Un secreto de Grecia: los pueblos zagorohorios
En estas pintorescas aldeas de montaña, enmarcadas por el desfiladero más profundo del planeta, el tiempo parece congelado.
Solitaria y agreste, agraciada con una naturaleza desbordante de bosques, ríos, lagos y cumbres que se asoman al abismo, la Grecia de interior constituye un tesoro aún sin desempolvar. Un secreto que a menudo pasa desapercibido al trasiego turístico, más interesado en las islas mediterráneas pintadas en azul y blanco, las resonancias mitológicas, las ruinas de la Antigüedad.
Sin embargo, hay vida (y mucha) en el país heleno más allá de sus postales más típicas. Y la Zagorohoria es una bellísima muestra de ello. Un conjunto de cuarenta y seis aldeas de montaña milagrosamente conservadas y perdidas en el norte de la península, allí donde los pliegues del paisaje tienen un perfil balcánico.
Remotas, desperdigadas, embutidas en las laderas, se trata de un refugio perfecto para dar esquinazo a la vida moderna. En sus viejas casas de piedra y pizarra, en sus recoletas iglesias y en sus ancestrales costumbres de pastoreo seminómada, el tiempo parece congelado. Su identidad única, ajena a la del resto del país, deriva del aislamiento: los pueblos zagorohorios emergieron como escondrijo para evitar los impuestos pesados del imperio otomano.
Monodendri, emplazado a más de mil metros sobre el nivel del mar, es una de las aldeas principales y el primer paso de la ruta que los recorre en una caminata de no menos de siete horas hasta dar con las evocadoras Megalo Papingo y Mikro Papingo. Por el camino, joyas tan imprescindibles como el monasterio de Agias Paraskevis, con su solemnidad otomana; los miradores de Oxya y de Beloi, en los que uno puede marearse contemplando el abismo a sus pies; o el manantial de Klima, que es el único punto donde poder proveerse de agua fresca.
Es el paisaje que se despliega a lo largo del desfiladero de Vikos, que no sólo es un estremecedor accidente orográfico que deja a su paso todo un reguero de vegetación, sino que está catalogado en el libro Guinness como el cañón más profundo del mundo. Un tajo descomunal que raja la montaña a lo largo de 12 kilómetros con una separación entre sus paredes de apenas un millar de metros.
La garganta, que sigue el curso del rio Voidomatis, constituye el corazón del Parque Nacional Vikos-Aoos, donde, además de los cañones (también está el de Aoos, bastante menor) se puede disfrutar de bosques, prados y trémulos lagos en cuyas aguas se reflejan los dientes de sierra del macizo de Tymfi. Sólo aquí reside casi un tercio de toda la flora griega, junto a especies de fauna tan paradigmáticas como el oso pardo, el zorro o el rebeco endémico.
A pie por este fantástico trayecto de la Zagorohoria, al paso de ríos donde nadan las nutrias a la pesca de truchas despistadas, van desfilando nuestros encantadores pueblos de piedra. Así, cuando se llega a la cornisa a la que se agarran las gemelas Papingo bajo la silueta del monte Astraka, estos parajes ya nos habrán enamorado.
Una vez aquí, separadas por un par de kilómetros y orientadas al acantilado, todo será dar un último paseo por sus estrechas callejuelas, detenerse en alguna taberna para degustar un potente ouzo a la sombra de una parra y compartir impresiones con el resto de los senderistas que también culminan aquí su ruta
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