Quito colonial

La capital de Ecuador atesora el casco histórico de mayor extensión y antigüedad de Latinoamérica. Su centro colonial, el mejor conservado de la región, está declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad desde 1978 por su gran belleza y valor. Situado en la mitad del mundo junto a esa línea imaginaria que divide los dos hemisferios del planeta, y rodeado por impresionantes cadenas montañosas, Quito disfruta de una bien llamada "eterna primavera".

La Iglesia de San Francisco.
La Iglesia de San Francisco.

Cinco siglos en busca de la belleza es lo que acaudala el centro colonial de Quito, señorial ciudad concebida como la sistemática urbe española de fines del siglo XV, de matriz cuadricular alrededor de una plaza central flanqueada por los edificios más sobresalientes. La singularidad radica en el esfuerzo que se requirió para aplicar el clásico diseño a una geografía disparatada, encajonada en un angosto valle subtropical entre pliegues andinos. Los volcanes Pichincha, Cotopaxi, Antisana y Cayambe rodean con su abrazo una franja estrecha y complicada para cualquier arquitecto, lo cual motivó que en Quito se emplearan nociones constructivas desconocidas por aquel entonces, amalgamando sistemas indígenas con técnicas que hubo que idear sobre la marcha. Inaccesible y estratégico, el emplazamiento, habitado por diversos señoríos étnicos, fue seleccionado por Huaina Cápac, célebre príncipe inca, como segunda metrópoli de su floreciente imperio, aunque tardaría doce años de renovadas embestidas hasta conquistar el resistente reino de Quito. Sin embargo, el avance de los colonizadores, comandados por Francisco Pizarro, pronto arrasó los sueños incas -el efímero Quito incaico duró medio siglo-, provocando la ira y la rabia del cacique Rumiñahui ("Cara de Piedra"), quien no dudó en sacrificar la urbe al fuego antes que verla mancillada por la pisada del conquistador. Sobre los escombros se fundó el 6 de diciembre de 1534 la Villa de San Francisco de Quito, como principal núcleo receptor de un flamante arte de fusión que fundiría lo mejor del estilo barroco europeo con la creatividad de los herederos de los Hijos del Sol.

Sobre las faldas del Pichincha, las calles trepan o se hunden por las quebradas, ocupan laderas, o sortean colinas, a 2.800 metros de altura sobre el nivel del mar, en el puesto de segunda capital más alta del mundo -después de La Paz- y bajo un azul intenso, sereno y limpio, que por aquí llaman azul quiteño. Tal vez sea porque el viento susurrante que viene de los cerros limpia el aire otorgándole una clari- dad especial, una pureza incomparable; o tal vez se deba a la peculiaridad de su latitud cero, que hace que Yavirac, el dios sol de los incas, se desplome inmisericorde a mediodía en esta ciudad de altura encerrada entre montañas donde dicen que tocar el cielo es posible, y que las cuatro estaciones se suceden a lo largo de un solo día. ¿Será por el frío casi invernal de las noches, el otoñal frescor matutino, el implacable verano del mediodía, la primavera perpetua de entre medias, y los aguaceros que de pronto rompen al atardecer, todo lo cual suma una media anual de 18 grados centígrados? Quién sabe a qué se refieren con eso de las cuatro estaciones en un solo día, pero lo que es evidente es que su peculiar latitud le confiere un clima especial. No en vano tomó el país el nombre de la invisible línea geográfica que lo atraviesa, otorgando a los días y a las noches una alternancia pareja con puntuales amaneceres y atardeceres que invariablemente marcan las seis en el cuadrante a lo largo de todo el año. El alba clarea todos los días a las seis de la mañana, y todos los días, a la seis de la tarde, comienzan a ensombrecerse los cielos. El nombre de Ecuador fue asignado en 1830 cuando la Gran Colombia se desintegró en tres pedazos que se constituyeron como repúblicas separadas. Anteriormente, a principios de la colonia, el país de Quito era una Gobernación bajo el Virreinato de Nueva Castilla (Perú).

Para intentar comprender esta ciudad de extremos, conviene subir a uno de sus lugares más tradicionales: el Cerro del Panecillo, mirador a 3.000 metros de altitud desde donde se contempla, inmensa y complicada, la extensión capitalina, con su casco antiguo agazapado bajo sus tejas coloradas entre esta loma y el parque de La Alameda, y rodeado por un interminable dédalo de barrios nuevos surcados por anchas avenidas. El cerro marca el límite con la zona sur, más empobrecida, en contraste con el pujante norte desarrollado a toda velocidad con anhelos modernistas. "Panecillo" fue el apodo que le dieron los españoles a la céntrica colina, inspirados en su forma de masa de harina cocida, pero antiguamente se conoció como Shungoloma, palabra quechua que significa "loma del corazón". Antaño, la cúspide acogió un templo de culto a Yavirac y hoy sostiene uno de los emblemas más queridos por los quiteños: una réplica de grandes dimensiones -construida en aluminio-, de su enigmática Virgen Alada, también bautizada como Virgen de Quito o Virgen de Las Américas. La original, de sólo 30 centímetros, se halla desde el siglo XVIII en el interior de la iglesia de San Francisco. Una vez que se ha tocado el cielo desde Shungoloma hay que volver a bajar a zambullirse en la cuadrícula colonial en busca de sus tesoros escondidos, tratando de captar el espíritu de esa fecunda simbiosis mitad indígena, mitad hispana que fue fruto de una época ansiosa de arte, y que supo ensamblar lo mejor de cada cultura. Hay que patear las calles empinadas entre nubes de campanarios y cúpulas, admirar el noble plante de sus casonas embalconadas, y detenerse ante las barrocas fachadas encaladas; pero sobre todo hay que adentrarse en ese rosario de iglesias y conventos con altares ahumados por 400 años de velas prendidas, y dejarse cautivar por su misticismo. El gran cúmulo cultural y la abundancia del legado artístico le han valido sucesivos calificativos al Quito colonial designado unas veces como Ciudad Convento o Claustro de América , y otras como Relicario de Arte en América. La tarea constructiva había sido iniciada con pasión febril en un afán por instaurar una floreciente vida en estas regiones. Los viejos monasterios abrieron por primera vez al público sus claustros y sus museos en diciembre de 1934 con la celebración del cuarto centenario de la fundación de la ciudad. En sus entrañas resplandece atesorado un arte peculiar y de gran personalidad, estimulado por las riquezas que producían las explotaciones mineras de la zona y el aprovechamiento de la tradicional artesanía textil. La magnitud con que se expresó tan singular talante y las estilizadas recargas barrocas que fue adquiriendo le valieron el nombre propio de Escuela Quiteña, un movimiento artístico que se situó entre los mejores del continente. Por aquel entonces se produjeron grandes obras de pintura y escultura, muchas anónimas y gran parte de ellas firmadas por indios y mestizos. Las iglesias y conventos se ornamentaron exquisitamente con profusión de columnas, pinturas y tallas, y enormes cantidades de oro para realzar un sorprendente mundo de fantásticos interiores en los que se arremolinaban los misterios de ambos credos.

Las leyendas quiteñas evocan curiosos episodios, como el de ese tallador indígena que mientras se descolgaba por entre los andamios de la iglesia de la Compañía de Jesús se transformó en un reconocido artista capaz de cautivar a la misma Madre Patria, o el de ese otro indio que tras pactar con Satanás para concluir el atrio de la iglesia de San Francisco, consiguió recuperar el alma gracias a la agudeza visual con que se percató de que, finalizado el plazo fijado, había quedado una piedra sin poner.

No es de extrañar que no pudiera él solo con la obra encomendada ya que el conjunto arquitectónico ocupa tres kilómetros cuadrados de superficie, razón por la cual ha sido considerado como El Escorial de los Andes . Edificado en 1534, sobre cimientos de un palacio inca, está catalogado como el más antiguo del continente; en su interior, bañado de reflejos áureos y decorado con 104 columnas dóricas, las representaciones del dios inca Inti conviven con afamadas esculturas policromadas y la única virgen alada del mundo, figura casi mitológica con un extraño dragón a sus pies. Por su parte, la iglesia de la Compañía de Jesús -llamada La Compañía - empleó para su decoración más de siete toneladas de pan de oro y fueron necesarios 163 años para terminarla. El bordado en piedra de su fachada, de estilo barroco con influencia morisca, fue esculpido por indígenas. Impresionantes también resultan las cúpulas del convento de Santo Domingo, así como sus tallas doradas sobre un fondo rojo. Al de San Agustín lo llaman El Convento de Oro debido a su recargado ornato, mientras que la basílica de la Merced conserva en su claustro una fuente con un Neptuno entre delfines.

Callejeando en busca del centro de la ciudad de Quito, tampoco hay que perderse un recorrido por La Ronda -anteriormente denominada calle Morales y hoy calle 24 de Mayo-, la más pintoresca y colonial de todas, adoquinada, con sus casitas blancas de techos rojos, sus balcones y faroles.

En la Plaza Grande -también llamada de la Independencia-, que sigue representando el corazón neurálgico de la capital ecuatoriana como en tiempos de la colonia, confluyen el Palacio de Gobierno, de estilo neoclásico con piedras incas en su base y custodiado por guardias con uniforme de gala, el Palacio Arzobispal de piedra ladrillo y madera con sus características arcadas o portales, el Palacio Municipal, la iglesia del Sagrario, y la Catedral metropolitana de 1565, con su espectacular fachada mitad de piedra, mitad encalada. De grandes proporciones y muy espaciosa, esta plaza favorece un distendido bullicio de paseantes y tertulianos acomodados en los bancos públicos, con bandadas de niños limpiabotas en busca de unos zapatos que lustrar. Al fondo del decorado centellean unas mágicas montañas de nieves perpetuas, como si quisieran preservar y proteger las bellezas arquitectónicas de esta ciudad donde convivieron estrechamente el Viejo y el Nuevo Mundo, intercambiando saberes para lograr unas creaciones humanas que han sido capaces de resistir los avatares del tiempo, la historia y los terremotos.

Quito es una de esas ciudades que pueden hechizar y conquistar el errante corazón del viajero en busca de visiones para la memoria de su retina, pero también es un laberinto de sensaciones donde cada cual debe encontrar su rincón favorito.

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