Toro, un año después de las Edades del Hombre
La villa zamorana se mantiene más en forma que nunca a base de iglesias mudéjares, tiendas de artesanía comestible, bulla callejera y léxica y un resort de diseño de cinco estrellas, Valbusenda, que ofrece una irresistible paz a tan solo unos metros del sangriento campo de la Batalla de Toro.

En un día como hoy de hace un año, Toro estaba recibiendo a más de mil visitantes. Eran la cuota diaria de las cerca de 250.000 personas que pasaron por la villa de abril a noviembre para entrar en la exposición de arte sacro Las Edades del Hombre: AQUA. La muestra hablaba de las cualidades simbólicas del agua, que representaba la pureza, el nacimiento y la renovación con obras de Zurbarán o Berruguete. Ese agua era también la del Duero, que hace tangente con la ciudad, pero se mete de lleno en los viñedos, el nuevo emblema de Toro, el que está desplazando a su fama de ciudad histórica, sede de batallas y acuerdos.
A 40 kilómetros de Zamora, la villa vivió en 2016 un constante e inusual trajín: conciertos regulares, hoteles llenos y cerca de una treintena de negocios nuevos, particularmente comercios de productos típicos y restaurantes localizados en torno a la Plaza Mayor. Las calles ahora se ven más solitarias que entonces, más aún al mediodía, cuando el sol pega incluso bajo los soportales de la Plaza y los toresanos se refugian en sus casas molineras o pisos bajos y perdonan el vermú.
Esas viviendas achatadas son las que más abundan en una ciudad tranquila, pero callejera, que tradicionalmente se ha dedicado al vino y a la agricultura de cereal. En la villa amurallada hasta su principal atractivo patrimonial, la Colegiata, es bajita y recogida. Su abigarrado perfil mudéjar y románico se asoma a un mirador sobre el Duero, cuya curva abraza las laderas de un pueblo defensivo, instalado en alto. El puente que hicieron los romanos sobre uno de los más caudalosos de los ríos de su Hispania se ve completo desde el Paseo del Espolón, que tiene algo de breve paseo marítimo cuya única orilla es el aire y la noche.

Las iglesias que acogieron Las Edades del Hombre, la propia Colegiata, la del Santo Sepulcro, la de San Salvador de los Caballeros, la de San Lorenzo el Real y la de San Sebastián de los Caballeros son algunos de los templos mudéjares que tras la exposición permanecen abiertos al público. El alcalde de Toro, Tomás del Bien, recomienda adquirir un bono de cinco euros que permite la entrada a cinco templos. Asegura que la estrella es la Colegiata: “es una obra de arte con muchos detalles que ver en el interior. Además, con la entrada se puede subir a la torre y tienes unas vistas increíbles del centro y la Vega”. Y hay que tener en cuenta sus consejos, porque reúne la triple autoridad de ser toresano, alcalde e historiador del arte.
Un paseo palaciego
Toro es uno de esos pueblos en los que los detalles palaciegos van saltando a la vista en un paseo cualquiera, con balcones labrados, blasones de piedra y grandes portalones de maderas nobles. Posee, además, un barrio judío que conserva todo el trazado, una plaza de toros de madera de 1828 y varias torres y puertas medievales. La más distintiva es la Torre del reloj, que lleva a la Plaza Mayor por una calle comercial en la que se concentran las tiendas de artesanía y gastronomía zamorana y toresana. Bajo su arco discurren una y otra vez los nativos, pero también prácticamente todos los visitantes. Es el lugar por el que se desemboca en la siempre bulliciosa Plaza. Son muy de su Plaza en Toro, y aquí terminan confluyendo todos para tomar unos vinos con tapa.
Tomás del Bien asegura que cerca de 20 de los negocios que abrieron el año pasado se han mantenido tras Las edades del hombre. Y muchos de los visitantes han vuelto. “Cada fin de semana, el que viene a Toro sabe que va a encontrar algo, y eso tiene mérito en un lugar con 9.000 habitantes”, presume. Durante la primera mitad del año se sucedieron los títeres, el teatro clásico y experimental, los conciertos de música clásica y los cuentacuentos. El programa del segundo semestre estará pronto en la web www.toroayto.es.

Hablar y comer como un toresano
Es sólo una cuestión de matices, pero los toresanos tienen fama de ser los más particulares de la zona. Para demostrarlo, está sobre todo la especificidad de su lenguaje. La palabra propia que reina es el “to” de Toro. Es una de esas expresiones comodín. “To” se puede usar como interjección (“to, ¿ya te vas a casa?”), como expresión de sorpresa o admiración (“to, ¿ya estás en casa?”) o como muletilla de cualquier frase. Aquí los cafés son “veladores”, las novias, “chiguitas”, las cosas pequeñas, “cricadas” y los bobos, “bausanes”. Los toresanos de todas las generaciones se aficionan enseguida a las expresiones sonoras o chuscas que le permiten hablar con más propiedad. Su diccionario local está lleno de expresiones chelis y rurales que en otros lugares han desaparecido y que aquí parece ir para eternas.
En cuanto a lo que se come aquí, son un poco menos nación y un mucho más zamoranos. Desde luego, el queso y los embutidos están presentes en todas las casas y todos los bares. Los asados se reservan para los visitantes y a la hora de tapear las reinas son las calandracas de los bares de la Plaza. En el Café Imperial llevan 25 años sirviéndolas. Las calandracas son a Toro lo que las gildas a Donosti, un clásico sencillo y que no se pasa de moda: una salchicha fresca envuelta en queso fundido y jamón dulce y con un esponjoso y dorado rebozado orly (el de las gambas a la gabardina).
Mirar la copa y no el plato
Lo más buscado de la gastronomía toresana no está en el plato, está en la copa. El típico y temido vino gordo de Toro de toda la vida se refinó hace unos pocos lustros para hacerle una competencia de primo hermano al Ribera del Duero. La irrupción de los vinos de Toro en tiendas especializadas, restaurantes y conversaciones snobs llegó de la mano de Pintia, una de las marcas (relativamente) accesibles de la bodega Vega Sicilia. El vino de Toro descendió entonces hacia los mortales en un tiempo récord. Del tinto rasposo al que tan acostumbrados estaban por aquí y que tan difícil era de tragar por allí, han pasado a algo más refinado y democratizador, a un vino seductor que está hecho para gustar a muchos.

Para el visitante, esto se tradujo con el tiempo en un incipiente enoturismo que ahora le permite apuntarse a catas y paseos por bodegas como Fariña, con sus 300 hectáreas y sus 70 años de historia. Situada a las afueras de Toro, cuenta con una exposición permanente de pintura y el Museo Vino-Arte. Más moderna es Rejadorada, que nace en el último año del siglo XX en un palacio toresano del siglo XV en el que ahora se puede comer, dormir e iniciarse en el vino de Toro con una cata.
Dormir y comer en Valbusenda
Si en todo este recorrido se echa de menos el lujo rústico que suele agradecer el escapadista exigente, la solución pasa por acercarse al hotel, bodega y spa Valbusenda. Situado a 10 kilómetros de Toro, ha sido el primer cinco estrellas que se ha abierto en la provincia de Zamora. La bodega Valbusenda ha sido pionera en esto y en proponer una oferta de diseño que recuerda a los hoteles menos rústicos de zonas como Burdeos, Ribera del Duero o Napa Valley. Las líneas claras del resort contrastan con un entorno de viñedos y cultivos en el que sobresale el escenario de la Batalla de Toro, que casi se puede otear desde cualquier punto del complejo.
Los huéspedes de Valbusenda tienen a su disposición un spa con un circuito de hidroterapia formado por cinco piscinas interiores, saunas, baño a vapor, sanarium, caldarium, duchas tropicales y de hielo, pediluvio y duchas de sensaciones. Y todo ello frente a una apetecible piscina exterior y en el mismo hotel en el que el joven chef Víctor Corchado firma una cocina creativa y con productos de proximidad que define como una “vuelta a los orígenes”. Un huevo estrellado que parece un merengue, un salmón tratado con diferentes mimos por una y otra cara y unas largas vistas que parecen abarcar toda la meseta son solo algunas de las bazas del restaurante Nube.

Pero aquí el plato principal es siempre el vino. A unos pasos del hotel está la bodega de Valbusenda, el edificio con el diseño más llamativo del resort. Un voladizo a modo de visera geométrica se alza sobre un estanque zen y rompe por completo la monotonía del paisaje verde o árido, según la estación. Sus dos plantas están pensadas para una doble función: mientras que abajo los mostos hacen su camino hacia el vino, por arriba pasean los visitantes, que conectan de un vistazo con todos los procesos de la elaboración. La recompensa final llega en la sala de catas, donde, con una larga vista sobre los viñedos y los campos de batalla, una copa del Cepas Viejas hecho con la variedad local, tinta de Toro. Un olisqueo y uno entiende enseguida que los visitantes seguirán llegando a esta esquina de Zamora cuando los ecos de los espadazos y Las Edades del Hombre se hayan apagado del todo.
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