El tren que viaja entre volcanes

Desde la pegajosa costa del Pacífico hasta las cumbres nevadas de los Andes, desde Guayaquil a Quito a través de la accidentada geografía ecuatoriana, con ascensos de 3.600 metros y descensos al nivel del mar. Una ruta bendecida por bellezas naturales: volcanes, ríos, lagos, montañas y la mítica Nariz del Diablo, a bordo de un tren decimonónico con el sabor de los viajes de antaño.

La mítica Nariz del Diablo
La mítica Nariz del Diablo / Menchu Redondo

"Es el demonio vomitando humo". Cuentan que de esta guisa recibieron la llegada del ferrocarril, a principios del siglo pasado, aquellas remotas poblaciones indígenas perdidas en los pliegues de los Andes. Había nacido el tren en la llamada mitad del mundo e irrumpía con su chirrido sobre raíles, con su vieja bocina de vapor, entre el estupor y el miedo de unas comunidades aisladas para las que esta máquina solo podía ser la encarnación de un progreso que llegaba desde lejos, señoreándose entre ríos, lagos y montañas. No era tarea fácil en esta tierra de malos caminos, como se apodaba a Ecuador en la colonia. La tierra telúrica de un país nacido del fuego e hilvanado de majestuosos volcanes. La tierra con una de las orografías más complejas del planeta. Por eso esta empresa había sido el sueño del general Eloy Alfaro, considerado el mejor ecuatoriano de la historia. En sus hazañas, entre las que figura la abolición de la esclavitud, el voto de la mujer o la instauración de la educación laica, se contaba también el deseo de conectar la costa con la sierra, el Pacífico tropical con la gélida cordillera andina, encendiendo ya de paso la esperanza de modernidad en la nación.

El ferrocarril ecuatoriano, terminado allá por 1908, no solo remató este sueño sino que también propició algo que la naturaleza jamás habría permitido: la liberación del yugo de unas cumbres que dificultaban la integración de las regiones, la unión de dos polos que desafiaban alturas de vértigo. Hoy, muchos años después, el tren vuelve a abordar este viaje que va desde Guayaquil a Quito (y viceversa), tras décadas de abandono en las que había que conformarse con determinadas rutas cortas... y con los viajeros apretujados en el techo de los vagones de carga. Una experiencia que en nada se parece a la que propone ahora el que ha sido rebautizado con el nombre de Tren Crucero: un elegante ferrocarril con el sabor de antaño que incluye no solo alojamiento en haciendas desperdigadas por el trayecto sino también excursiones y recorridos guiados.

El pasado y el presente del país con la mayor biodiversidad del mundo por metro cuadrado desfilan por esta ruta legendaria que, con poco más de un año de funcionamiento, ya ha sido encumbrada por la World Travel Market (la prestigiosa feria que se celebra cada año en Londres) como el mejor producto turístico fuera de Europa. Razones no faltan para tal título. Cuatro días de duración y 450 kilómetros de travesía dan para demasiado: llanuras, montañas, volcanes, parques naturales, caminos zigzagueantes, ríos, selvas y pueblos escondidos. Pero también joyas patrimoniales, mercados con artesanías, museos de huellas multiétnicas y una gastronomía autóctona digna de reconocimiento universal. El tren, que por la dificultad de su construcción fue catalogado en su día como el más extremo del mundo, es también hoy, a todas luces, el tren más hermoso del mundo.

La salida de Guayaquil

Lento, como ha de degustarse el paisaje, el recorrido se inicia con una auténtica locomotora a vapor barnizada de romanticismo (más tarde se cambiará por otra de funcionamiento diésel apta para el desnivel). Y lo hace a la altura del mar desde la estación de Durán, a pocos kilómetros de Guayaquil, recostada a orillas del río Guayas. Una ciudad, la más grande y poblada de Ecuador, que ha asistido a una espectacular regeneración urbana: de una cloaca sobre manglares a una metrópoli dinámica y moderna, cuajada de espacios culturales y animada vida nocturna. El flamante Malecón 2000, el barrio de Las Peñas y sus casitas de colores, el Mirador de Bellavista o la Plaza del Seminario colonizada por iguanas dan cuenta de este lavado de cara, como también lo hace el exclusivo Samborondóm, el impecable complejo donde residen los pelucones, que es como se llama en Ecuador a la clase adinerada.

Ya en el tren, habrá tiempo de acomodarse a lo largo de sus cuatro vagones para empaparse del ambiente tropical de este tramo salpicado de plantaciones de banano, mango y piña, una de las regiones más productivas que, poco a poco, va mudando de piel: del calor pegajoso de la costa al frescor de los arrozales con los campesinos hundidos hasta las rodillas; de los espigados pisos de la ciudad a las casonas de madera sobre soportales de caña. Campos inmensos a veces interrumpidos por poblaciones como Milagro, donde los lugareños se arremolinan ante el paso del tren, saludan con entusiasmo e incluso disparan fotos a lo que creen un acontecimiento.

En Bucay, ya a los pies de los Andes, el ferrocarril detiene su marcha para recorrer la plantación de cacao de la Hacienda San Rafael y admirar los procesos que dan lugar al famoso chocolate de Ecuador, entre los más exquisitos de América. Pero habrá que desplazarse a la ribera del río Limón para vivir una aventura atípica. Aquí, una comunidad de indios shuar, emigrados hace setenta años desde la cuenca amazónica, mantiene sus costumbres ancestrales: los rostros pintados de rojo, el atuendo con plumas de tucán y las danzas tradicionales con las que dan la bienvenida, mientras agasajan al visitante con chicha de yuca, maduro y chonta.

Al tren, que vuelve a retomarse cada mañana tras hacer noche en lujosas estancias, aún le queda lo mejor del trayecto. A partir de este momento, las llanuras desaparecen para dar paso a los bosques nublados y el paisaje irregular de las alturas, a las poblaciones indígenas ocultas en los nudosos Andes, a los hombres y mujeres abrigados con coloridos ponchos. El río Chanchan acompaña el camino hasta el mayor hito de la travesía:la mítica Nariz del Diablo, una pendiente de roca a 1.900 metros de altitud, por cuyas faldas transita el Tren Crucero o más bien avanza y retrocede en un vertiginoso zigzag. La construcción de este tramo al filo de la montaña (para el que hubo que emplearse dinamita y sortear las picaduras de serpientes, entre otros peligros) justifica el sobrenombre del tren más difícil del mundo.

La "avenida de los volcanes"

Desde los ventanales panorámicos del ferrocarril o, si hay valor, desde la terraza abierta, se despliega la cordillera ecuatoriana, una buena parte de lo que el científico alemán Alexander Von Humboldt calificó como Avenida de los Volcanes, ese corredor interandino que serpentea entre más de setenta volcanes paralelos (27 de ellos aún activos) a lo largo de 300 kilómetros. Una cordillera que alcanza su altura máxima en el Chimborazo (6.310 metros), el volcán activo más alto del mundo y el punto más alejado del centro de la Tierra. A sus faldas se agarran campos de cultivo de quinua, papa o maíz, parches multicolores que son trabajados por los indígenas, cuya presencia se hace sentir en las poblaciones que salen al paso: Alausí, con sus casas republicanas protegidas por la estatua de San Pedro; Guamote, donde se celebra la pintoresca feria de artesanía, o Colta, donde descansa la iglesia más antigua de Ecuador, la Balbanera, construida por la expedición de Pizarro en 1534. Después llegará la estación de Urbina, aferrada a sus 3.609 metros sobre el nivel del mar. Allí se vive un momento especial: el encuentro con Baltazar, el último hielero del Chimborazo, que continúa subiendo a las faldas del volcán para extraer los bloques y, envueltos en paja, transportarlos hasta el mercado de Riobamba, donde una creencia dice que es bueno para los huesos... y también para la resaca o chuchaqui, como dicen en Ecuador.

En los vagones, el tiempo pasa veloz desde los cómodos sofás, o en la acogedora cafetería donde una tripulación amabilísima estará dispuesta a ofrecer un buen trago. Por eso cuesta saber que se acerca el final, la visita a la plantación de rosas de Cunchibamba y el senderismo por el Parque Nacional de Cotopaxi, cerca del lago glaciar Limpiopingo.

Ya en Quito, existe tanto que explorar que no queda tiempo que perder. Aguarda el encanto irresistible de una de las más bellas ciudades coloniales, con el casco histórico más intacto de Latinoamérica y renovados barrios donde aspirar la esencia más trendy. Y aunque la magia de esta urbe entre volcanes atrapa, siempre queda el recuerdo del Tren Crucero y su traqueteo como música de fondo.

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