Maravillosa Níger, un paseo por los ecos del desierto

Cruce de caminos de ancestrales rutas comerciales y cuna de culturas milenarias, en esta árida y cautivadora porción de continente africano la tradición popular se vive a flor de piel.

Niger

Navegando por el río Níger en Boubon

/ Patxi Uriz

La lejanía de cualquier entrada de mares y océanos es palpable nada más llegar a Níger, emplazado en el área central norteafricana. La aridez de sus parajes mayoritariamente desérticos da la bienvenida al viajero desde mucho antes de tocar tierra cuando accedemos por vía aérea y evidencia la belleza paisajística que le aporta el hecho de encontrarse enclavado en plena región del Sahel.

En un país con una densidad de población especialmente baja —menos de 20 habitantes por km²—, el centro neurálgico es, sin duda, su capital. Para entender lo que hoy conocemos como Niamey hay que escarbar entre el polvo de la historia y remontarse a antiguas aldeas de cazadores, pescadores y agricultores separadas entre sí por indómita sabana. El crecimiento progresivo de esos reducidos núcleos acabó dando lugar a la que hoy es la ciudad más poblada de Níger, con millón y medio de habitantes.

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Celebración de la etnia peúl en Tibiri

/ Patxi Uriz

Entre las mejores oportunidades que esta alberga para conocer la espléndida herencia cultural nigerina destaca su museo nacional Boubou Hama, uno de los mejores de toda África Occidental. La exquisita arquitectura hausa y los mastodónticos esqueletos de dinosaurio de hace más de 100 millones de años encontrados en estas tierras son solo algunos de los tesoros que podremos descubrir en sus pabellones.

El latido de la capital

Para sentir el vibrante legado comerciante de este país, cruce histórico de caminos, hay que dirigirse al Grand Marché de Niamey, donde todo tipo de mercancías y alimentos comparten espacio entre el animado bullicio de visitantes locales y foráneos venidos de los cuatro puntos cardinales.  

Los artesanos muestran orgullosos sus creaciones, de diversidad tan sorprendente que es imposible no sentirse atraído por ellas en cada esquina, cada mesa y cada pequeño local repleto de auténticos tesoros elaborados con el mismo esmero e idéntica dedicación durante generaciones.

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Camellos en la ruta que conduce a las dunas de Kriboul

/ Patxi Uriz

Las joyas confeccionadas a base de cuero, metal y piedra se encuentran entre los productos más vistosos y llamativos, sin olvidar los minuciosos trabajos salidos de las manos de los herreros, muchos de ellos de origen tuareg, que emplean técnicas heredadas de sus antepasados.

La hospitalidad y la amabilidad nigerina se respiran en el ambiente y es cuestión de tiempo ser invitado a tomar un té con alguno de los muchos vendedores como Abdoul, artesano de cuarta generación, encantado de mostrar su pequeño taller situado en el barrio de Yantala, no muy lejos del mercado. "Desde muy joven, aprendí el oficio de trabajar el metal y siempre me atrajo fundirlo, darle forma, pulirlo y hacer grabados en las obras que llevo vendiendo durante casi toda mi vida", afirma este experto herrero llegado hace décadas a la capital desde la región de Tahoua. "Los pequeños objetos decorativos son los que tienen más éxito entre los clientes", destaca sonriente.

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Mezquita de Zinder

/ Patxi Uriz

Su humilde pero interesante taller, que también emplea como comercio, es solo una de las muchas muestras de cómo la artesanía es toda una institución en Niamey. Ya sea en diminutos locales, en tenderetes o sobre alfombras en plena calle, la variedad y la belleza de muchas de las piezas es fascinante. La vista se nos pierde entre infinidad de creaciones hechas con piel de cebú o de camello, así como entre la variada ebanistería.

Mosaico étnico

Al igual que sucede con la artesanía, el estilo de vida tradicional se mantiene casi intacto en buena parte de Níger. La agricultura es el sustento para los integrantes de múltiples grupos étnicos sedentarios que habitan el país como los hausa, los kanouri, los bodouma, los zarma-songhai o los gourmantché. Pero también existen pueblos nómadas o seminómadas como los tuareg, los toubou o los fulani, entre otros, cuya principal dedicación es la cría y el pastoreo de animales.

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Mujeres aventando mijo en Takorka. 

/ Patxi Uriz

Las relaciones interculturales y comerciales a lo largo de la historia de Níger han sido amplias debido, en parte, a su situación geográfica. Y es que al país lo bordean nada menos que siete fronteras distintas. Al norte, limita con Argelia y Libia, mientras que el borde con Chad ocupa casi todo el este. Por su parte, Nigeria, Benín y Burkina Faso establecen los confines por el sur y Malí hace lo propio por el oeste. La mayor parte de los nigerinos vive en áreas rurales. En poblados como el de Diakindi, igual nos encontramos con niños ataviados con vestimentas tradicionales y un cuaderno bajo el brazo que acuden cantando a la escuela, que una mujer con múltiples recipientes apilados sobre su cabeza, la forma más habitual para transportar utensilios o alimentos en distancias cortas por estos lares. Su armonioso caminar y su sonrisa mientras conversa apenas transmiten que Samira está sosteniendo y desplazando una carga de un tercio de su propio peso gracias a la combinación de fuerza y equilibrio: "Es muy cómodo llevar mis cosas de esta manera y además tengo las manos libres por si tengo que comprar algo por el camino".

Fauna en todo su esplendor 

El deleite de los amantes de la naturaleza en su estado más salvaje está asegurado en Níger en entornos como la reserva de Kouré, uno de los pocos lugares del mundo donde pueden observarse jirafas en total libertad fuera de un parque nacional. Pero si hay que resaltar un área donde la vida silvestre sobresale de manera extraordinaria, esta se encuentra en el sur nigerino y es la que comprende el Parque Nacional W. Su extenso territorio, que queda repartido entre tres estados —Níger, Benín y Burkina Faso— alberga una enorme variedad de fauna que integra especies como el león, la pantera, el guepardo, el elefante, el babuino y el antílope, entre otras muchas.

La curiosa denominación de este parque, que ocupa 300.000 hectáreas del sur de Níger, proviene de la forma de W que adopta el meandro del río que da nombre al país a su paso por estas vastas tierras africanas. Mientras navegamos por sus aguas a bordo de una de las típicas pinazas —estrechas y alargadas embarcaciones a motor—de camino al parque y apreciamos las orillas salpicadas de tranquilas aldeas de pescadores, debemos prestar atención. No es difícil toparse con el descanso de grupos de hipopótamos o con cocodrilos acechando a pequeños mamíferos que puedan convertirse en su próxima presa.

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Reserva de Jirafas de Kouré

/ Patxi Uriz

Además de la posibilidad de admirar este fantástico espectáculo natural, el sur del país también acoge la localidad de Maradi, conocida por sus plantaciones de cacahuete y por la elaboración de incienso para quemar. Conocer en esta ciudad la mezquita Dan Kasswa nos dará un gran testimonio de la profunda herencia religiosa de Níger, de mayoría musulmana.

A poca distancia del municipio se encuentra el lago Madarounfa, conocido por ser el mayor humedal de la zona. Aquí, los jóvenes locales se retan a competir a nado sobre unas grandes calabazas que los pescadores vacían expresamente como utensilio de trabajo y que los chicos toman prestadas, empleándolas como flotadores para estas divertidas carreras improvisadas. Este lago tiene también una vertiente religiosa, puesto que en sus inmediaciones se encuentran las llamadas "Tumbas de los 99 santos", donde acuden habitualmente peregrinos procedentes de diferentes países de la región.

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Río Komadougou, cerca del lago Chad

/ Patxi Uriz

Al este de Maradi, la arquitectura es la protagonista en la ciudad de Zinder, la que fuera centro de comercio de esclavos durante el siglo XVIII y capital del país a principios del XX. La gran belleza de su barrio antiguo, más conocido como Birni, nos invita a vagar sin mirar el reloj por su laberinto de callejones de casas de adobe y colores cálidos, acabando en el esplendoroso Palacio del Sultán.

Miríada de estrellas

En muchas zonas rurales y, sobre todo, en las solitarias áreas desérticas más alejadas de los núcleos más poblados del país, la presencia de alojamientos al uso es muy baja. Ello da la oportunidad de disfrutar de una visión muy especial de la noche nigerina. Acampar en mitad de las dunas, rodeados de una inmensidad difícil de abarcar ni con la vista ni con la mente, se convierte en una experiencia que perdura en la memoria. Mientras cae el sol en la lejanía, es momento de empezar a disponer todos los utensilios necesarios para pernoctar e ir instalando las tiendas de campaña.

Una barbacoa posterior será una forma ideal de cenar mientras el cielo se va oscureciendo cada vez más y llega lo que todos esperan. Una vez apagadas todas las luces del campamento, se hace el silencio y las miradas se dirigen hacia el increíble manto de estrellas que el final del día ha desplegado sobre las cabezas de los presentes. La nula contaminación lumínica, debida a la absoluta inexistencia de grandes localidades habitadas en muchos kilómetros a la redonda, obra el milagro.

El inigualable rito bororo

Inolvidables son también las arraigadas costumbres que cada una de las innumerables etnias se han esmerado en perpetuar a lo largo de los siglos hasta la actualidad. Pero si hay una que queda impregnada en las retinas del viajero cuando tiene el privilegio de vivirla es, sin lugar a dudas, la asombrosa fiesta conocida como Geerewol. Cada año, entre los meses de septiembre y octubre, los pastores nómadas bororo —subgrupo étnico de los fulani— celebran el final de la temporada de lluvias y el nacimiento de nuevos pastos con un ritual que tiene por objetivo crear parejas entre diferentes clanes. En pleno corazón del desierto del Sahel nigerino, miles de integrantes de dicha etnia se congregan para llevar a cabo esta espectacular reunión ceremonial que busca consolidar la convivencia de las numerosas comunidades nómadas bororo. Para este pueblo, que también lleva a cabo la fiesta en países como Camerún, Nigeria o Chad, el atractivo físico de los hombres adquiere una gran relevancia, motivo por el cual el momento cumbre de la celebración es un concurso de belleza masculina que adopta tintes prenupciales.

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Poblado de Foulatari, donde se celebra el Geerewol, la fiesta de los bororos

/ Patxi Uriz

Justo antes de iniciar este rito de seducción, la expectación es máxima. Los participantes, engalanados con vistosas vestimentas tradicionales, extraños amuletos, coloridos collares y llamativas decoraciones como penachos con plumas, dan los últimos retoques al profuso maquillaje de sus caras. Es importante resaltar los párpados y los labios, además de dibujar alguna leve línea que divida verticalmente la cara en dos. Destacar sus rasgos faciales y captar tanto la atención como el interés de las jóvenes bororo que asisten a esta exhibición es el claro propósito.

El ritual se pone en marcha y los varones empiezan a exhibir amplias sonrisas con tal de mostrar la blancura de sus dientes. Rápidos y exagerados movimientos de ojos y repetitivos cánticos a todo pulmón se suman a la actuación junto con diferentes danzas para deslumbrar a las núbiles y conquistarlas para un futurible matrimonio entre clanes. Dado que la extenuante liturgia se alarga durante horas, los participantes reciben cada cierto tiempo una bebida elaborada con leche y distintos tipos de hierbas para incrementar su resistencia. Tras el frenesí, llega la calma. Es cuando las mujeres escogen al varón que más haya llamado su atención para tomarlo como esposo, prosiguiendo el legado de sus ancestros y dejando muestra una vez más del peso de la tradición en la vida cotidiana nigerina. 

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