El alma del Ebro: patrimonio, historia y gastronomía en la ciudad de moda de España
A apenas hora y media de Barcelona y Madrid gracias a la alta velocidad, la capital aragonesa está de moda gracias a una mezcla de patrimonio, historia y gastronomía.

Antes de dejar su patria chica para establecerse en Madrid, Francisco de Goya escribió tres veces en su cuaderno las palabras “Zaragoza” y “corazón”. No era para menos: la ciudad del Ebro había sido testigo de sus primeros 29 años de vida, el escenario donde sus pinceles cobraron vida, y el hogar que albergaba a su familia y a su gran amigo Martín Zapater. El viajero puede recorrer hoy la ciudad siguiendo las huellas de aquella Zaragoza goyesca y, para encontrar el primer rastro, basta con acudir a otro de sus iconos: la basílica del Pilar. Tras volver de Italia en 1771, Goya recibió el encargo de pintar la bóveda del coreto, una obra que entusiasmó a los encargantes. Años después regresó para pintar otra cúpula, pero esta vez al cabildo no le gustó. A Goya se lo llevaban los demonios. “En acordarme de Zaragoza y pintura, me quemo vivo”, le dijo a su amigo Zapater en una de sus cartas.

Mientras contemplo la cúpula de la discordia, reparo en una pareja de turistas, absortos como yo en las pinturas que flotan sobre nuestras cabezas. Son Christian y Ursula, una pareja suiza que ha viajado “de propio” —como se dice aquí— para descubrir el rastro de Goya en la ciudad. Han estado ya en Fuendetodos, donde Goya dio su primer llanto y se conserva su casa natal, y planean visitar la Cartuja del Aula Dei, para admirar sus pinturas de la Virgen.

Al abandonar la basílica —hogar de la Pilarica—, seguirán su peregrinaje goyesco. En circunstancias normales, su siguiente parada habría sido el Museo Goya o el Provincial, ambos custodios de obras del artista, pero actualmente están en proceso de renovación. El próximo año se cumple el 280 aniversario del nacimiento del genio, y en 2028 el bicentenario de su muerte, así que ambos museos están preparando su puesta de largo. Por suerte, las obras goyescas han encontrado cobijo en dos exposiciones que permanecerán abiertas hasta el fin de las obras. Hay otro aliciente adicional: estas muestras se ubican en dos hitos del patrimonio zaragozano. Y es que Goya es solo una estrella —la más brillante, eso sí— en la rica constelación de una ciudad que ha tejido su historia con hilos de arte y la cultura.

El palacio de la alegría
Me despido de mis amigos suizos, que se disponen a contemplar el Monumento a Goya, frente a La Lonja, y enfilo mis pasos hacia la Aljafería. El edificio acoge la muestra Goya. Del Museo al Palacio, con 62 obras del Museo de Zaragoza. El día invita a descubrir este rincón del barrio de la Almozara: el sol acaricia las piedras centenarias y hasta el cierzo (ese viento indómito y tenaz que forja el carácter de los maños) ha dado una tregua. A muchos turistas les sorprende encontrar un castillo-palacio en plena ciudad. No siempre fue así. Cuando se construyó, allá por el siglo XI, estaba fuera de las murallas de Saraqusta, la Zaragoza musulmana.

En aquella época, mientras el califato cordobés se desmoronaba, la Medina Albaida —“Ciudad Blanca”, como también la llamaron los cronistas— se convirtió en refugio de sabios y poetas. Entre los muros de celosías y jardines de arrayanes del palacio florecieron rimadores del amor, astrónomos que escudriñaban el firmamento y esclavas que, con dulces cantos, animaban veladas en aquel oasis andalusí. El propio Al-Muqtádir, el rey hudí que levantó la Aljafería, fue un refinado poeta que cantó al edificio de sus sueños: “¡Oh, palacio de la alegría! ¡Oh, salón de oro, en vosotros han hallado su colmo mis deseos!”. Durante aquella centuria prodigiosa, Saraqusta brilló como una de las luminarias culturales de Occidente. Tras la conquista cristiana, el palacio mudó de piel, pero no de esencia: de corte taifal se convirtió en palacio real y en epicentro del mudéjar aragonés —hoy Patrimonio de la Humanidad—, que tiene en la hija del cierzo algunos de sus tesoros más preciados.

De vuelta al centro, descubro varias de estas joyas que narran el mestizaje zaragozano: las torres de San Pablo, San Gil y la Magdalena —que luce renovada tras una reciente restauració — se alzan orgullosas hacia el cielo. Pero es el muro de la Parroquieta, uno de los flancos de la Seo (la primera catedral de la ciudad), el que atrae todas las miradas con su deslumbrante decoración. Pero hay una ausencia que aún duele en la memoria de la ciudad: la Torre Nueva. Este gigante mudéjar de 81 metros, construido a principios del XVI, maravilló durante siglos a los viajeros europeos por su belleza, pero también por su inclinación, que rivalizaba con la de Pisa. El temor a su derrumbe —al parecer, injustificado— llevó a su demolición a finales del XIX.
La Florencia española
Pero volvamos a Goya, que debe estar reprochándonos la digresión. Si la exposición de la Aljafería tejía un diálogo entre la pincelada revolucionaria del maestro y la Saraqusta andalusí, el Patio de la Infanta acoge Goya. Interludio, que conecta al artista con otra era de esplendor: el Renacimiento aragonés.
En el siglo XVI, el cierzo encontró nuevos obstáculos en la ciudad: Zaragoza se transformó mirando a Italia, alzando palacios que eran auténticos museos. La ciudad llegó a sumar más de 200. ¿Acaso no merecía el título de Florencia española quien convertía las calles en museos al aire libre? De aquel esplendor quedan hoy algunos hermosos ejemplos, como la Casa de los Morlanes o el Palacio de los Luna, vigilado por Teseo y Hércules.

El Patio de la Infanta, joya de la Casa Zaporta, guarda una historia singular: tras el derribo del edificio, el patio se desmontó como un rompecabezas y fue vendido a un anticuario de París. Durante décadas vivió en el exilio, hasta que, en 1958, como un fénix de piedra y alabastro, regresó para recuperar su magnificencia en la sede de Ibercaja.
Poco antes del fin de la Torre Nueva, la provincia vio nacer a otro genio: el escultor Pablo Gargallo. Aunque la vida lo llevó a Barcelona, y más tarde al París bohemio de Montparnasse, nunca olvidó sus raíces. Un vínculo que cristalizó cuando su hija y el Ayuntamiento de Zaragoza crearon un museo que tiene en el palacio de los condes de Argillo un santuario dedicado al creador de El Gran Profeta. Otro Pablo, también alquimista de formas, compartió con él la pasión por forma y volumen. El legado de Pablo Serrano, sin embargo, está en un cubo de Rubik de hormigón: el Instituto Aragonés de Arte y Cultura Contemporáneos. Allí conviven sus obras —presentes también en el MoMA o el Hermitage— junto a seis décadas de arte español contemporáneo.

Muy cerca se alza otro hito de la arquitectura actual: el CaixaForum Zaragoza. Nacido del talento visionario de Carme Pinós, este árbol de hormigón y cristal surge del asfalto con unas formas que la noche hace estallar en neón. En su interior, una rica programación de exposiciones mantiene el pulso artístico de la ciudad.
A orillas del viejo Hiberus, testigo milenario de la historia de la ciudad, se levanta el puente de Zaha Hadid. La Premio Pritzker ideó para la Expo de 2008 un espacio futurista que hoy contiene el Mobility City, un museo dedicado a la movilidad. En la otra orilla, el Palacio de Congresos dialoga con la impresionante escultura El alma del Ebro, de Jaume Plensa, que parece encogerse ante el cierzo, mientras la Torre del Agua, con su forma de gota, rinde homenaje al recurso más valioso del planeta.

Arte al asalto de las calles
El futuro brillante que anticipaba la Expo se desvaneció con la crisis económica, pero Zaragoza no perdió su brío cultural. En los últimos años, eventos como Vive Latino, y espectáculos como el reciente Zaragoza Luce, han hecho vibrar a la ciudad, que también vive un momento dulce en lo gastronómico: la ciudad de Goya —que pecaba de laminero—, se relame gracias a las cocinas de La Prensa, Cancook y Gente Rara (con estrella Michelin), pero también con las de jóvenes apuestas como Gamberro o Quema, que se suman a la tradicional ruta de tapeo del mítico Tubo.

Otra iniciativa que ha mantenido vivo el espíritu cultural es Asalto, el festival de arte urbano más veterano de Europa, que este año cumple 20 años. “Comenzamos en zonas degradadas del centro, donde los murales ayudaron a la recuperación urbana, pero pronto se extendió a otros barrios por petición vecinal”, explica Alfredo Martínez, uno de sus responsables. Esta implicación ciudadana es ya seña de identidad del certamen, que cada septiembre transforma la ciudad en un gigantesco lienzo para artistas de todo el mundo. Si Goya, cuyo arte rompió moldes con su estilo innovador, pudiera asomarse a nuestro tiempo, sin duda celebraría este estallido de creatividad que convierte las calles de su amada Zaragoza en el museo más vivo que uno pueda imaginar.
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