Alto Amazonas, las fuentes de la selva

La Amazonia peruana es una de las áreas con mayor biodiversidad y endemismos del planeta, además de una región con muy baja densidad de población. Este viaje recorre un itinerario lleno de sorpresas y lugares increíbles donde habitan los hijos del Alto Amazonas: 400 km por los ríos Huallaga y Marañón, desde Yurimaguas hasta Iquitos, la capital de esta región única.

Alto Amazonas, las fuentes de la selva
Alto Amazonas, las fuentes de la selva

Hacia las dos de la tarde, el sol aparece sobre el río Huallaga. La lancha lleva casi cinco horas descendiendo por este afluente del Marañón desde que abandonara Yurimaguas, la última ciudad comunicada por tierra con el resto del Perú: a partir de ahí, la vegetación se adueña del resto del territorio. Por eso, a la altura de Arahuante, una comunidad remota en el Estado de Loreto, el lanchón que sigue avanzando hacia Iquitos se detiene a recogera pobladores del ombligo de la selva. Es su único modo de transporte y, de alguna manera, su única conexión con la civilización.

Guía del Alto Amazonas
Guía del Alto Amazonas

Es la época de lluvias y el agua, que hace que la anchura de este río de por sí grande estire su amplitud hasta alcanzar la puerta de las casas, también hace difíciles las maniobras para subir y bajar pasajeros: con sus fardos, su carga, sus pertenencias, su familia... Pero el viaje ya ha comenzado y hemos abandonado hace unas horas Yurimaguas, una ciudad fundada hace exactamente 150 años. La ruta comienza en este puerto cuyo ajetreo se respira desde antes del amanecer. Todo lo que llega a la selva sale desde Yurimaguas: comida, motocicletas, pobladores, animales... Y las barcas, a veces con motores rápidos -como la que elegimos para esta travesía- o inmensos lanchones de tres plantas, son la mejor opción para quien esté dispuesto a viajar entre verduras y la realidad del Alto Amazonas, una de las siete provincias que integran el Departamento de Loreto. Iquitos, la capital de todo el departamento, es nuestro destino final. Mientras las maderas que suben a las decenas de barcos de la orilla del río en Yurimaguas crujen por el continuo subir y bajar, y familias enteras esperan dormitando, la embarcación metálica de 15 metros va llenándose. Por delante quedan más de 400 kilómetros hasta Iquitos, río abajo, que en avión nos llevaría menos de una hora. Esta travesía, varios días. El motor comienza a rugir y desprende un humo blanco a borbotones. La lancha se despega de la pasarela y comienza a sonar una música estridente mientras Yurimaguas, con el rastro de olor a gasolina, se va quedando atrás.

Pacaya Samiria, un alto en el camino

Pocas millas antes de que el río Huallaga desemboque en el río Marañón, un afluente del río Amazonas cuyo caudal sobrepasa al inmenso Huallaga, el poblado de Lagunas espera a que los generadores eléctricos funcionen para iluminar sus casas: el aislamiento de estas latitudes hace que no llegue el cableado desde la última frontera de la civilización, en el puerto que hemos dejado atrás hace ya unas cuantas horas y más kilómetros. Lagunas es una de las puertas más célebres a la Reserva Nacional Pacaya Samiria, un área de bosque tropical húmedo cuya superficie es equivalente a toda la extensión de la Comunidad Valenciana. Y aunque la mayoría de los turistas se pierden una de las zonas más auténticas de la selva debido a su difícil acceso, este poblado de caminos de tierra y casas frágiles refleja el estilo de vida de estas latitudes.

Desde el puerto de Santa Rosa de Tibilo, Reyner acerca la canoa con la que recorreremos, durante tres días, el oeste de este inmenso museo natural en el que conviven más de 100 clases de mamíferos, 500 de aves, 58 de anfibios, 69 de reptiles y 1.025 especies vegetales: el paraíso.

Estamos en el mes de marzo y el pequeño riachuelo Tibilo, que en la época seca es apenas un hilo de agua, ahora se ha extendido hasta los pies de este puesto de guardia. Unos cientos de metros más abajo, tras unas cuantas paladas, llegamos al río Samiria, por el que nos deslizamos a remo y nos cruzamos con algunos lugareños. En la inmensidad de esta área protegida en la que habitan unas 40.000 personas en una estrechísima relación con su entorno hay comunidades nativas, como las 120 de los cocoma, un grupo indígena cuyo modo de vida se detuvo en el tiempo.

Al final del día, tras almorzar en un puesto de control que previene de los cazadores furtivos, llegamos a Poza Gloria. La abundancia de agua aquí también se manifiesta: del campo de fútbol donde viajeros y cuidadores disfrutan las horas solo se ve el larguero de la portería. Así que el pequeño muelle, que da acceso a unas habitaciones demasiado ventiladas y a una cocina donde ya por la noche cocinaremos pirañas, está elevado por el agua. Wellington lleva ocho días cuidando el albergue, que hace las veces de puesto de control. Dentro de dos días dará el relevo a otro compañero: a cambio de proteger la reserva, se les permite llevarse unos cuantos kilos de pescado que van consiguiendo en las trampas que colocan y que, en cada atardecer, van a desentrañar de las redes y rebozan en sal para conservar hasta su regreso a casa: no hay frigoríficos, ni ventiladores, ni luces. En esta jungla protegida, los pedazos de madera abrasan las cazuelas y las velas alumbran el anochecer. Por el día, los grillos y las cigarras provocan un continuo manto de sonidos chirriantes, pero de noche a la orquesta se suman las ranas y se repliegan las aves, que comienzan de nuevo su función al amanecer.

Jaguares, panteras y anacondas

Wellington ya ha recogido palometas y sábalos para desayunar y freímos plátano para acompañar. Y trae otro cubo de pescados, pirañas incluidas, que tiempo atrás le desgarraron un dedo y ahora enseña la inmensa cicatriz. Estos peces carnívoros, cuyas mandíbulas dan miedo, están acostumbrados a morder el lomo de otros peces, así que darse un chapuzón saltando desde la plataforma de madera tiene algo de heroico para el viajero inocente. A uno le consuela que, en principio, estos peces no ataquen al ser humano. En estas aguas también hay cocodrilos o inmensas anacondas de más de diez metros de largo; jaguares y panteras que, de noche y en temporada seca, husmean en los lechos de los ríos. Pero ahora toda la reserva es un inmenso charco y el laberinto de ríos -el Samiria, el Pacaya y el Yanayacu-, con sus respectivos afluentes y más de 85 lagos, son una enorme masa de agua y los mamíferos buscan las zonas secas y los peces están más dispersos. Y Wellington se queja porque en las trampas no hay suficientes animales para el desayuno de todos.

A cambio, en el trayecto de la siguiente mañana hasta Poza Hermana sigue nuestro rastro una pareja de delfines rosados que saltan, nos adelantan y desaparecen momentáneamente para resurgir de nuevo. Estos delfines de río, que en la época lluviosa atraviesan toda la reserva, representan una de las estampas más conocidas de esta parte de la selva amazónica. En este descenso, los alrededores también están plagados de vida que el guía advierte a cada instante, desde inmensas iguanas y tarántulas que descansan en las ramas hasta serpientes en la vegetación, pasando por las aves que revolotean entre los árboles y los monos encaramados a las copas de las palmeras. Pero debajo de un agua borrosa y manchada de barro también está el misterioso manatí, el inmenso paiche -popular por su peso, de hasta 250 kilogramos-, el ruidoso lobo de río o las tortugas gigantes. Un infinito patrimonio oculto. En Pacaya Samiria, el anochecer no se puede combatir artificialmente, por lo que el sueño se extiende lo mismo que la ausencia de luz. Nos tumbamos en el embarcadero y Miguel Gonzáles, presidente de la principal empresa de turismo de Lagunas y que ha venido a traer una radio nueva al puesto, se va a quedar a dormir. Entonces comienza a hablar de algo que escuchó acerca de las estrellas, que dibujaban una forma en el cielo. En estas áreas el cielo está limpio y parece que más cerca del suelo. Y la Osa Mayor se ve perfectamente.

Iquitos, la meta final

Tras regresar a Lagunas desde la reserva natural -una visita que puede durar tres días o un mes, según la extensión que se quiera recorrer-, llega al poblado la lancha rápida que salió la noche anterior de Yurimaguas. A la embarcación fueraborda se acerca un ejército de vendedores de comida que tratan de colocar sus productos entre los pasajeros que llevan toda la madrugada de viaje. Además de los pasajeros, el bote lleva un cargamento de comida destinado a las profundidades de la región. Actualmente se está proyectando una carretera hasta Lagunas, algo que perjudicará al puerto de Yurimaguas y a la naturaleza, pero que beneficiará a las poblaciones aisladas. Poco después de Lagunas, el río Huallaga se funde en el inmenso río Marañón. Los poblados de casitas de madera y tejados precarios se suceden hasta llegar a Nauta, el último puerto desde donde, ya por tierra, llegaremos hasta Iquitos en poco más de una hora. Es una buena manera de recortar los casi 200 kilómetros del sinuoso río Marañón que quedan hasta la ciudad, pero poco más de cien por un camino transitable que resucita después de dos días completos de navegación en una embarcación rápida y que, dependiendo del barco, puede llegar hasta los cinco o seis días.

Iquitos es una ciudad remota, pero siempre lo fue mucho más. Está situada en las profundidades de la selva y la única manera de acceder a este territorio donde siempre vivieron las etnias indígenas iquito y yameo es por aire o agua. Situada entre Perú y Brasil, su historia conocida comenzó a escribirse a mediados del siglo XVIII con el nombre de San Pablo de los Napeanos, tras el establecimiento de una misión jesuita. Cuando en el año 1842 la ciudad se convirtió en distrito, había solo 200 personas. Hoy Iquitos es una gran urbe de medio millón de habitantes a orillas de los ríos Amazonas, Nanay e Itaya, y que conoció su apogeo a finales del siglo XIX gracias a la industria del caucho.

Desde primera hora de la mañana, el ajetreo es incesante, ya que constituye el puerto fluvial más grande del Amazonas. El comercio en esta ciudad fronteriza es constante y las tiendas de ropa, motocicletas, electrónica y artesanías configuran un paisaje que cuesta pensar lo aislada que se encuentra. Iquitos no es ajena a esa belleza que la rodea, pero además tiene en su interior un gran patrimonio arquitectónico y cultural. El más representativo es la llamada Casa de Fierro, situada en uno de los costados de la Plaza de Armas y cuya historia tiene varias carambolas, ya que fue diseñada por Gustave Eiffel y expuesta en la Exposición Internacional de París de 1889. La casa llegó a Iquitos a bordo de un trasatlántico, ya que fue comprada por un rico asistente, y entró en barco por Brasil hacia Iquitos, pero con rumbo a otro departamento peruano. Sin embargo, las aguas del río estaban bajas y el traslado no se pudo completar. Un empresario del caucho la compró y la instaló aquí como vivienda, aunque esta mole de hierro hoy acoge varios pequeños comercios y una cafetería en su planta superior. Muy cerca de allí, en otra de las esquinas de la Plaza de Armas, centro social y cultural de la población donde un obelisco rinde homenaje a los héroes nacionales de la Guerra del Pacífico, se halla la Iglesia Matriz, la catedral neogótica de Iquitos y cuyos rosetones coloridos resplandecen en la oscuridad. Construida en 1919, la torre fue levantada poco después y se le incrustó un reloj traído de Suiza cuando la ciudad ya había comenzado su decadencia, allá por 1914. Pero esa torre significa uno de los símbolos de la ciudad, pues se alza 20 metros y se adivina desde lejos. En su interior se hallan varias pinturas y murales, aunque destaca la que el artista amazónico César Calvo de Araujo creó en el altar mayor: una obra que combina las apariciones con la evangelización por parte de misioneros.

La herencia del caucho

El centro histórico de Iquitos también abarca otros destacados edificios. El antiguo Hotel Palace está en el Malecón Tarapaca, detrás de la Plaza de Armas y al borde del río. Se trata de un gran edifico que también representa los años de la fiebre del caucho, inaugurado en 1912 bajo la influencia modernista catalana y que alojó a acaudalados viajeros y comerciantes del siglo pasado. Su edificación contó con materiales traídos de Europa: mármol de Carrara, balcones de hierro de Alemania y azulejos de Sevilla son algunas de las huellas que los breves pero intensos treinta años de la industria del caucho dejaron; una influencia que también marcó la Casa Cohen, construida por un europeo judío en 1905 que comenzó a exportar caucho y participó en la burbuja del material y que actualmente es otro de los símbolos de aquel esplendor.

A pesar de la conservación de algunos edificios, las fachadas de azulejos que también marcaron un estilo durante aquel apogeo han sufrido las penurias de los años y el clima tropical. Los azulejos, españoles y portugueses, fueron una marca identificativa de una ciudad que en 1898 mantenía una línea directa de barco con Liverpool. Hacia 1914 el negocio del caucho se movió al sudeste asiático y la ciudad entró en un olvido que resucitó tres décadas después cuando se comenzó a explotar petróleo en la zona. Una manera de regresar a ese pasado es una visita al Museo Amazónico, a muy pocos pasos del viejo Palace y que, aunque con apenas dos décadas, el edificio que lo alberga se levantó en 1868. Así, una muestra permanente de fotografía recuerda el esplendor de la industria que llevó al desenfreno de Iquitos, pero el recorrido comienza mucho más atrás, con las culturas originarias que aún resisten a pesar de los años. Las 80 esculturas de vidrio que representan las etnias amazónicas son su mayor homenaje.

Varias de esas comunidades que viven en los alrededores se pueden visitar. Apostadas a la orilla de los ríos o en lugares profundos, su cultura poco tiene que ver con la herencia europea que hizo crecer a Iquitos desde que tres buques llegaran en 1860 con las piezas para instalar la Factoría Naval. Pero esas expresiones culturales no están cerradas únicamente a comunidades apartadas como los cocamas, los witotos, los ticuna o los yaguas. Muchos viajeros llegan aquí buscando experiencias místicas conservadas en la sabiduría ancestral de los indígenas, desde ceremonias religiosas hasta ingestas de pócimas visionarias como la ayahuasca.

A la mayoría de los atractivos turísticos de la ciudad se puede llegar a pie o en cualquiera del enjambre de mototaxis que atiborran la ciudad. A los pueblos de Nina Rumi o Llanchama, algo apartados de la ciudad y a orillas del río Nanay, se puede llegar con este medio de transporte para, después, recorrer los alrededores, donde encontraremos la vida local sin la invasión masiva del turismo. Otros lugares, como el complejo de la laguna Quistococha, 14 kilómetros al sur de la ciudad, también son destinos habituales. Una playa acondicionada sirve como reclamo de un entorno protegido y formado por una amplia variedad de vegetación y aves, además de un zoológico con 70 especies rescatadas.

Pura esencia amazónica en el mercado de Belén

Al barrio de Belén, en Iquitos, diez calles de la Plaza de Armas de distancia, se recomienda llegar en mototaxi y al amanecer. Se trata de un barrio humilde que en época de lluvias está totalmente anegado por el río Itaya y donde la población se mueve en barca. Las casas están construidas sobre plataformas o pilares de madera que suben o bajan al ritmo de las aguas hasta quedarse, en la temporada seca, a ras del suelo. Un paseo en una de las barcas con un guía local, generalmente chicos del barrio que esperan en el muelle buscando turistas, aporta una idea de la rutina del barrio en el que hay escuelas, bares, tiendas y viviendas. Pero, sin duda, el mercado de Belén es uno de los iconos más populares de todo el Amazonas, ya que a medio camino de la Plaza de Armas y el barrio de Belén concentra un sinfín de productos amazónicos en el que se respira la cultura popular. Aquí, al contrario que muchos otros mercados, se sigue manteniendo una esencia auténtica. En este recorrido de una mañana asfixiante por los 1.500 metros cuadrados de puestos y comida cuesta moverse entre la multitud. Según un periódico local, todos los días se juntan más de 150 comunidades nativas para vender una variedad de productos que ronda los 400, la inmensa mayoría de la zona y -huelga decir- totalmente naturales. Las frutas, vegetales, carnes, animales vivos o pescados amazónicos, algunos crudos, otros humeantes, generan un aroma único e impactante en el ambiente y un recuerdo imborrable. Este mercado, uno de los más singulares de todo el país, es una manifestación de la diversidad no solo de Perú sino de una selva que sigue siendo, en gran medida, un foco donde se conserva esa vieja y resistente sabiduría indígena. Un buen final de viaje.

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