Namibia, las dunas más longevas

Las dunas más longevas batidas por las olas del océano, leones que se cruzan en la playa con pingüinos y osos marinos, copos de nieve en el desierto, ciudades construidas con escuadra y cartabón en las puertas mismas del fin del mundo... El desierto del Namib es un auténtico experto en paradojas y finales inesperados. Como los que se deciden en su escenario más cinematográfico: la Costa Esqueletos.

Namibia, la Costa Esqueletos
Namibia, la Costa Esqueletos

El inmenso desierto del Namib, que se extiende en paralelo a las costas del Atlántico, se funde con increíbles santuarios naturales como el Parque de Etosha, un refugio de 20.000 kilómetros cuadrados donde habitan 140 especies animales.

El sol se pone en el desierto más antiguo del mundo. Desde la cresta de la Duna 45, una de las más frecuentadas por los viajeros, comienza el espectáculo. Los tonos amarillentos se van tornando en rojizos, el viento cargado de arena difumina los contornos, el cielo se vuelve violeta y el ejército de dunas lejanas parecen temblar. Es en este momento cuando se entiende en toda su dimensión el nombre que la tribu nama escogió para su desierto: Namib, literalmente "enorme".

Una palabra que no se refiere sólo a su extensión de más de 80.000 metros cuadrados en una franja de unos 1.600 kilómetros paralela a las costas atlánticas. Enorme porque lo borra todo, lo engulle, lo convierte en nada. Cientos de leyendas namibias cuentan las historias de los desdichados que se adentraron en él para no regresar. También las de quienes no tuvieron coraje. Como es el caso del explorador portugués Bartolomé Díaz, considerado como el primer europeo en llegar a las costas namibias. Mucho había penado en el mar para lograr tal hazaña, pero rápido se le olvidó cuando vio ante sus ojos aquel increíble batallón de dunas a los pies del océano. Aquella empresa le aterró tanto, que se marchó por donde había venido y salvó la vida.

También resulta fácil comprender esta reacción cuando se inicia el trayecto hacia el valle de Sossusvlei, uno de los los lugares más frecuentados del Parque Nacional de Namib-Naukluft. Las visitas guiadas parten desde la zona de acampada y el lodge de Sesriem, utilizados como "cuartel general" por la mayoría de los turistas. También es posible visitarlo por cuenta propia si se dispone de un todoterreno, pero pasando antes por la zona de control de vehículos y entradas de Sesriem.

Desde el momento en que se toma la carretera hacia Sossusvlei, comienza la alineación de dunas, algunas de ellas de más de 300 metros de altura. Ya estaban aquí desde antes de que se extinguieran los dinosaurios y, en toda esta eternidad, no han cesado en el baile al que les obliga el viento. Como si se tratara de una avenida, 128 cada una recibe un número correlativo. La 45 es la preferida de los viajeros por sus vistas y el cromatismo que adquiere al caer la tarde. No tiene nada que envidiar el panorama que aguarda en Sossusvlei, un valle privilegiado en el que llueve cada cuatro o cincos años y donde, muy de tarde en tarde, incluso nieva. Gracias a esta humedad, en este paraje sobreviven algunas acacias y bastantes ejemplares de la sufrida Welwitschia. Esta última, con sus hojas deshilachadas y sus raíces campando sobre la arena, es capaz de vivir hasta dos mil años y está considerada la planta del Namib por antonomasia. Con permiso, por supuesto, de los melones Nara, el único alimento (y bebida) con el que han contado los moradores de esta esquina del desierto.

Penetrando aún más entre las dunas, se llega al desolador panorama de Deadvlei. Aquí la humedad desapareció con tanta violencia que las acacias que crecían en el valle no tuvieron tiempo ni de descomponerse. En el lugar donde hubo una laguna, sólo quedan como testimonio los troncos resecos de los árboles. Muerte, pero tan estética, que parece diseñada por un artista de vanguardia. Líneas rectas, colores puros, contrastes. Abstracción dibujada sobre la arena del Namib.

Este vacío casa muy bien con la imagen preconcebida del desierto. Pero el Namib es demasiado sabio para plegarse a ningún cliché. La estrechez de la franja que ocupa a lo largo de la costa permite que penetren en él neblinas y retazos de humedad que alimentan cierta vida. Con la ayuda de profesionales se pueden descubrir gecos, escorpiones, camaleones o serpientes venenosas de vistosos colores. También surcan sus bordes antílopes, avestruces, chacales, caballos salvajes... En el norte, donde la humedad es mayor, se llegan a ver jirafas y hasta leones. Un buen estreno para los prismáticos del viajero, que puede continuar su aventura de avistamientos, ya fuera del desierto, en el genial Parque del Etosha. En total más de 20.000 kilómetros cuadrados de vida salvaje con más de 140 especies animales. Casi una región aparte dentro de Namibia y que tiene ya cien años de historia.

La aventura continúa hacia el norte. A lo largo de las costas del Atlántico hay algunos lugares de parada obligatoria. Como la bahía de Walvis Bay, con sus flamencos en formación, su mar encabritado y su curiosa arquitectura racional y germánica a las mismas puertas del desierto. O Swakopmund, uno de los lugares predilectos de los descendientes de los colonizadores alemanes para pasar sus vacaciones. Con sus coquetos bungalós y su animación comercial, esta urbe es el refugio ideal para reponer fuerzas antes de lanzarse de nuevo a las polvorientas carreteras namibias. Tras el orden y la civilización, la furia de la colonia de osos marinos de Cape Cross. Resultan inolvidables sus gritos, el olor perceptible a kilómetros, sus cortejos, sus peleas por mantener el territorio y salvar a sus crías desorientadas de los chacales. Con más de 100.000 de estos animales en periodos de cría, el espectáculo merece su fama. Bruma aún a media tarde. Medio ocultos en la arena, un nombre y una fecha: Edgard Bohien, 1910. Es lo único que puede descifrarse en la panza de un barco destrozado por la furia de la corriente de Benguela y olvidado en la playa. Como él, decenas de embarcaciones se resquebrajan al sol. El lugar parece el escenario de una película de misterio, y su nombre, el título: Costa Esqueletos. Un ambiente sombrío y tenebroso que incita a mirar atrás cada dos pasos.

Escasos son los turistas extranjeros que se adentran en la Reserva Nacional de la Costa Esqueletos, de la que sólo puede visitarse la parte sur. Esta calma favorece que la vida salvaje campe a sus anchas hasta el punto de que, con suerte, es posible presenciar escenas dignas de un buen documental. En estos parajes todavía se encuentran ejemplares de elefantes del desierto, cada vez más escasos. También resulta famoso por ser uno de los pocos lugares del mundo donde los leones se aventuran hasta el mar para devorar lo que pueden a falta de mejores sustentos. Las corrientes gélidas procedentes del sur y las neblinas que traen humedad al desierto crean una curiosa paradoja viviente, con pingüinos compartiendo territorio con avezados depredadores.

Amedida que el desierto del Namib va quedando atrás, la vegetación, aunque todavía escasa, aumenta y el ser humano se erige de nuevo en protagonista. Las elegantes himba, cubiertas de arcilla y con sus delicados adornos, venden artesanías junto a la carretera. La aventura culmina en su territorio, Kaokoland, el lugar al que han logrado adaptarse gracias a sus conocimientos ancestrales y su dominio de la ganadería. Unas enseñanzas que sabrá valorar aún más si cabe el viajero recién salido de la prueba de humildad del desierto.

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