Palencia, la esencia secreta de Castilla

Palencia, desconocida y a veces asimilada a otras ciudades vecinas, guarda la esencia castellana más auténtica y algo más. En sólo 24 horas se descubre que los palentinos son acogedores y sonrientes, los restaurantes no sólo asan lechazo, los días luminosos abundan en abril y la urbe oscila entre la tradición y la modernidad.

Monumento al
maestro, esculpido por Rafael Cordero, con la
Catedral de Palencia al fondo

Palencia es una ciudad de soportales, ideal para acoger historias oscuras y secretas". Me lo cuenta Manuel Esparza, el propietario del Club 38 (Mayor, 30) a las cinco de la mañana. Es la hora en la que los últimos noctámbulos palentinos despeñan la noche -desde hace 40 años- en esta barra rodeada de fotos en blanco y negro, enfermas algunas de tiempo amarillo. Presidiéndolas todas, un cartel de Calle Mayor firmado por Bardem recuerda que el fundador del Club 38 (padre del actual propietario) regentaba también el Miami, donde se rodaron algunas escenas del demoledor retrato provinciano. Un celuloide rancio que consagraría a la calle por la que se entra aquí como ejemplo de corredor provinciano donde todas las hipocresías, los vicios y las ingenuidades tienen asiento. Manuel -melómano y filósofo de barra- no quiere ni oír hablar de la Palencia de las piedras y el lechazo, y propone una en la que personajes y establecimientos han ido escribiendo una intrahistoria propia lejos de la homogeneidad o la globalización. No queda claro cuál sería esa historia oculta, pero es que son casi las cinco de la mañana y hay que mostrar el camino hacia la puerta a los bebedores solitarios y a los grupos de resistentes. Suena U2 mezclado con Guns''n''roses remezclado con la Piquer.

Es un lío, pero también un descanso para mis oídos, que vienen del Barsket, donde el reaggeton más dañino se suele aliar los fines de semana con una multitud desaforada que pisa con garbo. Suerte que es viernes y todos los bares resultan más habitables. Especialmente el Arcadia. Allí la piedra hace buenas migas con el diseño industrial alrededor de una barra en uve presidida por Sara, una camarera rubia con esa mirada tierna y sonriente tan propia de Palencia. Porque vamos a ir dejando desclara una cosa: Palencia es una Castilla atípica, donde los viandantes te acompañan unos hectómetros hacia tu destino, las dependientas agradecen tu visita y todos los desconocidos con los que te encuentras son, en potencia, amables y acogedores dentro de un orden. Hago recuento de las sonrisas recibidas durante 24 horas y me sale un buen puñado.

Mansiones neoclásicas

Pero estábamos con Sara, lo segundo mejor del Arcadia (Plaza San Miguel, 6). Lo primero es la vecindad, al entrar o salir, de la Iglesia de San Miguel. Bajo su espiritualísima torre gótica, que pareciera pintada por El Greco, dicen que se casó el Cid Campeador con doña Jimena. Es como el emblema de Palencia, ligero y aéreo. Uno no se cansa de mirar sus ventanales ojivales sin ventana, todo un misterio. En sus proximidades está también la zona del Seminario, joven y rica en decibelios. Pero esta noche no la he visitado. He optado por un recorrido que incluía el Universonoro (San Juan de Dios, 3), repleto de indies palentinos que sobrevivieron a los 90. Sopeso allí si decadencia es una transposición de "década pasada". De allí llegué procedente del Blue Velvet (Colón esquina Cirilo Tejerina), donde Chiri me prepara uno de los tés de su carta. Me siento junto a unas estatuas de Epi y Blas para digerir una cena en la que fui muy optimista en la selección de los platos.

Cuando me senté a la mesa de La Choza y se me iban los ojos tras las típicas recetas palentinas (palominos, chuletillas...), mi estómago estuvo de acuerdo conmigo en que iba a poder con dos platos y postre. La carne aquí es excelente, la de La Choza especialmente, y es fácil dejar los huesos mondos en el plato. Pero eso no quiere decir que no haya que pagar las consecuencias.

El hambre me venía de la tarde que me había pegado. Básicamente, me dediqué a recorrer la Calle Mayor arriba y abajo, uno de los pasatiempos favoritos de los palentinos. Bien administrado, puede suponer kilómetros de ejercicio y toneladas emotivas de saludos y abrazos. La Calle Mayor compone un mapa casi borgiano de la ciudad. Sus fachadas incluyen balconadas castellanas, creaciones neoclásicas emparentadas con el Palacio de la Diputación o modestas superficies de ladrillo, primas hermanas de las casas junto a la estación. Y junto a ellas, portadas contemporáneas que rebajan en estética el conjunto.

Los comercios de la bautizada Calle Mayor Principal también contribuyen al resumen del espíritu ciudadano. A dos tiendas de distancia de Adolfo Domínguez (Mayor, 27), con sus ventanales diáfanos hasta el suelo, Tejidos San Luis presenta un escaparate rebosante de telas, con mantelerías expuestas en mesas camilla giradas hacia el público. La Calle Mayor comercial oscila, como Palencia, entre el escaparatismo titulado (o con máster) y las viejas triquiñuelas de los comerciantes de toda la vida, licenciados en astucias. Su trazado se contagia a los alrededores, que acogen cines, teatro, mercado de abastos, sedes de instituciones, parroquias y restaurantes famosos y caros. Todo lo que cuenta en la ciudad.

Pero lo que convierte a la Calle Mayor en un mapa de Borges son sus peatones. No es que aquí estén representados todos los estratos, edades, sexos y condiciones; es que, de hecho, pasan todos bajo sus soportales. Escolares y universitarios soñolientos que toman el tren hacia Valladolid, noctámbulos sin redención, viudas golosas, agricultores cargados de papeles, sacerdotes de paisano, funcionarios en busca de tapa, periodistas de libreta cargada, adolescentes minifalderas, repartidores y ociosos. Todo buen palentino acude a su cita periódica con la Calle Mayor. Los malos también. Sólo es cuestión de tiempo.

Los Cuatro Cantones

El eje de la vía son los Cuatro Cantones, cuatro piedras historiadas alrededor de las que gira la ciudad. Junto a ellas, el Casino Palentino, donde la burguesía local, ahora jubilada, lleva desde 1862 jugando al dominó. Exhibe algunos detalles modernistas, como un mural de Rafael Oliva. Y conserva los únicos soportales del ala oeste de la Calle Mayor. Del resto no queda ni la sombra.

Me he comprado una guía de la ciudad en Elordi (Colón, 43), una bien surtida librería de viajes. Cada pocos párrafos me he encontrado con el relato nostálgico de algún edificio difunto, casas nobles convertidas en gravilla. Es una cruel ley de vida por la que todo cambia, todo fluye y todos los palacios palentinos inhabitados se tiran en la segunda mitad del siglo XX para obtener viviendas y locales céntricos. Desaparecieron, entre otros, los citados soportales occidentales, la Casa de la Intendencia, el Palacio de Don Sancho de Castilla, las murallas de la ciudad -derribadas a finales del XIX- o la Universidad, que en el siglo XIII pudo ser la primera de España y se conocía como Estudios Generales. El catálogo de edificios fantasma da para otra guía y su ausencia será útil para tener a los palentinos ocupados durante los próximos siglos buscando su identidad urbana.

Para no anegar la Calle Mayor con mis lágrimas me encaminé a la pastelería Portillo (Mayor, 34), que las penas con sus abisinios de crema son mucho menos. Venía de tapear en Casa Lucio, sin duda el más prestigiado restaurante de Palencia. Me recomendaron sus fideos con foie, y estoy por mandar un hermoso ramo de flores al consejero.

Comí ligero para no entorpecer la visita. Había tenido una mañana tranquila, paseando por parques e iglesias de la ciudad y rodeando la omnipresente Calle Mayor y sus adyacentes. Los parques son geométrica y espiritualmente extravagantes. Empecé por Jardinillos, frente a la estación de tren. Ni carne ni pescado, el espacio cuenta con una ruta botánica, un riachuelo, piedra y cemento. No termina de ser cómodo ni selvático ni artificial por culpa de las vías, los túneles y las calzadas de paso que lo rodean. Lo convierten, a su vez, en un lugar de tránsito. Me asomé luego al Salón, un parque rectangular que parece una autovía con árboles y termina en la orilla poniente del Carrión. Los vecinos dan la espalda a esta ribera durante todo el año para redescubrirla en verano. Al fin y al cabo, en el otro lado sólo viven 1.500 palentinos, de los que la tercera parte son huéspedes del frenopático San Juan de Dios. El otro manicomio, el de San Luis, situado al otro lado de la vía, también ayuda a dilucidar qué es lo que los palentinos consideran extramuros. El tendido ferroviario deja fuera del centro a una buena parte de la ciudad, que lleva una década peleando por el soterramiento del tren.

Una solitaria iglesia románica

También el Monte El Viejo, con toda su exuberante riqueza vegetal, es ajeno a la ciudad durante casi todo el año, a pesar de constituir el pulmón de Palencia. Desde sus miradores se obtiene una magnífica vista que ayuda a comprender perfectamente la urbe. Pero estaba yo en el Salón. En el extremo oeste, pasado el auditorio, las pistas para patines y bicicletas y las esculturas, se alza, mucho más discreta, la puertecilla de acceso a la Huerta del Guadián. Mi parque favorito de Palencia es un breve paseo arbóreo con misterio de bosquecillo inglés, reforzado por la Iglesia de San Juan Bautista, trasplantada a su centro.

Entre parque y parque, son los templos los que marcan el recorrido. Decía un amigo que Palencia es una ciudad con tres iglesias por habitante. La cosa no es para tanto, pero lo cierto es que cada vecino del centro podría tocar a un par de sillares. En cambio, en un hipotético expolio especializado en románico, el botín no pasaría de medio puñado de chinas. La única iglesia románica en la capital de la provincia del románico es la mencionada San Juan Bautista, que ni siquiera es oriunda de la ciudad. Su magnífica portada de arco apuntado y el resto de sus piedras numeradas fueron trasladadas desde Villanueva del Río Pisuerga cuando lo anegó el pantano de Aguilar. Los misterios eclesiásticos de la ciudad de Palencia -como el pasadizo que une San Francisco con la residencia de los jesuitas- me animaron a pasarme la mañana visitando templos, tras dedicar sólo un par de horas, más bien profanas, al hotel elegido, el AC Palencia (Avenida de Cuba, 25. ? 902 292 293 y www.ac-hotels.com).

Pedí, antes de soltar las maletas, una habitación con vistas al Cristo del Otero, la gigantesca escultura de Victorio Macho, que, con sus brazos abiertos, parece siempre a punto de decir algo. Los huéspedes de las mejores habitaciones lo tienen frente a frente, sin obstáculos arquitectónicos entre ellos. Paseando por los cálidos salones del cuatro estrellas decidí, nada más llegar, que Palencia podría esperar en lo que me zambullía hacia las dos bazas del hotel que me enamoraron de inmediat la larga bañera y el mini bar gratuito.

Platos de hogar

Los restaurantes palentinos cuentan siempre con algún detalle acogedor y hogareño que a uno no le cuesta imaginar en casa de su abuela o en una vivienda burguesa de ahora mismo. Alacenas y papeles pintados de una abuela con un gusto clásico irreprochable, eso sí. Los tiene el comedor de La Rosario (La Cestilla, 3), que se disputa con Casa Damián (Ignacio Martínez Azcoitia, 9) la titularidad de la mejor menestra palentina. El secreto de la especialidad local es rebozar las verduras una por una. Menos los guisantes, claro. Los lechazos mejor asados viven (es un decir) en La Choza (Obispo Lozano, 4), Casa Lucio (Don Sancho, 2) y, sobre todo, La Encina (Casañé, 2), donde también ofrecen un galardonado pincho de tortilla. Lucio es el local más recomendado por los nativos y prácticamente el único en el que probar la morcilla de Fuentenadrino, un pueblo con un solo habitante, el que las hace. Otra exquisitez local es la cecina de Villarramiel de la tienda de delicatessen Peña (Plaza Mayor).

Villandrando, una joya neogótica en el centro

Los palentinos le dedicaron una estatua de bronce a tamaño real entre la Calle Mayor y la Plaza Mayor. Arroyo también realizó la fachada del Colegio de Villandrando, una joyita neogótica en ladrillo rematada con un friso de cerámica del artesano segoviano Daniel Zuloaga. Está situada en la Calle Mayor y sus ventanas superiores son parientes lejanas de la vecina Torre de San Miguel. Arroyo la inauguró en 1911, cuando ya llevaba cinco años enfrascado en la construcción del Palacio de la Diputación (Burgos, 1), concluido en 1914. El edificio se asemeja a un barco varado, próximo al muelle de los Cuatro Cantones y rematado en cañones de piedra listos para una batalla naval. Lo que aloja, además de las cavilaciones de los diputados, son los valiosos murales de la entrada, una cristalera Maumejean de 1912 y obras de Berruguete o Casado de Alisal. El palacio acaba de estrenar una iluminación nocturna que lo transforma en un puzzle de luces y sombras.

Templos del XVI

La Catedral, que se concluyó en 1516, tiene además elementos constructivos que remiten al siglo VII. Su famosa cripta de San Antolín, sus restos protorrománicos, su oratorio y la antigua catedral románica constituyen una robusta matriuska, de amenazadoras gárgolas y picachos de piedra que apuntan al cielo. En contraste con este aire de fortaleza, su interior sereno invita al misticismo. Siempre hay un templo visible desde una buena parte de las calles del centro. Como San Lázaro, útil como referencia para localizar la parada de taxis del centro. O San Francisco, con la famosa homilía del padre Torres -buen amigo de Ratzinger desde hace años-, a la que acude, los domingos a la una, el todo Palencia. Aunque sólo sea para ver qué dice esta vez el jesuita.

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