y Sapmi para el lugar que habitan y que abarca desde Noruega hasta los territorios rusos de la península de Kola. Actualmente hay unos 20.000 samis en toda Suecia. Aunque no sufrieron como otros pueblos un exterminio generalizado, la expansión hacia el norte del reino de Suecia trajo consigo la prohibición de sus creencias chamanísticas y la marginalización de su lengua. Con todo, gran parte de la cultura sami pervivió hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, cuando comenzó el reconocimiento de su condición indígena y de sus distintos dialectos.
Así, el pastoreo de renos es aún hoy una de las principales actividades económicas de los sami y una presencia constante en Laponia. Teniendo en cuenta que el reno es un animal semidomesticado, esta práctica consiste, más bien, en seguir a las grandes manadas en su búsqueda de pastos. Motos de nieve e incluso helicópteros asisten ahora a estos pastores que recorren miles de kilómetros al año. Para algunos observadores se ha perdido el encanto de una actividad tradicional realizada a pie o con esquís. Pero la vida en Laponia ya es bastante dura y para tipismos, los sami ya cuentan con siete estaciones, cientos de palabras para la nieve y el hielo, y un canto, el yoik, con el que mágicamente captan la esencia de personas, animales y paisajes.
Panes, arenques, salmón, alces y renos
La cocina sueca se fue construyendo sobre el desarrollo de diversas técnicas de conservación, especialmente en zonas como Laponia, ya que éstas permitían tener la despensa llena durante los largos inviernos. De ahí los quesos curados que mejoran con los años, los diversos tipos de pan de larga cocción, los salazones de pescado, como el gravlax (salmón con eneldo, sal y azúcar), o las frutas del bosque conservadas en mermeladas y salsas. También de esta tradición provienen las cientos de maneras que tienen de preparar el plato nacional, el arenque del Mar del Norte, que se sirve acompañado de pan, mantequilla, queso y los snaps, chupitos con ritual. Las carnes de reno y alce saben mejor cuando se hace en la muurikka (una especie de wok que se coloca sobre el fuego de leña) y se acompaña de knäckebröd (pan de centeno) y salsa de arándanos. Entre los productos del mar, uno de los más apreciados es el caviar de Kalix. En esta zona, la desembocadura de cuatro ríos produce las corrientes de agua dulce donde nada el corégono blanco, un primo del salmón cuyas huevas son una de las delicatessen de la nueva cocina sueca, con chefs famosos como Marcus Samuelsson.
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