La ruta del tequila

"Estamos en el corazón del tequila, evite el exceso". Un cartel con semejante aviso para navegantes recibe a los pasajeros a punto de embarcarse en la estación de Guadalajara, de la que parten dos expresos hacia las destilerías y los campos de agave que, en el Estado mexicano de Jalisco, reciben la bendición de la Unesco como Paisaje Cultural de la Humanidad.

Tequila
Tequila / Luis Davilla

"Agua de las verdes matas, tú me tumbas, tú me matas, tú me haces andar a gatas". El refrán le encaja tanto a este cognac mexicano como a otras bebidas sacadas también del agave, como el pulque, el mezcal o la más parrandera raicilla. Peroel tequila es el rey. Blanco o plata, joven u oro, reposado, añejo o extra añejo, solo será auténtico si prodece de la variedad de agave azul tequilana weber, que crece por los territorios de su Denominación de Origen, limitada a unas pocas zonas de Guanajuato, Michoacán, Tamaulipas y Nayarit pero, sobre todo, al Estado entero de Jalisco. Sus pueblos de Amatitán y Tequila pelean por ser la cuna de este destilado sin el que México, simplemente, no se entiende. Los dos, o ninguno, podrían tener razón a tenor de los más conciliadores. Para otros,el duelo se zanja con que el primero lo produjo antes y el segundo se colgó la fama. Mientras, entre los más,la cosa queda en tablas echando mano de la leyenda. Dado que el asunto levanta más tensiones que un Madrid-Barça,ciñámonos mejor a esta, que asegura queunos indígenas de Jalisco -a saber de exactamente dónde- se atrevieron a probar la cabeza o piña de un agave que durante una tormenta había achicharrado un rayo. Al sentir su dulzor como de miel, empezaron a descubrir las otras utilidades que luego le darían a la planta. Pero no quedó ahí la cosa. Tras haber dejado su pulpa olvidada unos días, notaron que de ella brotaban burbujas y que al poco de ingerirla se apercibía un cosquilleo de bienestar que acababa reventando en alegría. De ahí que fuera considerado un regalo de los dioses mucho antes de que los españoles lo destilaran con sus alambiques o que la reina Mariana de Austria, allá por el año 1673, reconociera el vino mezcal que hoy responde por el nombre de tequila como un trago "de indios" que en tiempos se vendía en las cantinas de Guadalajara.

No hay lugar más mexicano que Jalisco. O al menos de eso presumen por aquí. Con casi seis millones de habitantes autodenominados tapatíos, Guadalajara, su capital, no solo es la cuna del tequila sino también de otros iconos de órdago como los mariachis y la charrería. En este ahora deporte nacional, heredero de las faenas en las haciendas coloniales, jinetes con sus mejores galas compiten en suertes como echarle el lazo a un caballo, tumbar un toro o saltar al galope de una montura a otra. Las charreadas de los domingos en el Lienzo Charros de Jalisco y, sobre todo,el Encuentro Internacional del Mariachi y la Charrería, en agosto, brindan una ocasión que ni pintada para disfrutar de la ciudad en toda su salsa. Aunque Guadalajara es un plato fuerte se vaya cuando se vaya. Para disgusto del conquistador del Reino de Nueva Galicia, el siniestro Nuño de Guzmán, la ciudad no comenzó a alzarse cuando la quiso fundar en 1532. Y es que tuvieron que reubicarla tres veces hasta decidirse una década más tarde por su emplazamiento actual.

El Valle de Atemajac

Harta probablemente de tanta mudanza, la heroína Beatriz Hernández, a quien se recuerda con una estatua en la Plaza de los Fundadores, pronunció aquello de "Gente, aquí nos quedamos, el rey es mi gallo y aquí nos quedamos, por las buenas o por las malas". Allí se instalaron pues, en un lugar del Valle de Atemajac, a 1.540 metros de altitud que le garantizan a Guadalajara un clima bastante benigno del que, algo exageradamente, le viene el sobrenombre deLa ciudad de la eterna primavera. Desde aquellos días, la también pomposamente llamada Perla tapatía no ha parado de crecer, convirtiéndose en la segunda aglomeración del país, aunque más que una megalópolis a la mexicana se diría un puzzle de pueblos muy pero que muy grandes y con personalidad propia. Basta para comprobarlo con acercarse a los municipios más interesantes engullidos por su zona metropolitana.

A diez kilómetros del estricto centro queda Zapopan, hoy una barriada bien con sus galerías de arte y bastante ambiente por la noche. Arremolinada sobre su descomunal basílica, su virgen milagrera atrae a los peregrinos sobre todo durante las muy sentidas Fiestas de Octubre. Más cerca incluso, el antaño pueblo alfarero de Tlaquepaque encandila con sus fachadas pastel, tras las que abren boutiques de artesanía, restaurantes de moda y puñados de bares por los que irse de jarana. Y aún queda Tonalá, más popular, en cuyos talleres uno puede hacerse con las mismas cerámicas, máscaras, joyas, tallas de madera y trabajos de cuero que se venden por Tlaquepaque, pero a precios más de andar por casa.

La capital tapatía

Mucha historia, sí, pero regada generosamente con vida real hace que lo mejor aguarde en la zona colonial de Guadalajara, donde delante mismo de sus palacios y caserones los puestos callejeros, ante el vaivén constante de los parroquianos, despachan nieves de garrafa para la sed y antojitos como tacos, lonches, tamales o las típicas tortas ahogadas que solo los cobardes dejan de alegrar con chiles salidos del mismísimo averno. Un día bien aprovechado servirá para atisbar lo esencial de este compacto entramado que gravita alrededor de la catedral y las cuatro plazas a cada esquina del templo. Irresistible el Hospicio Cabañas, designado el solito Patrimonio de la Humanidad y dueño y señor de algunos de los murales más impactantes de José Clemente Orozco. La Universidad y el Palacio de Gobierno exhiben las otras mejores obras de este muralista universal, mientras que el neoclásico Teatro Degollado sigue acogiendo los eventos de relumbrón de esta ciudad cuya efervescencia cultural queda avalada por su colección de museos, el mejor Festival de Cine de México -ahora en marzo- o su Feria Internacional del Libro, la cita editorial más importante de Iberoamérica.

Si en su mercado de San Juan de Dios conviven las artesanías con los puestos de comida, su reguero de iglesias une en la fe a personajes en principio irreconciliables.Haciendo cola para expiar sus pecados, en los confesionarios de La Merced aguardan tanto prudentísimas señoras y abuelos de sombrero vaquero como chavales tatuados que se dirían los malos de una película de González Iñárritu. Todo un espectáculo verlos -sobre todo a estos últimos- arrodillados ante los altares churriguerescos de Nuestra Señora de Aránzazu, los de San Felipe o San Francisco; dejándole fotos y mensajitos a la inquietante momia de Inocencia, la niña-santa que se exhibe en una urna de la catedral; o regalándole a la virgen exvotos en forma de brazos, piernas o corazones para agradecerle algún beneficio recibido. Imprescindible también la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres, que rinde honor a hijos esclarecidos como el único Premio Pritzker mexicano, el arquitecto Luis Barragán, o el ambiente de la Plaza Guadalajara, la de Armas o la de Los Mariachis, donde salir a buscar quien le cante a uno una serenata a cambio de unos pocos pesos.

Quizá su cara más entrañablemente provinciana aflore por los escaparates de la avenida Juárez, que atraen como moscas a la miel a las quinceañeras en busca de trajecitos de princesa-repollo para su puesta de largo. Pero esta ciudad huele también a dinero. A sus muchas industrias se han sumado las tecnológicas, y los niños mimados de este Silicon Valley mexicano tienen su particular feudo en los restaurantes y bares de copas que en Chapultepec o centros comerciales a la última como Plaza Andares bien podrían imaginarse en Manhattan. En estos epicentros de los fresas, como le dicen a los pijos, además de la cocina de fusión y los cócteles exóticos reina, al igual que en las tabernas para el pueblo, su majestad el tequila.

Horizontes de agave

No deja de ser paradójico que en un país como México, donde el progreso en otros tiempos giró en torno a los trenes, desplazarse hoy así sea algo medio artificial. Casi sin excepción los de pasajeros son cosa del pasado, salvo unos pocos expresos que han visto en el filón turístico un motivo para recuperar vías, engalanar viejos vagones y volver, con imaginación y un poco de tequila en vena, un siglo atrás. Desde Guadalajara, la ruta hacia los paisajes agaveros que en 2006 la Unesco declaró Patrimonio de la Humanidad puede emprenderse también en coche. A menos de cincuenta kilómetros ya aparece el pueblo de El Arenal y, entre plantaciones y destilerías a menudo centenarias que hoy son parte de la identidad nacional, enseguida se llega a Amatitán o Tequila hasta culminar por Magdalena.Viajar hasta allí en tren le da un toque de nostalgia, a menos que se le tenga verdadera alergia a las experiencias turísticas. Ésta claramente lo es, aunque como turistas también cuentan los muchos mexicanos que abordan el Tequila Express y el José Cuervo. Con gran fanfarria de mariachis, la estación de Guadalajara recibe a los pasajeros de ambos. El primero y más veterano enfilará hacia Amatitán y la preciosa hacienda donde se elabora el tequila Herradura. El José Cuervo Express, más lujoso y con tres años recién cumplidos, lo hará rumbo al pueblo de Tequila, donde podrá conocerse el proceso de producción de la destilería La Rojeña, de 1795. Durante el trayecto, de ni dos horas, más música en vivo y botanas a discreción regadas por buen tequila derecho, a la Pedro Infante, o aligerado con sangrita y sal o en traicioneras margaritas. Y del otro lado de la ventanilla, los paisajes verdiazules por los que crece el agave, tapizando la altiplanicie que se arrumba ante los 3.000 metros del volcán Tequila.

Piñas de cien kilos

Estas plantas tan parecidas al aloe necesitan de siete a diez años para madurar. Solo entonces se procede a la jima, cuando con una especie de pala "muy filosa", como cuenta el jimador de Casa Cuervo, don Ismael, les afeitan las pencas para quedarse con la piña de su interior, de a veces más de cien kilos. Todo el proceso -cocción en el horno, doble destilación de su mosto ya fermentado y el añejamiento en barricas para los tequilas de calidad- se muestra en las visitas de ambos trenes, con folclore, viandas y, faltaría más, una cata. No será mala idea prescindir de la vuelta a Guadalajara para asomarse a otras destilerías emblemáticas, como La Perseverancia o El Llano, y hasta emprender ruta hacia las viejas haciendas tequileras del valle de Amatitán o la zona del volcán. También para admirar en Teuchitlán las pirámides del yacimiento de los Guachimontones. O para disfrutar con tiempo del colorido caserío de adobe del Pueblo Mágico -con este sello se destacan los más bonitos de México- de Tequila, uno de los cinco que hay en Jalisco y el único de la región agavera a la que prestó el nombre. Este sí que es un viaje en el tiempo una vez que desaparecen los turistas y sus callejas de arena recobran la paz. Sí o sí se desembocará en la plaza, presidida por el quiosco de música y el campanario de la iglesia. Y sí o sí se acabará en una taberna donde, entre trago y trago, el compañero de barra confiese que no bebe para olvidar sino porque el doctor le dijo que el tequila era bueno para el corazón y el colesterol, para el estómago y el estrés. Y el güey no estaría faltando a la verdad de haberle hecho caso, eso sí, al cartel por todas partes avisa: "Estamos en el corazón del tequila, evite el exceso".

El circuito de Guanajuato

En la reciente edición de Fitur, la Feria Internacional de Turismo que se celebra en Madrid a finales de enero, el premio al Mejor Producto de Turismo Activo, dentro de la modalidad de Enogastronomía, recaía en el Circuito del Tequila de Guanajuato. Aunque el grueso de la producción de este destilado lo atesoren sus vecinos de Jalisco, este Estado del corazón de México es otro de los escenarios esenciales del universo del agave. Aquí, la experiencia de recalar por antiguas destilerías y degustar algunos de sus mejores ejemplares puede combinarse con la visita al yacimiento prehispánico de Plazuelas, una cocina de primera y, fuera de la ruta aunque no demasiado lejos, las preciosas ciudades coloniales de San Miguel de Allende y Guanajuato, ambas declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. En Pénjamo, la Hacienda Corralejo, del siglo XVIII, marca un hito en la ruta. Amén de haber sido la primera fábrica de tequila de la región, en ella nació el cura Hidalgo, líder del alzamiento popular contra las autoridades coloniales y padre de la patria mexicana. Tras ahondar en el proceso de producción, maridando sus tequilas con los excelentes quesos de oveja que también elaboran, podrá continuarse hacia los otros municipios amparados por la Denominación de Origen: Abasolo, Cuerámaro, Romita, Huanímaro, Manuel Doblado y Purísima del Rincón. Dentro del circuito, desde admirar la jima del agave en el Rancho El Coyote hasta adquirir dulces o jabones aromáticos en el Bodegón de la Dolce Vita; desde vivir la tradición de doscientos años del tequila Tres Joyas de la Artesanal de Magallanes hasta, en la Tequilera Real de Pénjamo, ver cómo siguen haciéndose rigurosamente a mano las botellas de cerámica en las que venden sus destilados más nobles.

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