Uzbekistán: plazas y mercados de la ruta de la seda

Las calles de estas tres ciudades estuvieron un día atestadas de caravanas que transportaban las más ricas mercancías a través de la fabulosa ruta de la seda. Han pasado muchos siglos desde aquella época de glorioso esplendor, pero en Uzbekistán, con sus ciudades salpicadas de cúpulas verdeazuladas y vistosos minaretes, todavía es posible adivinar la atmósfera cautivadora de los tiempos de Marco Polo y el gran Tamerlán.

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Plaza Registán, el corazón de la antigua ciudad de Samarcanda.

/ Carlos Rodríguez Zapata

Uzbekistán, una de las antiguas repúblicas de la extinta Unión Soviética y que consiguió su independencia en 1991, es el país más poblado del Asia Central (unos 30 millones de habitantes) y estratégicamente, el más significativo. En la actualidad ha comenzado una época de apertura hacia Occidente y se va acondicionando para atraer a los turistas y viajeros, que llegan ansiosos por conocer míticas ciudades uzbekas como Samarcanda, Jiva o Bujará, que hace siglos se enriquecieron con el mercado de la Ruta de la Seda.

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Uzbekistán / Jaime Martínez

Los uzbekos se sienten orgullosos de que en su patria nacieran personalidades de la categoría de Avicena, el gran filósofo, científico y médico. También el astrónomo Ulugh Beg, que allá por el siglo XV creó en Samarcanda uno de los mejores observatorios astronómicos de Asia. Sin olvidar al matemático Al-Juarismi, considerado el padre del álgebra y de nuestro sistema de numeración. De su nombre resultan las palabras álgebra, guarismo y algoritmo. En su momento de máximo esplendor, las ciudades uzbekas fueron emiratos o kanatos, según el gobernante que regía su destino, y todos enriquecieron el patrimonio construyendo fantásticas mezquitas, tumbas y madrazas donde se estudiaba el Corán.

La verde Taskent

Para llegar a Uzbekistán, lo normal es aterrizar en su capital, Taskent. La ciudad es verde, verde de tanto parque y arboleda con que se adorna e intenta refrescarse durante los duros veranos. Las grandes avenidas, todavía con poco tráfico, llevan hasta el centro religioso de la capital, la imponente plaza de Khast Imom. Esta plaza se encuentra entre la madraza Barak Khan, del siglo XVI, y la mezquita Hazroti Imom, construida hace pocos años con el mismo estilo antiguo y dos gigantescos minaretes. Muy cerca se divisa la enorme cúpula azul, que acoge el Gran Bazar de Chorsu, el mercado más importante de la capital. Esa maravillosa tonalidad azul impregna cada rincón del país.

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Mural en Jiva referente a la villa amurallada de Itchan Kala.

/ Carlos Rodríguez Zapata

El gran Tamerlán

El centro neurálgico de Taskent es la plaza de Amir Timur Maydoni, llamada así en honor de Tamerlán (1336-1405), uno de los grandes militares de todos los tiempos, cuyos ejércitos conquistaron prácticamente todo el Asia Central. Una estatua ecuestre de este líder militar turco-mongol preside esta plaza. Desde aquí hasta el parque Navoi parten las calles principales de la ciudad, donde se ubican la mayoría de los edificios estatales. Las asombrosas puertas de Mustaqillik Maydoni son una enorme estructura que forma un puente sobre el que descansan los pelícanos de la buena suerte.Se han convertido en todo un símbolo de la capital, junto al monumento a la Madre que Llora, que con su llama eterna homenajea a los más de 400.000 soldados uzbekos que fallecieron en la Segunda Guerra Mundial.

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Mausoleo de Gur-Emir, en Samarcanda, complejo de madrazas donde está la tumba del Gran Tamerlán.

/ Carlos Rodríguez Zapata

Justo enfrente de la plaza de Amir Timur se encuentran las calles más comerciales, entre las que destaca la de Sayilgokh, más conocida como calle Broadway, una concesión más a los nuevos tiempos que recorren el país. Esta calle llena de colorido y bullicio, donde pasean y se dejan ver sus habitantes, es la más animada de la capital, con puestos callejeros de toda índole que muestran productos típicos, souvenirs y ropa militar soviética, y los de aspirantes a artistas que venden sus cuadros. Además de diferentes tiendas de marcas hay algunos food trucks que hacen la delicia de los paseantes, ávidos de sentirse como si estuvieran en algún país americano o europeo, cantantes con su guitarra queriendo emular a Bob Dylan y un corrillo de gente que arropa a bailarines haciendo breakdance.

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La espectacular madraza de Miri Arab, en Bujará.

/ Carlos Rodríguez Zapata

Una vez visitada la capital, lo mejor es coger un avión hasta Jiva, que junto con Bujará y Samarcanda conforman la trilogía de las ciudades de ensueño que durante siglos fueron paso y escala de la gran Ruta de la Seda. Gracias a ello, estos tres enclaves Patrimonio de la Humanidad vivieron una época de esplendor en la que parecía que cada una quería competir con la otra, construyendo los palacios, madrazas y mezquitas más espectaculares.

Los minaretes de Jiva

Jiva (Khiva) es una de las ciudades más hermosas del país, con un centro histórico que parece haberse congelado en el tiempo y que evoca las caravanas que paseaban por las intrincadas y estrechas callejuelas y los mercaderes que comerciaban con la seda. Uno de los minaretes más espectaculares e icono de Jiva, visible desde todos sus rincones, es el de Kalta Minor. Revestido de azulejos turquesas, fue proyectado para que fuera el más alto del mundo islámico, empezándose a construir en 1851 bajo el mandato de Amin Khan, aunque al morir este quedó inacabado.

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Dromedario en la ciudad de Jiva.

/ Carlos Rodríguez Zapata

El palacio de Tosh-Hauly era el harén del kan Allakuli y es uno de los edificios más opulentos de Jiva gracias a sus numerosas habitaciones muy ornamentadas. Pasando por varias dependencias se accede a los patios. Tienen una bonita decoración de cerámica azul, donde se exhibe una yurta, típica tienda de campaña nómada que instalaba el kan para alojar a sus huéspedes. De una belleza sorprendente es la llamada mezquita Juma. El exterior no parece nada espectacular, pero el espacio de oración está decorado con más de 200 columnas de madera de casi cinco metros de alto, delicadamente labradas, que se asemejan a un bosque petrificado. Para disfrutar de una fabulosa panorámica de la ciudad de Jiva lo mejor es subir a la muralla del fuerte de Kuhna Ark al atardecer, para disfrutar de los tejados de la ciudad teñidos de los colores naranjas del Sol poniente que se filtra entre los azulejos de los minaretes.

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Bazares cubiertos de Bujará

/ Carlos Rodríguez Zapata

La sagrada Bujará

Para ir de Jiva a Bujará (Bukhara) lo mejor es hacerlo en tren. Aunque no es de alta velocidad, el recorrido se hace agradable. El tren recorre un enorme desierto hasta llegar al vergel donde se asienta la ciudad más sagrada de Asia Central. Miles de años de historia nos contemplan desde sus enormes portadas de mezquitas y madrazas, de turquesas paredes y mosaicos azules que adornan las fachadas y cúpulas de todos los magníficos edificios. Sus esbeltos minaretes puntean sus callejuelas tortuosas, en las que será necesario perderse para conocer el alma de esta fantástica ciudad. Hace siglos aquí circulaba el agua en una gran red de canales y estanques, donde refrescarse en los calurosos meses del verano. Aquí vivieron grandes científicos como el médico Ibn Sina, conocido en Occidente como Avicena, y los poetas Ferdousi y Rudaki, considerados los dos poetas persas más reconocidos de la historia.

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Minarete y mezquita de Kalon, en Bujará.

/ Carlos Rodríguez Zapata

Bujará es un museo al aire libre donde el viajero se sentirá fascinado ante monumentos como las madrazas de Miri Arab, Ulugbek o Abdulaziz Khan y las mezquitas de Poi Kalon o de Bolo-Hauz, con sus 20 columnas de madera talladas y policromadas en su pórtico cubierto llamado Aivan. También ante mausoleos o bazares cubiertos como el de Toki Telpak, con sus cuatro cúpulas bajo las que laboran todo tipo de oficios. Desde los orfebres que pulen los metales y fabrican hermosas tijeras, cuchillos y puñales hasta los que trabajan los telares con las sedas que traen los mercaderes y con las que diseñan hermosas vestiduras.

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Tienda de alfombras en Bujará, en la madraza de Abdulaziz Khan.

/ Carlos Rodríguez Zapata

El alma de la ciudad vieja es la plaza de Lyabi Hauz, en cuyo centro hay un estanque, siendo el lugar más fresquito y animado de la ciudad. Bajo la sombra de sus árboles todavía se puede ver a los ancianos con el típico gorro duppi, también llamado tubeteika, sobre una cama balinesa jugando al dominó o al ajedrez mientras beben un té caliente, que hace más llevadero el calor.

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Músicos callejeros en Bujará.

/ Carlos Rodríguez Zapata

Muy cerca de la plaza se encuentra el Ark, la colina donde se construyó una ciudadela amurallada con ladrillos de adobe, con una espectacular puerta que dio origen a Bujará. Aquí se ubicaban el palacio de los emires, los apartamentos reales, mezquitas y otros edificios. Aunque fue bombardeado por los rusos en 1920, aún conserva parte de su riqueza arquitectónica. Desde las murallas del Ark se divisa toda la ciudad y de entre todos sus monumentos destaca a lo lejos el minarete Kalon, que con casi 50 metros de altura es de tal belleza que hasta Gengis Khan tuvo a bien respetarlo y no demolerlo, cosa que sí hizo con casi toda la ciudad.

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Monumento a la Madre que Llora, en Taskent.

/ Carlos Rodríguez Zapata

Una de las curiosidades que no se deben dejar de ver en Bujará es Chashma Ayub (la Fuente de Job), que se encuentra dentro de un pequeño edificio que se adorna del color dorado de la arena del desierto y que guarda el pozo que hizo brotar el santo Job a su paso por esas desérticas tierras. Aún hoy sigue manando agua limpia y cristalina que los uzbekos beben y se llevan a sus casas.

Legendaria Samarcanda

Ciudad mítica y legendaria donde las haya, Samarcanda evoca todas las historias de Las mil y una noches, de caravanas de mercaderes, princesas veladas, alfombras voladoras y genios atrapados en doradas lámparas. A lo largo de los siglos Samarcanda ha sido encrucijada de culturas y también de guerras y conquistas. Alejandro Magno la conquistó, Gengis Khan la arrasó y 150 años después llegó el Gran Tamerlán, que la sacó del ostracismo para convertirla en el centro militar y espiritual de Asia Central.

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El inacabado minarete Kalta Minor, icono arquitectónico de Jiva.

/ Carlos Rodríguez Zapata

Samarcanda es una ciudad de cuento, pero también es una ciudad moderna, con enormes avenidas de corte ruso y grandes parques en los que aparecen gigantescas estatuas como la del glorioso e insigne Tamerlán. La primera visita en la segunda ciudad más importante de Uzbekistán, después de Taskent, conduce inexorablemente a la inmensa plaza de Registán, que significa plaza de arena, quizá porque aquí anteriormente se ubicaba la plaza del mercado y los caravasares, edificios donde se alojaban los comerciantes y viajeros que transitaban por la Ruta de la Seda.

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Mezquita Bolo-Hauz, en Bujará, construida en 1712.

/ Carlos Rodríguez Zapata

La plaza está formada por tres enormes y hermosísimas madrazas de inmensas portadas y altos minaretes, que brillan y refulgen con sus tonos azulados cuando el Sol del atardecer incide sobre ellos. La madraza más antigua es del siglo XV, conocida como Ulugh Beg, mientras que las otras dos son del siglo XVII: la madraza de Sher Dor (del león) y la de Tilla-Kari (cubierta de oro). Numerosos grupos de mujeres y hombres venidos de todo el país visitan esta plaza majestuosa. Habitualmente separados en grupos de género, las mujeres mayores visten trajes chillones y las jóvenes queriendo seguir la última moda, y cuando ven a un occidental no reparan en charlar y hacerse una foto con los nuevos “amigos extranjeros”.

Mausoleos y patrimonio

Pero Samarcanda no es solo la plaza de Registán. Es mucho más. Samarcanda tiene un atractivo patrimonial de primer orden: el mausoleo de Gur-Emir, un complejo de madrazasdonde está la tumba del Gran Tamerlán. También los restos del observatorio del siglo XV del gran astrónomo Ulugh Beg o el Museo de Afrosiab, un edificio nuevo habilitado para preservar y presentar los restos arqueológicos de la primitiva Samarcanda. Y otra de las joyas de la ciudad es la necrópolis de Shah-i-Zinda, una miniciudad mortuoria que asombra con sus diferentes mausoleos, a cual más interesante por sus decoraciones, tanto exteriores como interiores. Su nombre significa rey vivo, en alusión al santuario sagrado del primo de Mahoma, Qusam Ibn-Abbas, que se encuentra al final de todo el recinto. Una fantástica forma de despedirse de este ya no tan remoto país.

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