La ciudad con un conjunto de monumentos mudéjares reconocidos por la UNESCO: torres que parecen bordadas, una catedral que mezcla el cielo y el ladrillo, y el encanto secreto de Teruel

Esta ciudad aragonesa combina a la perfección arte, amor y unas vistas espectaculares.

Teruel existe, y deja huella.
Teruel existe, y deja huella. / Istock / Marc Venema

Hay ciudades que no gritan su belleza, la susurran. Teruel es una de ellas; pequeña, discreta y, sin embargo, tan extraordinaria que la UNESCO la declaró Patrimonio Mundial por su conjunto de monumentos mudéjares, un arte que solo pudo nacer en tierra de frontera. Aquí el ladrillo se convierte en poesía y las torres parecen tejidas con luz.

Adriana Fernández

La ciudad que nació entre dos mundos

Para entender Teruel hay que recordar que, durante siglos, fue un lugar de encuentro. Cristianos, judíos y musulmanes compartieron sus calles después de la Reconquista. De esa convivencia nació algo irrepetible; el arte mudéjar, una mezcla de técnica islámica y espíritu cristiano que convirtió el ladrillo, la cerámica vidriada y la madera en un lenguaje propio. En ninguna ciudad del mundo brilla tanto como aquí.

Arco de la entrada principal y torre de la catedral mudéjar de Teruel en Aragón, España.

Arco de la entrada principal y torre de la catedral mudéjar de Teruel en Aragón, España.

/ Istock / Fernando Valero Lopez

Las torres mudéjares de Teruel (de San Martín, San Salvador, San Pedro y la Catedral de Santa María de Mediavilla) son auténticos milagros geométricos. Sus azulejos verdes y blancos forman dibujos hipnóticos que parecen tejidos, no construidos.

Patrimonio Mundial desde 1986

En 1986, la UNESCO reconoció el conjunto mudéjar de Teruel como Patrimonio de la Humanidad, ampliando años después la declaración a otras joyas aragonesas. ¿El motivo? Sus monumentos representan “la fusión de las tradiciones islámica y cristiana de manera única en la arquitectura medieval europea”. Y basta levantar la vista para entenderlo. Cada torre es diferente, pero todas comparten el mismo lenguaje; ladrillo tallado con precisión artesanal y cerámica esmaltada que brilla al sol como si fuera oro.

Frente a la histórica Escalinata del Ovalo de Teruel.

Frente a la histórica Escalinata del Ovalo de Teruel.

/ Istock / Marc Venema

El cielo en mosaico

El corazón del conjunto es la Catedral de Santa María de Mediavilla, un templo que resume toda la esencia de la ciudad. Su techumbre de madera policromada del siglo XIII, pintada con escenas de la vida cotidiana y figuras fantásticas, es una de las obras más impresionantes del arte mudéjar. Se conserva intacta, suspendida sobre las naves como un cielo de artesonado que parece flotar.

Catedral de Santa María de Mediavilla.

Catedral de Santa María de Mediavilla.

/ Istock / Tono Balaguer

Desde fuera, su torre-linterna y su fachada gótica recubierta de ladrillo muestran cómo el arte y la fe se mezclaron en una armonía perfecta. No es casualidad que muchos la llamen “la joya oculta del mudéjar europeo”.

Torres que cuentan historias

La más famosa, la Torre de San Martín, se alza en el centro histórico como un faro de ladrillo. Cuenta la leyenda que fue construida por dos jóvenes enamorados, rivales en su oficio y en el corazón de una misma mujer. Uno murió al terminarla, y su amada, al saberlo, cayó también sin vida. Tal vez por eso los turolenses siguen diciendo que en su ciudad el amor está en los muros.

Torre de San Martín, Teruel.

Torre de San Martín, Teruel.

/ Istock / Jorgefontestad

Muy cerca, la Torre del Salvador (hermana casi gemela de la anterior) permite subir hasta un mirador desde el que se dominan los tejados rojizos de la ciudad y el valle del Turia. En días claros, el horizonte parece bordado con las mismas formas que las torres.

La ciudad del amor y del arte

Teruel no vive solo de sus torres. El Mausoleo de los Amantes, con las esculturas de Diego e Isabel (los protagonistas de la leyenda más famosa de Aragón), es una visita obligada. Y es que pasear por Teruel es viajar por siglos de arte. Las sombras del atardecer se proyectan sobre los relieves de las torres y el ladrillo se tiñe de cobre, como si encendiera una última plegaria antes de la noche. Cada rincón invita a mirar hacia arriba, a descubrir en los mosaicos la paciencia de los artesanos que, sin saberlo, dejaron una huella eterna. Y es que, aunque muchos aún no lo sepan, Teruel existe (y deslumbra).

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