Masai Mara, hogar de los míticos cinco grandes

Es la razón principal de la mayoría de los viajes a Kenia y la reserva más popular del África Oriental. Se creó en 1961 para proteger la vida salvaje del mayor depredador del planeta, el hombre. Sus más de mil quinientos kilómetros cuadrados con visiones garantizadas de los "big five" enseguida lo convirtieron en un importante destino turístico mundial. Ahora en verano millones de herbívoros migran por sus tierras.

Masai Mara, explosión de vida salvaje
Masai Mara, explosión de vida salvaje

Situado a unos 250 kilómetros de Nairobi, en el sur de Kenia, el Masai Mara (o Maasai Mara) linda con otro de los espacios protegidos más conocidos de África, el Serengeti de Tanzania, cuya frontera trazada con regla sobre el papel no significa nada para la abundante fauna que los habita conjuntamente. Además de contar en su territorio con multitud de ñus, cebras, gacelas, impalas, facóqueros, búfalos, hienas, jirafas y los omnipresentes buitres, el Masai Mara es también hogar de los míticos cinco grandes, es decir, el león, el elefante y el búfalo, más el esquivo y solitario leopardo y el diezmado rinoceronte. Pero también es tierra de una de las tribus más poderosas de África, los orgullosos y admirados masais. De ahí la denominación Masai Mara, aunque familiarmente se le conoce simplemente como Mara, según algunos en referencia al aspecto de la tierra moteada por acacias y arbustos, ya que "mara" significa "moteado" en la lengua maa de los masais, pero también por el nombre del importante río Mara que lo cruza de norte a sur, en su curso hacia el inmenso lago Victoria. Este cauce proporciona el mayor espectáculo del parque, entre finales de junio y principios de julio, cuando los grandes rebaños de herbívoros venidos del sur se apelotonan en sus escarpadas orillas obligados a traspasarlo para continuar con las estacionales migraciones en busca de pastos frescos. Embudo natural para tamaña concentración de carne, el cruce del río convoca a su vez un buen número de depredadores y carroñeros. Leones, guepardos, buitres y marabúes permanecen al acecho, mientras los cocodrilos se preparan para el festín que durante un año han esperado. Y por supuesto, también constituye lo más llamativo para los visitantes del Mara. Cada año un millón y medio de ñús de barba blanca, doscientas cincuenta mil cebras de Burchell y medio millón de gacelas Thomson caminan a través del Serengeti y el Masai Mara a lo largo de una marcha de casi tres mil kilómetros. Durante el peligroso paso fluvial las bajas de los ñús alcanzan el cuarto de millón, lo que no supone demasiado para el rebaño, ya que cuatrocientas mil nuevas criaturas verán la luz en la siguiente estación húmeda. Obligados tanto por sus enemigos como por la marcha constante de la manada, los recién nacidos son capaces de correr tras sus madres a las pocas horas de nacer.

La Reserva Nacional Masai Mara se creó en el año 1961 para preservar de los grandes cazadores blancos una porción de territorio entonces remoto y despoblado. Protegidos hoy de escopetas y rifles, los animales del Mara no tienen nada que temer del batallón de cámaras fotográficas y prismáticos que asoman de cada uno de los vehículos con los que están acostumbrados a toparse de cuando en cuando. Los guías de los diferentes convoyes que salen a diario se comunican entre sí intercambiando información para que todo el mundo disfrute del espectáculo. Al hallarse lejos de los grandes núcleos urbanos, el Masai Mara no necesita acotar su perímetro con cercados ni verjas de ningún tipo, es decir, que los animales salvajes del Mara son realmente salvajes. O lo que es sinónimo: libres. Amaneceres y atardeceres son los momentos escogidos por la mayoría de los safaris -palabra suajili (swahili) que significa simplemente "viaje"-, por coincidir con lo que podríamos llamar las horas punta del reino animal. Pero también son las horas que ofrecen las luces más maravillosas, cuando el sol levanta con sus rayos rasantes toda la textura de los interminables pastos verdes y amarillos y el paisaje recupera su lado más atávico. La presencia de sombras nos hace entonces olvidar la dureza de las horas centrales del día, cuando el sol cae a plomo anestesiando toda vida. Las onduladas praderas adquieren destellos dorados, mientras, entre una suave calima, los últimos o los primeros resplandores del día se enganchan a los matorrales y a las copas planas de las acacias. Al mismo tiempo, las aguas del río Mara enmarcan con destellos cobrizos el lomo embarrado de los hipopótamos. Es entonces cuando se decide quién vivirá un día más bajo los cielos africanos.

Cielos que, por otro lado, se han convertido en un palco privilegiado para la observación de la fauna del Masai Mara desde que son surcados por los globos aerostáticos con que se sustituye de vez en cuando el habitual paseo de los todoterrenos descapotables. Si los safaris a pie de pista nos permiten tomar fotografías en ocasiones realmente cercanas de los animales, el viaje en globo brinda la oportunidad de una visión de conjunto, casi como si fuéramos los realizadores de un interesante documental.

La travesía, que suele ascender sincronizada con el sol del alba, termina con un descenso hacia una copa de champán impecablemente servida en plena naturaleza salvaje. Los lodges en los que podemos alojarnos para disfrutar de la reserva también se han inspirado en el clásico estilo del colonialismo británico, con un toque de romanticismo y otro de excentricidad, y sin que falte nunca ninguna de las comodidades de las que podríamos disfrutar en cualquier otro lugar del viejo imperio.

Y como en uno de aquellos novelescos safaris, tampoco debe faltar el contacto con las gentes autóctonas. Al norte y al este, la reserva se halla rodeada por la llamada Área de Dispersión; las aldeas circulares de los masai ocupan desde antiguo esta zona. Guardianes nómadas de todos los rebaños del mundo según designios divinos, viven de la leche y la sangre de sus vacas, además de emplear sus excrementos como un curioso cemento para consolidar los ramajes de sus chozas, llamadas manyattas.

El poblado se protege con una empalizada de espinos. Antaño temidos por su reconocida ferocidad guerrera, hoy se adaptan al turismo como pueden, sometidos al inevitable tira y afloja entre sus tradiciones y el progreso del siglo XXI. Tanto sus poblados como sus artesanías -especialmente los vistosos collares y abalorios-, sus coloridas vestimentas en las que predomina un rojo encendido o sus míticos bailes de guerra en los que se elevan saltando a alturas imposibles forman ya parte ineludible de una visita al Masai Mara. Porque aquí, como en todas partes, el turismo manda. Pero, aun así, en esta zona el poder de la vida salvaje sigue siendo más fuerte que todo, ya que, con o sin nosotros, aquí la naturaleza indómita sigue su curso bajo sus propias leyes.

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