Un urbanita en la corte del rey Pasubio, por Sergio del Molino

El escritor y periodista Sergio del Molino, y colaborador de VIAJAR, comparte su última aventura en un festival de literatura de viajes en el increíble monte Pasubio

Monte Pasubio Sergio del Molino

Monte Pasubio. 

/ underworld111

Tomas Forro es un gigante que debe de tener algo de ADN de oso de su Eslovaquia natal. Habla un español oxidado que aprendió en Venezuela y un inglés preciso de acento centroeuropeo. Con esta lengua me ofrece unas bayas que ha cogido de un árbol, que rechazo con una sonrisa y mi admiración por lo bien que se maneja en el bosque. “Si finalmente nos perdemos —le digo—, cuento con tus dotes de supervivencia y que me enseñes a cazar algo”. Recuerdo entonces que Forro es vegano y que la noche anterior nos miraba como a bárbaros mientras devorábamos las salchichas. Me acepta las disculpas, aunque añade: “En caso de necesidad, podría comer lo que fuera. En caso de necesidad, te podría comer a ti”. Ríe tan serio que me imagino ensartado en una rama de pino dando vueltas sobre un fuego, como los jabalíes que se zampa Obélix.

Monte Pasubio Sergio del Molino

Monte Pasubio. 

/ underworld111 / ISTOCK

La visión me perturbaría si no me acuciasen otras urgencias: los pies me matan, no hay hueso de la espalda que no me cruja en dolores, sudo a chorros, apesto por no haberme podido duchar y apenas he dormido dos horas. Solo alguien muy hambriento y desesperado me consideraría comestible. Ni siquiera un escritor eslovaco que sube y baja cumbres alpinas como si fuesen los pasillos de un centro comercial me hincaría el colmillo.

Estamos en el italiano monte Pasubio (2.239 metros, apenas una colina, en términos alpinos; más de siete cielos, desde mi perspectiva urbanita), a mitad de bajada por la ladera occidental, en dirección al fondo del valle. Venimos del refugio Lancia, accesible solo a pie, en bici de montaña o con el todoterreno de los bomberos, y nos encaminamos a la zona de aparcamiento, donde nos recogerá un coche para llevarnos a la civilizadísima y provinciana ciudad de Rovereto y su estación de ferrocarril. Desde allí, Tomas y yo emprenderemos un largo regreso encadenando trenes, aviones y coches para llegar a nuestras casas de Bratislava y de Zaragoza.

Hasta entonces, formamos una extraña y descompensada pareja: mientras mi amigo eslovaco ataja por la ladera empinadísima por la que intento no resbalar, saltándose las curvas del camino, trotón, eufórico y plenamente integrado en la naturaleza, yo me quedo atrás y farfullo en un español que espero que no se entienda la mala hora en que dije sí a ese viaje.

Sergio del Molino en el monte Pasubio

Sergio en el monte Pasubio. 

/ Sergio del Molino

Hasta el lector más distraído sabrá a estas alturas del texto que no soy un montañero, ni un senderista, ni un treparriscos, ni un Oberman que se extasía con las cumbres nevadas y los valles verdes. Disfruto de las vistas de la montaña a lo Hans Castorp: bien abrigado en la terraza de mi habitación, con una copita de armañac y después de una buena cena servida en vajilla y sobre mantel, no hecha de bocatas y bebidas a gañote.

Hasta este rincón del norte de Italia me ha traído la literatura. Me han invitado a un festival atípico, llamado Geografie sul Pasubio, que combina deporte y conversación: al programa de charlas y encuentros con escritores se añaden trekkings, rutas en bici y cosas parecidas. El público ha pagado una cantidad respetable de dinero por realizar el ideal romano de mente sana en un cuerpo sano, si es que es sano tener ampollas en los pies, agujetas en la médula ósea y porquería hasta en los párpados. El cartel ha reunido a escritores de media Europa con grados diversos de adaptación y espanto al medio natural.

Sergio del Molino monte Pasubio

Festival Geografie sul Pasubio.

/ Sergio del Molino

En general, les gusta el plan. Son escritores de viajes, cronistas, reporteros de guerra, el tipo de gente que solo está a gusto cuando se aleja de su casa. A mí también me complace: nunca había dado una conferencia en una pradera a dos mil metros de altura, ante un público de senderistas vestidos con ropa del Decathlon o de North Face (según su clase social) que se masajean los pies descalzos o entrecierran los ojos al sol mientras desgloso las claves literarias de La España vacía con la ayuda de un traductor que pone mis palabras en italiano, aunque casi todo el mundo entiende mi español. Al fondo, rebaños de ovejas, conejillos y animales salvajes varios atienden al discurso como los personajes de Encuentros en la tercera fase atendían la música de las estrellas.

Pero mientras bajo a Rovereto con Tomas Forro, me pregunto si ha merecido la pena y si habré cruzado ya la última línea de la dignidad del escritor que da la paliza con sus libros allá donde le llamen. Forro, por ejemplo, ha escrito un libro sobre el Dombás, fruto de su experiencia como reportero en Ucrania, país que cubre desde 2014. Su conferencia empezó con el mismo recurso narrativo que le costó miles de insultos a Rachel Donadio cuando entrevistó a Olena Zelenska en Vogue: el contraste entre la modernidad alegre y descocada de una sociedad europea y el horror del frente.

Contaba Forro que, tras desayunar unas tostadas de aguacate finísimas en el hotel del centro de la ciudad, cogía un autobús urbano cuya última parada le dejaba en la línea de frente. En el trayecto le acompañaban soldados con fusil que iban a combatir como si fuesen oficinistas con una fiambrera. “Adiós, cariño —se despedían de ellos en la puerta de casa—, que tengas un buen día y mates muchos rusos”.

Sergio del Molino monte Pasubio

Señal de indicación en los Dolomitas. 

/ Sergio del Molino

Forro pertenece a la última generación de eslovacos que fueron educados en checo en el sistema escolar de la vieja Checoslovaquia, y supongo que por eso su relato suena a la sorna letal de Hrabal y Kundera y a la sensatez realista de Havel. Al rebotar con el sistema de megafonía en las laderas del Pasubio, ante una audiencia de burgueses en chándal persuadidos de las bondades de la kombucha y de la economía circular, se amplificaba lo ridículo: o se duele uno del pueblo ucraniano o de sus propias agujetas andariegas, pero combinar ambos dolores en una misma velada tiene un no sé qué frívolo que me provoca escalofríos. ¿O acaso tiemblo por el relente alpino?

Será el viento, me digo mientras contemplo cómo hace ondear la bandera italiana y la del Trentino, orgullosas en esa cima del mundo. El refugio Lancia —llamado así por el mismo señor Lancia, don Vicenzo, el de la marca de coches— es un foro animado de alpinistas que aún entienden su actividad como una forma de conquista. Se plantan las banderas por orgullo nacional, para que se sepa que esa parte abrupta y escondida también forma parte del país, sea este Italia, el Trentino o el Tirol (para la población de habla alemana y para los irredentistas pangermánicos, esta región se llama Tirol del Sur). La bandera de la provincia autónoma se parece a la austriaca: dos franjas rojas y una blanca con el águila de San Wenceslao en el centro. La del Tirol austriaco es muy similar también. Todo remite al imperio austrohúngaro, dueño de estos pagos hasta 1918, cuando se integraron con desgana en el entonces reino de Italia.

Sergio del Molino monte Pasubio

Conferencias de altura en el festival Geografie sul Pasubio.

/ Sergio del Molino

El Pasubio es un monte de frontera. Durante siglos separó el imperio Habsburgo de la serenísima república de Venecia, hoy región del Véneto. En el Trentino se habla ahora italiano, pero les ha costado mucha inversión estatal conseguirlo. Lo germánico sigue presente en los apellidos (nuestro anfitrión, el director del festival, se apellida Keller) y en una gastronomía hecha de salchichas y patatas, impropia de la Italia que queda al sur. Cuando llegué a Rovereto en un tren desde Bolonia, me relamí pensando en las delicias que comería en el país donde mejor se come del mundo. Unos días después, estoy harto de polenta y cerveza.

Lo único austrohúngaro que queda ahí me da ardor de estómago. Esa bandera de reminiscencias imperiales se burla de mí, ondea con guasa. Dice: mírate, hecho una piltrafa, con el buche lleno de calorías y un solo cuarto de baño para cincuenta personas en este refugio que luce muy rústico y muy montaña-mágica por fuera, pero es incómodo y austero como una celda por dentro, y me malicio que, cuando toda esa humanidad sucia se recoja en él, olerá a pies como nunca los he olido en mi vida. Pronto caerá la noche, insiste esa bandera, y entonces notarás de veras lo lejos que estás de la civilización que represento.

Una panda de amigos andariegos que han tirado sus mochilazas en la puerta me invita a una cerveza después de mi charla, por seguir con el palique un rato más. Vienen de Venecia, del otro lado de la frontera cultural. Han dejado el coche en la ladera véneta y han cruzado la muga caminando, como los partisanos antifascistas que rondaban estos parajes al final de la Segunda Guerra Mundial y cantaban «Bella, ciao!». Cada vez me cuesta más entender esa felicidad que les nimba la cara. No parecen sufrir nada. Cuesta arriba o cuesta abajo, toda senda es un gusto para ellos, no les pesan los kilómetros ni echan de menos la comodidad de un hotel, ni tan siquiera añoran el placer de una ducha.

Sergio del Molino monte Pasubio

Strada delle 52 Gallerie con el Pasubio de fondo.

/ PhotoFra / ISTOCK

Los miro y los remiro, intentando adivinar qué les hace tan felices. No hay tanta altura como para que la falta de oxígeno afecte a su percepción o a su capacidad cognitiva. A dos mil metros se respira bien, no hay que temer alucinaciones en forma de Yeti. Después de esa convivencia, debería haber comprendido ya por qué la gente se tortura con tanto placer, pero conforme pasa el tiempo, mi ánimo se vuelve más y más barojiano. A Pío Baroja le gustaba mucho la montaña, para eso se compró Itzea, en lo más alto de Navarra, pero su espíritu andariego nunca se adentraba más allá del punto desde el que era posible volver a dormir a casa. Si tenía que echarse en las literas del refugio Lancia, no había mística ni romanticismo ni exaltación de la naturaleza capaz de llevarle hasta allí. Yo iba predispuesto a dejarme hechizar por el embrujo de la montaña. Hasta leí en el tren Las ocho montañas, de Paolo Cogneti, un escritor eremita que cree en los Alpes con la misma fe que un rabino jasídico cree en Yahvé. Nada, mi alma paleolítica no emergía. Estoy demasiado hecho a las farolas y a las camisas.

Sospecho que todos mienten. Hasta Tomas Forro, el oso vegano que come bayas de los árboles del monte y que podría ganar una guerra al frente de una partida de guerrilleros, está harto y daría su reino eslovaco por una ducha caliente y unas sábanas limpias. Es hermoso. El Pasubio, nadie puede negarlo, es más que imponente y le caben todos los adjetivos que los poetas y los redactores de guías le han puesto a lo largo de los siglos, pero la próxima vez lo veré desde Rovereto, limpio y con una copa de vino en la mano.

Monte Pasubio Sergio del Molino

Sendero en el monte Pasubio. 

/ underworld111 / ISTOCK

Zona de guerra

Además de su enorme valor geológico, los senderistas valientes y aguerridos —no como yo— que se aventuren por las laderas del Pasubio encontrarán fácilmente restos de la última guerra que se vivió allí. Trincheras, restos de campamentos, municiones y hasta bombas sin detonar recuerdan, por si hiciera falta, que la paz del montañero vestido en Decathlon es muy reciente y frágil. Al final de la Segunda Guerra Mundial, partisanos, fascistas de Saló y nazis alemanes se mataron en esta zona que vivió como pocas los estertores del totalitarismo. A quien le importe la historia, le emocionará saber que pisa el último reducto de la infamia en Europa. Tal vez eso le consuele de las penalidades alpinistas. A mí no me consoló.

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