Un recorrido diferente por Ciudad del Cabo: entre maravillas del mundo y remansos de paz

Remate final de un continente que nunca defrauda, la capital legislativa de Sudáfrica lo tiene todo menos aburrimiento o falta de atractivo. Acceso a una de las Nuevas Siete Maravillas del Mundo, es la antesala del mítico Cabo de Buena Esperanza y la patria de un sinfín de historias por descubrir.

Un recorrido diferente por Ciudad del Cabo, en Sudáfrica.
Un recorrido diferente por Ciudad del Cabo, en Sudáfrica. / Josep María Palau

Los hoteles pueden ser hogares permanentes o temporales, contenedores de sueños de ocasión, escondites para encuentros furtivos de alta política o de contenido sexual y, en algunos casos, retazos de historia conservados entre cuatro paredes. En el mundo queda un puñado de establecimientos, muchos menos de los que cabría pensar, que conservan su esencia clásica, aquella del viajero sofisticado que se desplazaba de un lugar remoto a otro confiando en encontrar a su llegada una imitación de su tierra natal, unos signos de identidad que lo hacían sentir como en casa.

Fachada del hotel Mount Nelson.

Fachada del hotel Mount Nelson.

/ Josep María Palau

Esas ilusiones coloniales, con sus luces y sus sombras, siguen fascinando por sus arañas de cristal en el techo, sus maderas nobles y sus pesadas cortinas de terciopelo... Todo esto pasa por mi cabeza mientras me arrellano en una butaca del Planet Bar, en el hotel Mount Nelson de Ciudad del Cabo, con un negroni en la mano como aperitivo. Dadas las circunstancias, en lugar del cóctel italiano quizá hubiera tenido que pedir un old fashioned. Y es que “The Nellie”, como llaman de forma cariñosa al Mount Nelson a Belmond Hotel, cumple nada menos que 125 años.

Un recorrido diferente por Ciudad del Cabo en clave 'slow'.

Un recorrido diferente por Ciudad del Cabo en clave 'slow'.

/ Josep María Palau

Buena parte del devenir de Ciudad del Cabo, e incluso de toda Sudáfrica, se ha definido y planeado entre sus paredes. Hasta Nelson Mandela lo eligió para algunos encuentros clave tras salir de la prisión de Robben Island, siguiendo la estela de huéspedes ilustres, incluido John Lennon unos días antes de ser asesinado. El servicio lo recuerda porque se hacía la cama él mismo.

Spa del hotel Mount Nelson.

Spa del hotel Mount Nelson.

/ Josep María Palau

Con un clima mediterráneo que es una de sus muchas excepciones, Ciudad del Cabo es la más europea de las ciudades de Sudáfrica y, casi me atrevería a decir, de todo el continente. También es pulcra, culta y ordenada en general, con sus edificios intentando trepar por las laderas de Table Mountain, una amplia meseta que domina la urbe y que marca el inicio de la península del Cabo, donde se ubica Buena Esperanza.

Los primeros en llegar hasta aquí fueron los portugueses, pero los que tuvieron ganas de quedarse fueron los holandeses, seguidos más tarde por los ingleses, derivando de esta mezcla la triste radicalidad del apartheid de los afrikáners. Sin embargo, Ciudad del Cabo nunca se asoció de forma tan directa con la violencia como pasó con el suburbio de Soweto en Johannesburgo, por ejemplo. Quizá por eso fue la sede de Ubuntu, la Comisión para la Verdad y la Reconciliación, presidida por el arzobispo Desmond Tutu. 

En todos estos avatares, las estrellas del Mount Nelson han tenido su papel, aunque sus inicios no estuvieron vinculados a la hotelería; las tierras donde se alza las compró en 1743 el Barón Pieter van Rheede van Oudtshoorn, que hubiera sido gobernador de Ciudad del Cabo si no hubiera fallecido en su viaje de Holanda a la colonia, así que la propiedad fue subastada años más tarde con el nombre comercial de “Mount Nelson”, inspirado en la proximidad de las montañas y en la popularidad de Lord Nelson tras la batalla de Trafalgar. Puro márquetin dieciochesco.

Steenberg Estate.

Steenberg Estate.

/ Josep María Palau

La vinculación marinera del establecimiento se consolidó en 1890, cuando la compañía Union Castle Shipping Line decidió construir un alojamiento exclusivo para sus pasajeros de primera, aunque no abrió sus puertas como hotel hasta nueve años más tarde, siendo el primero de Sudáfrica en ofrecer la novedad del agua corriente en sus baños. El característico color rosado de la fachada no se aplicaría hasta 1918, como señal de esperanza tras el fin de la Primera Guerra Mundial.

Las “familias bien” de Ciudad del Cabo, aunque no se alojen aquí, se acercan a disfrutar de la ceremonia del té de las cinco, donde se puede elegir entre 60 variedades de esta bebida. Se me antoja estar viviendo un episodio de The Crown, y es que la familia real británica tiene mucho que ver con este lugar. Por ejemplo, la avenida de palmeras que va de la entrada hasta la recepción se plantó en 1925 con ocasión de la visita del Príncipe de Gales.

En el 47, la futura reina Isabel II celebró aquí su veintiún cumpleaños durante una gira por la Commonwealth o Mancomunidad de Naciones, y su hermana, la princesa Margarita, se alojaba —acompañada— siempre que podía en la casa de huéspedes adyacente, Taunton House Cottage, lejos de miradas indiscretas. Algo debía tener Ciudad del Cabo para que las celebridades decidieran ir en otras épocas, a pesar de las dificultades del viaje. La compañía aérea KLM no escatimó esfuerzos hasta que consiguió inaugurar su vuelo comercial desde Ámsterdam en 1938, una ruta que incluía nada menos que treinta escalas, tardando seis días en alcanzar el destino. Hoy cubre la misma ruta sin detenerse, diariamente, con comodidad y con un menor esfuerzo logístico.

Barrio de Bo-Kaap.

Barrio de Bo-Kaap.

/ Josep María Palau

Arte y burbujas

Los Company’s Gardens, una extensa área verde con la que uno se da de bruces en cuanto sale del hotel, fueron en su día parte de la propiedad, pero ya hace siglo y medio que se abrieron al público. En ella crecían naranjos, cuya fruta era necesaria para combatir el escorbuto de los marineros, y hoy sombrean el paseo enormes acacias e higueras de la India. Los estudiantes de las facultades que se reparten por su superficie retozan en la hierba, cruzándose por el camino con aquellos que van al Parlamento, la Biblioteca Nacional o la Galería Nacional de Arte.

Varias estatuas puntean el verde, como la dedicada a Jan Smuts, estadista que trabajó por la creación de la Sociedad de Naciones (luego Naciones Unidas) y uno de los primeros en hablar de la necesidad de abolir el apartheid. En esta línea, y unos metros más abajo, entre la catedral de St. George y el edificio del Parlamento, la instalación artística Arch for Arch tiende un puente simbólico entre ambas instituciones, recordando el trabajo de mediación y concordia del arzobispo Desmond Tutu.

St. George Street en Ciudad del Cabo.

St. George Street en Ciudad del Cabo.

/ Josep María Palau

Desde allí, y tras cruzar la frontera que traza Adderley Street, el centro histórico es una simbiótica composición de edificios victorianos, art déco y construcciones contemporáneas, a veces superpuestas. Algunos incluso imitan el Empire State, como sucede con el Mutual Building, al que se llega tras dejar atrás la plaza de Greenmarket y su mercadillo de recuerdos y frutas, cruzando los puestos de flores de Trafalgar Place.

La antigua Post Office, de porte británico, se ha reconvertido en centro comercial, mientras que al este, el museo District Six homenajea una comunidad multirracial que vivió allí y fue obligada a desalojar en los años 70. Contrasta con los bajos del casco histórico que se llenan de cafés y tiendas de diseño, a veces escondidos en lo que aparenta ser una entrada particular y luego se descubre como patio interior abierto al público. Algo parecido sucede en el barrio malayo y musulmán de Bo-Kaap, cerca de Signal Hill, poco a poco tomado por artistas que encuentran irresistibles sus casitas pintadas con los colores del arcoíris. Es el caso de Michael Chandler, ceramista muy apreciado en Marruecos por sus azulejos, que ya es decir.

Museo Zeitz de Arte Contemporáneo de África.

Museo Zeitz de Arte Contemporáneo de África.

/ Josep María Palau

Si lo que se busca es color, pero color local, conviene desplazarse a otra zona muy popular: el Waterfront Victoria & Alfred. Además de un puerto deportivo, acoge gran variedad de tiendas, restaurantes y atracciones, así como muchas actuaciones musicales y de danza en la calle que contribuyen a su imagen festiva. Del conjunto, destaca la mole del Zeitz MOCAA, un viejo silo de grano transformado en museo de arte contemporáneo y hotel. Es imprescindible entrar para descubrir cómo los antiguos conductos dibujan ahora ojos de color en lo alto del edificio.

Victoria & Alfred Waterfront.

Victoria & Alfred Waterfront.

/ Josep María Palau

Un escenario de película de ciencia ficción, como también lo parecen los personajes que crea la imaginación de Walter Oltmann, expuestos en la Fundación Norval junto con otras muestras temporales de jóvenes o consagrados artistas africanos, como Alexis Preller o Cinga Samson. Hay al menos dos motivos para visitar la institución: promueve el arte contemporáneo africano y se sitúa en el distrito de Constantia, en las afueras de la ciudad, lo que nos brinda la excusa perfecta para conocer una zona repleta de bodegas al regresar. También cede parte de sus fondos para decorar los espacios del hotel Mount Nelson, pero lo más fascinante a mi modo de ver es su jardín de esculturas, una magnífica muestra al aire libre, distribuida en un espacio civilizadamente silvestre. 

De todos modos, no hay que olvidar dónde nos encontramos, ya que entre obras de Brett Murray o William Kentridge, asoman carteles advirtiendo que conviene mantenerse en el camino porque en la maleza acechan serpientes amantes del arte, pero que muerden lo mismo. En fin, nada que no cure una copa de Cap Classique, el cava local, servida en la propiedad de Steenberg Estate, por ejemplo. Desde el siglo XVII y hasta el XX, la región de Constantia era conocida por la exportación de vino dulce de sobremesa. Con el tiempo, los bodegueros locales han ido derivando hacia caldos con mayor recorrido comercial.

Jardín de esculturas de la Fundación Norval (obra Again Again de Brett Murray).

Jardín de esculturas de la Fundación Norval (obra Again Again de Brett Murray).

/ Josep María Palau

Al natural

La breve distancia que separa la capital legislativa de Sudáfrica del suburbio de Constantia revela de golpe algo que no resulta tan evidente en la cotidianeidad de Ciudad del Cabo, y que no es otra que la naturaleza es la reina y señora del país. De hecho, son muchos los que, con tiempo prudencial para llegar al punto deseado antes del atardecer, dirigen sus pasos hacia el omnipresente monte en forma de mesa. Existe un teleférico, en funcionamiento desde 1929, que sube hasta lo alto de los 1.086 metros de la cima en un suspiro, así como un sendero que remonta el cañón de Platteklip Gorge hasta el mismo lugar en unas tres horas, pero hay más adeptos al paseo de Fynbos.

Este trepa sin dificultad, pero con desnivel considerable, hasta las terrazas naturales de roca que la imponente montaña propone a media altura o un poco más. La caminata constituye un aperitivo de la inmensa variedad natural del Parque Nacional Table Mountain, que arranca aquí. Entre sus maravillas, más de 200 especies de flores, destacando la Protea Rey, de tallo leñoso y pétalos como uñas que es emblema nacional de Sudáfrica.

Vistas desde la cordillera de los Doce Apóstoles en Table Mountain.

Vistas desde la cordillera de los Doce Apóstoles en Table Mountain.

/ Josep María Palau

Una vez encaramados a alguna de las plataformas, algunos arriesgan el tipo para obtener la selfie perfecta, mientras otros toman el pícnic que han traído en la mochila y contemplan el sol poniente tras el pico de Lion’s Head y la carretera costera de Sea Point. Recorrerla en compañía del biólogo marino Justin Blake es disfrutar de una lección práctica sin agobios.

El litoral presenta una alternancia de playas y rocas, limadas por el viento y las mareas, hasta parecer elefantes recostados, y en calas estrechas como en Oudekraal, se acumulan algas laminariales o kelp, que la resaca arroja a la orilla. Con aspecto de tubo de plástico, Blake asegura que son el alimento del futuro. Para el científico, el gran cambio de percepción de esta franja costera ha llegado con su apertura al público general. “Hay que proteger puntos sensibles y abrir el resto”, afirma. “Solo así se entiende el valor de la biodiversidad y se evita el rechazo.” Bajo el agua, el superávit de recursos naturales salta a la vista. Aquí se encuentran los jardines submarinos del famoso documental Lo que el pulpo me enseñó, cerca de Simon’s Town.

Cala de Oudekraal.

Cala de Oudekraal.

/ Josep María Palau

El cabo de Buena Esperanza lleva todo el tiempo ahí, esperando a que me digne a salir de la capital para visitarlo, y por fin le llega su turno a esta península y reserva natural que ha sido nombrada una de las Nuevas Siete Maravillas del Mundo. Cuando el portugués Bartolomé Díaz llegó hasta allí, no le pareció tan fascinante, y lo llamó cabo de las Tormentas. Más tarde, el rey Juan II de Portugal ordenó que le dieran un nombre más positivo a un lugar que suponía acceder a la navegación hacia la India.

A lomos de una moto, para darle algo de épica a la ruta y sentir mejor el viento y el salitre, la carretera va asomándose a diversos enclaves que merecen una parada: las amplias olas de Maiden’s Cove, el desmayo de roca sobre el mar de Chapman’s Peak, el refugio de pingüinos de Boulders… Y así, sin sentir, se llega tras superar la población de Scarborough a un terreno señalizado como Cape Point, el último tramo antes de contemplar donde se juntan el Atlántico con el Índico… en apariencia, ya que el Cabo de Buena Esperanza no es el sitio exacto donde eso sucede.

Hay que recorrer unos kilómetros más, evitando las gacelas y avestruces que corretean libres por ahí, o incluso huyendo de los pérfidos babuinos, siempre dispuestos a llevarse algún trofeo al menor despiste, para alcanzar el Cabo Agujas, el verdadero extremo absoluto del continente africano. Allí me recibe un faro sumido en la niebla, aunque lo azota el vendaval, haciendo que uno sienta que realmente ha hollado un punto preñado de significado. 

El retorno pasa por una vía alternativa, por Muizenberg y al este, que permite contemplar la furia espumosa del mar que me separa de la India. Una apacible población pesquera, Kalk Bay, propone una abundante pero sencilla ración de fish and chips para recuperar fuerzas, mientras observo a los leones marinos intentando atrapar los trozos de pescado que se desechan en un mercado a ras de mar. La luz de la tarde y el sabor del frito indican que no puedo estar en mejor lugar. 

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