Lanzarote, cuando el fuego perfila una isla de contrastes

La última erupción en Lanzarote, en el s. XVIII, duró 24 veces más que la de 2021 en La Palma. La cicatriz negra e inmensa de Timanfaya cruza la cara de la isla, su rasgo distintivo

Isla de La Graciosa, Lanzarote

Vista de la isla de La Graciosa desde el Mirador del Río

/ Gonzalo Azumendi

Todos estamos aún espeluznados por la erupción de La Palma de 2021: en 85 días la lava del volcán Cumbre Vieja cubrió 12 kilómetros cuadrados de la isla, destruyó 1.700 edificaciones y obligó a evacuar a 7.000 personas. Pues bien: aquello fue un suspiro del dios Vulcano comparado con los bramidos que dio en Lanzarote en el siglo XVIII. Entonces la erupción de Timanfaya duró 2.055 días —casi seis años: desde el 1 de septiembre de 1730 al 16 de abril de 1736—, asoló 12 pueblos, cubrió de lava 200 kilómetros cuadrados —la cuarta parte del territorio insular—, mató todo el ganado y hubiese dejado completamente despoblada la isla si Felipe V no obliga a los pocos que no habían huido a las primeras de cambio a permanecer en ella so pena de muerte.

Montaña de Timbaiba, Lanzarote

Vista aérea del paisaje volcánico de Lanzarote, con la montaña de Timbaiba

/ Gonzalo Azumendi

Los supervivientes del cataclismo de Lanzarote no acabaron muriendo de hambre. Ni siquiera se quedaron en paro. Ante la imposibilidad de cultivar cereales y apacentar ganado, que es lo que los conejeros habían hecho siempre, empezaron a plantar vides, que sorprendentemente se adaptaban de maravilla a las condiciones de aquel planeta negro recién creado. El resultado más llamativo de aquella reconversión agraria es la comarca de La Geria, un sitio que no se parece a ningún otro de Canarias ni del resto del mundo: una oscura inmensidad volcánica salpicada de vides que medran gracias a la humedad de los alisios y al rocío que absorbe el negro lapilli o picón. Eso, más los muros circulares con que se protege del viento incesante cada cepa de malvasía, da un paisaje extraordinario, como de viñedos en la Luna, y un vino cada día más apreciado, porque ahora se llevan los caldos con sabor a terruño y este, en verdad, sabe a volcán.

Montaña de Timbaiba, Lanzarote

Excursión al volcán de Montaña Colorada

/ Gonzalo Azumendi

Un buen lugar para empezar a recorrer La Geria y Lanzarote es el Monumento a la Fecundidad, de César Manrique, que se erige entre Mozaga y San Bartolomé, en el centro geográfico de la isla, y rinde homenaje al agricultor local, el cual logró darle la vuelta al legado abrasador de las erupciones del siglo XVIII aprovechando la porosidad de las piedrecitas volcánicas para exprimir al máximo la humedad ambiental. Al lado está la Casa-Museo del Campesino, un minipueblo de arquitectura tradicional, obra del mismo artista, que alberga talleres de artesanía, utensilios y aperos diversos, y un restaurante para saborear el caldo de millo, el sancocho y otros condumios isleños.

Jardín de Cactus, Lanzarote

Excursión al volcán del Jardín de Cactus 

/ Gonzalo Azumendi

A tres kilómetros del monumento, yendo hacia Masdache por la carretera LZ-30, se halla El Grifo, que es la bodega más antigua de Canarias (1775) y una de las 10 más veteranas de España, y también de las más laureadas, con Museo del Vino y biblioteca donde se conservan escritos del siglo XVI. Continuando por la misma carretera, hay otras dos bodegas que vale la pena visitar: La Geria y Rubicón. Esta última, además de excelentes vinos (sobre todo, el malvasía seco y el semidulce), tiene una terraza donde no se puede estar mejor a mediodía, zampándose un guiso de carne de cabra a la sombra de centenarios eucaliptos, con la mirada perdida en los viñedos circulares.

Blanco sobre negro en Yaiza

Después de atravesar La Geria, se llega a Yaiza, la población más guapa de Lanzarote, que se quedó en 1736 al borde mismo de la lava, viva de milagro y blanquísima del susto. Tendida está como una novia deslumbrada y deslumbrante a los negros pies de Timanfaya, con sus casas blancas crecidas a la antigua usanza, alrededor del patio y del aljibe, por la mera adición de pequeños cubos a medida que aumenta la prole. De Yaiza sale una carretera que lleva directa al parque nacional de Timanfaya, la zona cero del cataclismo del siglo XVIII. Es la LZ-67, una vía sin arcenes que se abre paso por un desierto de lava rugosa y encrespada, como rota a mazazos por un gigante.

Cueva de los Verdes, Lanzarote

Excursión al volcán de las Cueva de los Verdes

/ Gonzalo Azumendi

Lo único que altera la soledad del malpaís, así llamado porque es imposible cultivar nada, ni siquiera caminar por su superficie, es la algarabía de zoco moruno del Echadero de Camellos, donde los turistas van a darse un paseo en dromedario, el mismo animal que hasta hace medio siglo se usaba en todas las labores del campo, incluida la vendimia. Una vez rebasado el control de acceso al parque nacional, los visitantes se dirigen al Islote de Hilario, donde descubren lo caliente que continúa la tierra después de tres siglos. El magma residual a 5.000 metros de profundidad irradia suficiente calor para asar carnes en un restaurante diseñado por Manrique. En el Islote de Hilario comienza la Ruta de los Volcanes, un circuito en autobús de 14 kilómetros que permite contemplar un panorama infernal desde el doble cráter del Timanfaya, a 447 metros de altura. La erupción de 2021 en la isla de La Palma formó un único cono relevante. Aquí, en cambio, el observador descubre anonadado un paisaje salpicado por 30 volcanes.

Camellos, Parque Nacional de Timanfaya, Lanzarote

Camellos en el Parque Nacional de Timanfaya

/ Gonzalo Azumendi

Aunque la inmensa mayoría de los visitantes se contenta con hacer este recorrido en guagua, también se puede practicar senderismo en el interior del parque. La ruta a pie más interesante es la de Tremesana, que, de forma gratuita y guiada por un guarda, discurre por el extremo sur de Timanfaya. Este sendero excepcional (que se ha de reservar con bastante antelación en Reservasparquesnacionales.es) arranca entre las montañas de Tremesana y Rajada (un volcán con otro cráter más reciente en su interior) y baja suavemente hacia las montañas Encantada y de Juan Perdomo, ya cerca de el pueblo de El Golfo, atravesando mares de lava y tubos volcánicos. El único signo de civilización son unas higueras abandonadas y la palmera bajo la que hacían un alto los recolectores. En todos los trabajos se descansa un rato. También en el infierno.

Jameos del Agua , Lanzarote

Jameos del Agua 

/ Gonzalo Azumendi

De vuelta en Yaiza, nos dirigimos por la carretera LZ-704, atravesando de nuevo el malpaís, a la costa de poniente, donde nos aguardan tres lugares excepcionales: El Golfo, los Hervideros y las salinas de Janubio. Situado de cara al mar y de espaldas al parque nacional, el pueblo de El Golfo cuenta con algunos de los mejores restaurantes de pescado de la isla ­—solo tenemos que decidirnos entre el bocinegro, la vieja, el cherne o los pezqueñines gueldes—. Cerca de El Golfo hay un medio cráter rojo —el otro medio se lo comió el mar— que enmarca el Charco de los Clicos, una laguna verde como una manzana. Tan llamativo color se debe a la concentración de una planta acuática, la Ruppia maritima, en su superficie, además de al azufre que contienen sus aguas.

Los Hervideros y las salinas de Janubio

Cinco minutos en coche, con rumbo sur, y llegamos a los Hervideros, que reciben este nombre por otro fenómeno de origen volcánico: se trata de las cuevas que se formaron al solidificarse la lava por encima del mar. El oleaje penetra en ellas, choca contra las paredes y sale a presión por donde puede, levantando columnas de agua pulverizada y borbotones como de ebullición. Todo ello recuerda “los espantosos estruendos” que, según las crónicas, se oían en 1731 al desembocar los ríos de lava en el océano, para susto y muerte de los peces. Las sendas y las plataformas de acceso a los Hervideros se deben, como tantas otras intervenciones en la isla, a la mano de César Manrique, que también diseñó el mirador que domina las cercanas salinas de Janubio.

Municipio de Teguise, Lanzarote

Municipio de Teguise

/ Gonzalo Azumendi

Antes de las erupciones del Timanfaya, la caleta de Janubio se tenía por el mejor puerto natural de la isla, pero la lava hizo de las suyas creando una barra que lo inutilizó para el fondeo de barcos. Se perdió un puerto, pero se ganaron unas salinas —las mayores de Canarias, aún en activo— que hoy, junto a la laguna de Janubio, las casas de La Hoya y con el océano al fondo, forman una vistosa carta de colores. El rojo de las salinas es debido a un pequeño crustáceo de ese color, la artemia, aunque también existe un alga responsable, la Dunaliella salina. Las bacterias H. salinarum y H. halobium también aportan esta tonalidad, especialmente cuando la salinidad es muy alta.

Playa Quemada, sureste de la isla, Lanzarote

Playa Quemada, en el sureste de la isla

/ Gonzalo Azumendi

Atravesando el Rubicón, que no es un río sino una llanura semidesértica en la que a veces se ve pacer ­—señal de que hay algo que pacer— a los dromedarios, llegamos a Papagayo. A estas seis famosas playas de arena dorada y fina se accede por una carretera bien señalizada; eso sí, después de abonar un peaje de tres euros por vehículo. Las seis calas de Papagayo se llaman playa Mujeres, del Pozo, Papagayo, La Cera, Puerto Muelas y caleta del Congrio. Esta última es nudista o, mejor dicho, la más nudista de las seis. De fondos verdes y azules, abrigadas por las rocas y de aguas calmas, son uno de los lugares preferidos por los buceadores para zambullirse en el mar y gozar de lo que hay allá abajo. Otro poderoso imán de submarinistas es el Museo Atlántico, inaugurado en 2016 en las aguas de la vecina Playa Blanca, a 14 metros de profundidad.

Las huellas de César Manrique

Recorriendo la mitad sur de Lanzarote, nos hemos tropezado repetidamente con las huellas de César Manrique, el genio conejero que transformó algunos de los espacios más relevantes de la isla en auténticas obras de arte. De arte-naturaleza. Una buena idea es recorrer la otra mitad, la norte, visitando más creaciones suyas.

En Guatiza, en el municipio de Teguise, se encuentra la última gran obra de César Manrique en Lanzarote, el Jardín de Cactus, que acoge alrededor de 4.500 ejemplares de estas pinchudas plantas procedentes de los cinco continentes. El artista escogió una antigua cantera usada como vertedero en una zona agrícola de extensas plantaciones de tuneras dedicadas al cultivo de la cochinilla y la convirtió en uno de los jardines de cactus más importantes del mundo y en una demostración de lo que él mismo denominaba arte total: una combinación de arquitectura, intervención espacial, escultura, interiorismo y jardinería.

Charco de los Clicos, Lanzarote

Charco de los Clicos

/ Gonzalo Azumendi

Siguiente parada, en Punta Mujeres, en el municipio de Haría, para visitar los famosísimos Jameos del Agua, un túnel formado hace 4.000 años por la lava del volcán de la Corona —al igual que la cercana Cueva de los Verdes— y acondicionado magistralmente para su admiración por César Manrique, en la que fue su primera gran intervención en el paisaje lanzaroteño. Y penúltima parada, en el Mirador del Río, un fabuloso observatorio diseñado por el artista en lo alto del Risco de Famara, a 470 metros sobre el océano, en la zona más septentrional de Lanzarote, con vistas al acantilado abismal, a la vecina isla de La Graciosa y a la lengua de mar —el Río— que hay en medio.

Monumento a los salineros en las salinas de Janubio, Lanzarote

Monumento a los salineros en las salinas de Janubio

/ Gonzalo Azumendi

Ahí enfrente nos aguarda la última parada de nuestro viaje, La Graciosa, un paraíso playero reservado para amantes de la soledad. En esa pequeña isla (27 kilómetros cuadrados) no hay carreteras asfaltadas ni chiringuitos. Por no haber, no hay ni un árbol. Solo hay 750 habitantes y algunas de las playas más bellas de Canarias y de toda España. Como la de las Conchas: 600 metros de arenas doradas, bañadas por un mar de vibrante color turquesa y enmarcadas por el volcán Montaña Bermeja y el islote Montaña Clara, ambos de un rojo encendido.

Museo Atlántico de Playa Blanca, Lanzarote

Museo Atlántico de Playa Blanca 

/ Gonzalo Azumendi

Solo tiene dos pegas esta playa. Una, las olas, que son bravas. Y otra, que no está precisamente a la vuelta de la esquina, sino a cinco kilómetros de Caleta del Sebo, la principal y casi única población de La Graciosa, que a su vez está exclusivamente comunicada por barco con Órzola, en la vecina Lanzarote. Lo de las olas es bueno para los surfistas. Lo del aislamiento, para los que pensamos que tres son multitud. Como no hay carreteras en la isla, ni más coches que un puñado de taxis todoterreno, la mejor opción, la más económica y ecológica, es acercarse en una bici de alquiler. Y luego volver dando un rodeo por la playa de la Lambra —que no es de arena, como parece, sino de minúsculas conchas— y por Pedro Barba, un núcleo vacacional de 20 casas que fue el primer asentamiento que hubo en La Graciosa, surgido a principios del siglo XX al calor de una fábrica de salazón de pescado.

Playa de las Conchas, isla de La Graciosa, Lanzarote

Playa de las Conchas, en la isla de La Graciosa

/ Gonzalo Azumendi

Al comienzo y al final de cualquier recorrido por La Graciosa está Caleta del Sebo, el puerto al que llegan cada hora los barcos de Lanzarote y donde viven sus 750 habitantes, muchos de ellos viejos pescadores que aún se tocan con los típicos sombreros gracioseros y se sientan en la orilla al atardecer, delante de sus casitas blancas, a limpiar las capturas del día y a evocar de buena gana para el forastero los días no muy lejanos en que vivían sin electricidad (antes del año 1985) y sin agua corriente (1990); aún hay quienes recuerdan cuando en la isla solo se bebía de las aguadas —aljibes donde se recogía la poca lluvia— o del agua que se iba a buscar en barco a un manantial que brota al pie del vertiginoso Risco de Famara, en la otra orilla del Río, la de Lanzarote.

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