Las dos caras del Este, Tallin

Coronada por la colina de Toompea, surcada por callejas empedradas, protegida por sus murallas y adornada por abundantes iglesias y edificios medievales, la Vieja Tallin evoca el pasado nada más mirarla. Pero la ciudad también tiene una cara moderna y la exhibe en sus restaurantes, bares y en edificios de última generación, como el Museo de Arte Kamu.

tallin00
tallin00 / Luis Davilla

Es la una de la madrugada en Tallin, la capital de Estonia, la más norteña de las repúblicas bálticas, pero la enorme claridad que aún hay en el cielo hace difícil creerlo. Y es que el estío está en su cenit y en este septentrional rincón de Europa, aunque no llega a producirse el fenómeno del sol de medianoche, la oscuridad tampoco logra reinar del todo. De hecho, en esta época del año el astro rey apenas desaparece cinco horas de escena, volviendo enseguida a estar en plena función.

Me dirijo a la Vieja Tallin, el casco histórico de la ciudad, y nada más cruzar al espacio intramuros por su acceso principal, la Puerta Viru, enmarcada por dos consistentes torreones de tronco circular y tejado cónico, comienzo a respirar aires del pasado. A ello contribuye sobremanera la uniforme y bien cuidada arquitectura -aunque sufrió graves daños durante la Segunda Guerra Mundial-, con edificios de no más de cuatro plantas y cubiertas a dos aguas de pronunciada pendiente para evitar que se acumule la nieve.

También me ayudan a evocar épocas pretéritas una cena medieval pantagruélica en el concurrido restaurante Olde Hansa, la existencia de callejones de pétreas paredes, como el de Catalina, animados ahora por cafés y tiendas de artesanía decorados con gusto exquisito, o las bonitas fachadas de lo que antaño fueron mansiones de mercaderes o sedes de los diferentes gremios. Entre ellos el de San Olaf, que agrupaba a quienes realizaban los trabajos peor considerados: sepultureros, carniceros, curtidores de pieles...

Varias de estas instituciones se levantan a lo largo de la empinada calle Pikk, o cuesta de la Pierna Larga, que atraviesa buena parte del casco antiguo conectando el puerto de esta ciudad, bañada por las aguas del Golfo de Finlandia, con la colina de Toompea, donde a lo largo de los siglos se ha concentrado el poder local. La coronaba ya en el siglo XI un pequeño fuerte de madera, más tarde se levantó en el sitio un castillo de piedra y hoy se yergue en el enclave un rosáceo y barroco palacio que acoge al Parlamento Nacional estonio.

Frente a éste se levanta la catedral de Alexander Nevsky, que, con el estilo característico de las iglesias ortodoxas rusas, no agrada demasiado a los estonios, para quienes el edificio representó en el momento de su construcción, allá por 1900, el poder de los zares sobre su territorio.

A los que sí parece gustar es a los miembros de la amplia comunidad rusa que aún reside en el país -en Tallin, el 35 por ciento de los habitantes tiene ese origen-, a pesar de no tenerlo nada fácil. Llegados desde otras repúblicas soviéticas durante los años de dominio comunista -desde 1945 hasta la independencia del país en 1991- para trabajar en la industria local, los rusos residentes en Estonia se enfrentan ahora a problemas de difícil solución. Baste como ejemplo que los estonios no están por la labor de hablar el idioma impuesto durante décadas y la mayoría de los rusos son ahora demasiado mayores para ponerse a estudiar la lengua local. Quizás por ello un amplio porcentaje se concentra en determinados barrios periféricos y edificados durante la era soviética, donde trabajan o compran en su idioma natal. Pero pronto descubro que los rusos sólo han sido los últimos de una larga lista de extranjeros que han dominado el territorio estonio y su capital a lo largo de los siglos. Daneses, alemanes, suecos, la Rusia zarista, los nazis, la Rusia soviética..., todos han pasado por aquí. En realidad, basta pasear hoy por las encantadoras calles empedradas del casco antiguo para saborear esa larga historia plagada de ataques fallidos, de invasiones exitosas y de los consecuentes esfuerzos defensivos. Y, claro está, lo primero que llama la atención son las fortificaciones medievales, de las que aún quedan, y en muy buen estado, casi dos kilómetros de imponentes muros de tres metros de espesor y unos 15 de altura. También sobreviven más de 20 torres de las 46 que se levantaron en la ciudad entre los siglos XII y XVI.

Un buen enclave para contemplar la urbe intramuros es el Jardín del Rey Danés, uno de los agradables miradores encaramados en la cima de Toompea. Desde todos ellos, los esbeltos y blancos campanarios de las iglesias -en su mayoría luteranas- y la singular torre del Ayuntamiento gótico -uno de los mejor conservados del norte de Europa y en cuya plaza, que marca el centro de la ciudad, confluyen numerosas calles- destacan por encima de los tejados rojizos del resto de construcciones de la vieja Tallin, que se extiende justo a los pies de la colina.

También se aprecian mejor desde las alturas los torreones que rematan las murallas. Son verdaderos bastiones defensivos, pero, por si acaso su robustez no era suficiente para detener el avance de los invasores, los lugareños las bautizaron con nombres capaces de despistar hasta al más audaz atacante. Así, la torre de la Doncella, es decir, de aquella mujer que no ha conocido varón según su nombre indica, era en realidad una prisión de prostitutas. Y, por supuesto, habría que oír la solemne carcajada de enemigos como el mismísimo Iván El Terrible, que intentó conquistar la ciudad en 1570, al saber que una de las bazas de los habitantes de Tallin para defenderse era una tal Margarita la Gorda. Claro que la risa se tornaría pronto en pavor al descubrir que la susodicha Margarita era un potentísimo cañón situado en el torreón homónimo, uno de los más robustos del perímetro amurallado. El caso es que el temido zar se retiró cabizbajo tras sitiar infructuosamente la ciudad durante 30 semanas.

Y si todo lo anterior fallaba, los locales aún podrían sacarse un último as de la manga para frenar a los invasores: aliarse con los fantasmas, que los hay. Para toparse con ellos lo mejor es elegir una noche cualquiera, esperar a que cierren los restaurantes y los bares de la Vieja Tallin y perderse por sus callejas. Entonces, aunque no haya un alma, es posible que se escuchen pisadas sospechosas, gritos, jolgorio... Al menos eso dicen los vecinos de la casa situada en el número 16 de la calle Rataskaevu, donde el diablo asistió una vez a una boda y lo pasó tan bien, que regresa a menudo; o los de la Torre del Cojo, en la que se han aparecido, según cuentan, personajes de dudosa existencia.

El miedo que provocan no es como para huir, pero sirve de excusa para abandonar la zona amurallada y conocer la otra cara de Tallin. Y es que más allá de los muros y del cinturón verde de parques que los rodea casi por completo hay también mucho por ver. Así, se pueden admirar los barrios de Kalamaja y Kopli, al noroeste, jalonados por casas de madera que en su día acogieron a obreros y hoy convertidas en refugio para bohemios. O las más elegantes mansiones, también de madera, del distrito de Kadriorg o Valle de Catalina, llamado así por Pedro El Grande en honor a su esposa y elegido por la pareja en 1718 para levantar allí, en medio de la arboleda, su residencia de verano, el palacio barroco de fachada rosada que hoy acoge el Museo de Arte Estonio.

Por el paseo que bordea el Báltico llego hasta el barrio de Pirita para visitar las atractivas ruinas del convento de Santa Brígida, cuya fantasmagórica y triangular fachada gótica sobrevive desde hace siglos sin el apoyo de sus antiguas paredes.

También hago un alto en la agradable playa de la ciudad, cuyas aguas albergaron las pruebas de vela durante los Juegos Olímpicos de Moscú (1980). Un cartel naranja clavado en la arena me devuelve de golpe al presente, pues anuncia que aquí, como en casi todos los rincones del país, existe wi-fi gratuito. No en vano los estonios, inventores del sistema Skype que abarata las llamadas de teléfono a través de Internet, son de los ciudadanos europeos con mayor acceso a la red y a los teléfonos móviles. Aprovecho la circunstancia y así, mirando al Báltico, envío un mensaje a mis amigos para animarles a visitar, en cualquier momento del año, esta ciudad de cuento.

En la ciudad:

Plaza del Ayuntamiento. Presidida por el edificio que le da nombre y animada por restaurantes y, en verano, por numerosas terrazas, es el corazón de la ciudad antigua y punto de encuentro.

Jardín del Rey Danés. En la ladera de la colina de Toompea, es un rincón encantador y con muy buenas vistas.

Catedral Alexander Nevsky. De culto ortodoxo, muestra en su arquitectura una clara influencia rusa y domina la ciudad con sus cúpulas de color negro. Su construcción fue encargada por el zar Alejandro III y fue inaugurada en 1900.

Calle de la Pierna Larga. Una de las vías más emblemáticas y bonitas de la ciudad antigua, conecta el puerto con la colina de Toompea.

Kadriorg y Palacio de Pedro el Grande. En un precioso jardín se levanta el palacio del citado zar, de estilo barroco. En su interior, el Museo de Arte, donde se exhiben obras de artistas italianos, holandeses, alemanes, rusos... de los siglos XVI al XIX. Merece la pena pasear por los alrededores, donde se pueden ver elegantes mansiones de madera.

Ruinas del convento de Santa Brígida. En el barrio de Pirita, aunque presenta un estado ruinoso, el convento está rodeado de vegetación y con su fachada casi intacta, lo que resulta muy bello.

Museo de Arte Kumu. Se trata de uno de los edificios más modernos y originales de la ciudad de Tallin, con estructura de piedra caliza y cobre, y terminaciones redondeadas. Se terminó en el año 2006 y hoy acoge a la Galería Nacional y a un Centro de Arte Contemporáneo.

Museo de las Ocupaciones. Es un lugar idóneo para repasar la historia más reciente del país, según la versión de los propios estonios. A través de objetos cotidianos, documentos escritos y archivos de imágenes, se recorren los años que van desde 1940 a 1991, es decir, los periodos de las ocupaciones nazi y soviética, y hasta la independencia.

Fuera de la ciudad:

Museo al Aire Libre de Rocca al Mare. Para conocer más sobre Estonia y su mundo rural, es recomendable acercarse al Museo al Aire Libre, situado a pocos kilómetros al noroeste del centro urbano, en la zona conocida como Rocca al Mare. Por un precioso bosque se levantan construcciones tradicionales, desde casas a molinos, pasando por un colegio o una taberna, características de diversas regiones de Estonia. Para darle mayor realismo, figurantes vestidos con los trajes propios del siglo XIX deambulan por el complejo. A la entrada del amplio recinto proporcionan un mapa muy práctico para ver todo sin perder el rumbo.

Parque Nacional Lahemaa. Es un espacio protegido que abarca sectores de costa y bosque. Además de bonitos paisajes, incluidas enormes rocas redondeadas traídas hace miles de años hasta el litoral estonio por el hielo procedente probablemente de Finlandia, el parque esconde mansiones abiertas hoy al público como museos, como la de Palmse.

Síguele la pista

  • Lo último