México: Las ciudades que guardan los tesoros coloniales

Apartado de las concurridas playas caribeñas y del Pacífico, y prácticamente ajeno al influjo de las divinidades mayas y aztecas, late el corazón más colonial de México, cuajado de opulentas ciudades barrocas que convirtieron en perdurables tesoros de arte las riquezas de plata y oro extraídas de las minas a cuya vera se desarrollaron. Cinco Estados centrales, San Luis Potosí, Aguascalientes, Guanajuato, Querétaro y Michoacán –el único con costa–, están apostando fuerte por ensalzar la espléndida herencia que les legó el virreinato de la Nueva España.

México: Las ciudades que guardan los tesoros coloniales
México: Las ciudades que guardan los tesoros coloniales

A mediados del siglo XVI, el descubrimiento de varias minas de plata y oro en regiones de la llamada Aridoamérica desvía poderosamente la atención de los colonizadores asentados en la Nueva España desde la segunda década del mismo siglo. Pero junto con la inesperada riqueza del subsuelo de unas tierras ubicadas casi a los bordes del desierto, los españoles se encontraron de cara con la inusitada ferocidad de los pueblos nómadas de la Gran Chichimeca, pequeños grupos de ágiles y evanescentes indios cuyo dominio les costó cuarenta años de encarnizada lucha. Pero el botín valía su peso en oro -y sobre todo en plata-, y los conquistadores terminaron por asentarse en la zona implantando nuevas ciudades dispuestas a consolidar el provechoso Camino de la Plata conectado con México. Así, poco a poco, entre 1531 y 1592, se fundan pequeñas poblaciones leales a la Corona de España que pronto adquieren rango de Nobles Ciudades y son designadas con rimbombantes nombres que más tarde se perderán o se irán acortando. Siempre sobre traza renacentista tirada a cordel, surgen, una tras otra, Santiago de Querétaro (ahora Querétaro a secas), Nueva Valladolid (apodada Morelia en honor al héroe nacional José María Morelos y Pavón), Santa Fe y Real de Minas de Guanajuato (ya simplemente Guanajuato), Villa de la Asunción (rebautizada Aguascalientes) y San Luis Minas del Potosí (que se ha quedado en San Luis Potosí).

Lejos ya de aquellos días de aventuras y desventuras, codiciosos anhelos y pasadas glorias, todas estas capitales de Estado parecen de pronto despertar de un largo sueño durante el cual se habituaron a sus maravillas artísticas y arquitectónicas sin concederles apenas importancia, como remarca Alberto Ruy Sánchez Lacy, director de la prestigiosa publicación Artes de México, cuando las describe como " ciudades mexicanas que son en sí mismas obras de arte, ambientes de belleza edificada y viva, condensaciones de historia y de labor artesanal, ámbitos de afortunada excepción estética, paradójicamente cosa de todos los días para sus pobladores ". Ahora, plenamente conscientes de la inmensa riqueza cultural que atesoran, se presentan como una alternativa fresca y diferente al consabido turismo playero, en un apetecible recorrido a través de sus Tesoros Coloniales.

A pesar de algunas trazas renacentistas, sorprende la pasión con que por aquí se acometieron los más ambiciosos proyectos barrocos, y cómo de la forma más natural derivaron hacia un denso neoclásico que, si bien renegaba de pretéritas modas -se llegaron a destruir un gran número de retablos-, no parece sino subrayar lo más deslumbrante de ese remarcado espíritu barroco que coincidió precisamente con el mayor auge de estas ciudades. Pero aunque lo sustancial se copió de la madre patria, aquí resplandece de otro modo, combinado con esas explosiones de color tan características del estilo mexicano y muy particularmente enriquecido con una profusión apabullante de ornamentación, no exenta, por añadidura, de cierto sincretismo cultural en las enternecedoras aportaciones de exótica ingenuidad de sus infinitas figuras de santos y angelotes. La sobriedad de la cantera gris, rosada y ocre pulcramente labrada, el resplandor dorado de los recargados retablos y la enrevesada filigrana de forja de los balcones de los palacios contrastan con los encendidos colores con que los mexicanos aciertan a colorearlo todo sin por ello resultar estridentes. Los intensos tonos pastel de las cúpulas, los ardientes carmesíes de ciertos claustros, los inflamados amarillos y anaranjados de las fachadas de las catedrales compiten con los cotidianos verdes, morados, índigos y fucsias.

Si bien en conjunto todas estas urbes, claramente cortadas por un mismo patrón, configuraron una de las facetas históricas que más contribuyó al embellecimiento de México, vistas cada cual por separado denotan marcados rasgos de personalidades completamente diferentes. Y aunque unidas conforman un espléndido rosario cultural, cada cual posee encantos suficientes como para dedicarle una única y prolongada estancia, pues sus descomunales centros históricos se pueden recorrer durante largas horas callejeando caprichosamente sin dejar de descubrir gratas sorpresas.

Querétaro es la que muestra más a las claras la reiterativa cuadrícula virreinal, con sus limpias calles peatonales -que aquí llaman andadoras- en torno a una armoniosa Plaza de Armas que la iluminación nocturna convierte en irresistible lugar de encuentros. Patrimonio de la Humanidad desde 1996, su compacto casco mantiene el encanto de esos lugares que aún no han sido descubiertos del todo. Por su parte, San Luis Potosí y Guanajuato disfrutan de un alegre ambiente juvenil debido a sus universidades, pero con un decorado bien distinto en cada caso. Aunque resulta mucho más ciudad, a San Luis no le faltan agradables rincones, especialmente conseguidos gracias a una multitud de plazas y plazoletas realmente bonitas. A Tomás Calvillo, historiador y poeta que la define como " extraña y entrañable, una paradoja vital en el corazón de México ", le sugiere toda una suma de evocadores compendios: " La sequedad del ambiente, la dureza y esplendor de la cantera, la ferocidad guachichil, la diplomacia y laboriosidad tlaxcalteca, la tenacidad misionera, el tesón de los vascos, el empeño castellano, la audacia de los mineros, la ambición comercial de los emigrantes ...".

Con otro talante, la ciudad de Guanajuato resulta realmente impactante vista desde el Mirador, encajonada entre los cerros, con sus majestuosos templos de domos coloreados resaltando entre un batiburrillo de cúbicas viviendas pintadas con brillantes aguamarinas, fucsias, amarillos y naranjas cítricos, exaltados rojos, rosas, añiles... El eco de viejas leyendas resuena todavía por sus tortuosas y empinadas callejuelas con historias de amantes sorprendidos, condesas despechadas, fortunas dilapidadas, apariciones de monjes esqueléticos, valientes hidalgos, terribles guerrilleros, horripilantes aquelarres, princesas encantadas que devolverían a la villa toda su plata, y minas de plata aún sin excavar... Especialmente grata para el viajero español, Guanajuato promueve uno de los movimientos culturales más renombrados de toda Latinoamérica, el Festival Internacional Cervantino, y alienta tradiciones de arraigado sabor castellano, como sus famosas Callejoneadas Nocturnas, versión autóctona de la tuna estudiantil.

También de marcados tintes castellanos, en este caso por sus similitudes con ciudades como Alcalá de Henares o Salamanca, resplandece Morelia, la capital del Estado de Michoacán, que no en vano se edificó con una profunda nostalgia de la Valladolid de por aquel entonces. Su solemne catedral permanece como epicentro geográfico y espiritual, rodeada de calles que en todo momento desembocan en la visión de algún otro templo proyectado para ayudar a sostener y a subrayar la fe de caminantes y peregrinos. Sus más de mil monumentos le valieron en el año 1991 el título de Patrimonio de la Humanidad y ocho años más tarde el compromiso de su gobierno con un Plan Maestro de Rescate del Centro Histórico.

Más discreta por su menor cantidad de vestigios arquitectónicos, la ciudad de Aguascalientes prolifera, sin embargo, en detalles y sutilezas, y sobrecoge por la amplitud de sus espacios, así como por poseer la más inmensa de las plazas, mandada construir de cien varas en cuadro, hoy apodada Plaza de la Patria y simbólicamente centro de la República mexicana. Acentuada con agradables parques y jardines, produce fácilmente la sensación de estar pisando un lugar especial y poderoso. Al poeta aguascaletense Víctor Sandoval le inspiró enigmáticos versos: " La ciudad nos custodia desde su plaza en armas/ ágora de pavores y codicias;/ estatuas de crisólitos vigilan este sitio/ y nos preservan de cualquier transparencia ". Según aclara el diccionario, crisólito no encierra mayor misterio que el de definir un silicato nativo de hierro y magnesio, de color verdoso, pero crisólitos, pavores y codicias aparte, en ésta y en todas las demás plazas lo que realmente se percibe, lo que más gratamente asombra es el latido impetuoso de un saber vivir de puertas para fuera. El constante e intenso bullicio de sus gentes frente a las impresionantes fachadas de sus templos repletos de denso silencio consolida el eterno binomio antagónico entre la espiritualidad de un pueblo y su capacidad festiva. Al atardecer, las catedrales se iluminan y las plazas se convierten en mágicos lugares de reunión. De día, a pesar del calor de ciertas horas, también vibran y se animan con vendedores de globos, payasos e inquietantes danzantes enmascarados, personajes capaces de combinar la búsqueda del sustento con un irrefrenable anhelo parrandero. Puede que haya algo de la vieja España en todo esto, pero lo que se respira más profundamente es el latir del alma mexicana cuajada a base de un complicado sincretismo de culturas, totalmente único en su género. Recordando las palabras del escritor André Breton, quien catalogó a México como " el único país del mundo surrealista por instinto ", hay que reconocer que los detalles más extraños pueden asaltarnos en cualquier esquina entre tesoro y tesoro colonial. Como, por ejemplo, las típicas catrinas, unas estatuilllas de cerámica pintada que se han popularizado enormemente y representan esqueletos acicalados con sus mejores galas, dispuestos para la juerga, o los maniquíes de alguna tienda de trapillos de moda que imitan a las turbadoras momias que Guanajuato exhibe en un macabro museo, o las extrañas diversiones que en un alarde turístico proponen jubilosas rememoraciones de idealizados episodios revolucionarios en los que podemos acabar contra el paredón fusilados con balas de fogueo. Una extraña diversión de la que bien podemos reponernos con un trago del mejor tequila, porque, al fin y al cabo, rodeados de gentes extraordinariamente amables y joviales, estamos en un lugar diferente donde, afortunadamente, sobreviven los rasgos más auténticos de una identidad única e intransferible.

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