Lovaina, quinientos años de Utopía

Hace 500 años, Tomás Moro escribió la obra de la que surgió el concepto de utopía. Fue su amigo y también humanista Erasmo de Rotterdam quien la llevó a imprimir en Lovaina. La ciudad flamenca conmemora este aniversario con exposiciones, conciertos y debates que hacen aún más apetecible la escapada a su fenomenal casco viejo, lleno de terrazas donde probar las famosas cervezas de Flandes.

Iglesia de San Pedro de Lovaina
Iglesia de San Pedro de Lovaina / Luis Davilla

Hasta el siglo XVI, la palabra utopía no existía. Antes de incorporarse al diccionario y al universo de las ideas era solo el nombre de la isla de ficción en la que el político y humanista inglés Thomas More –Tomás Moro para nosotros– imaginó su ideal de sociedad. En ella funcionaba un Estado sin propiedad privada ni clases sociales donde la educación del pueblo era una prioridad para los gobernantes y la fuerza militar se justificaba con cuentagotas, se permitían todas las religiones pero sin fanatismos, hombres y mujeres gozaban de iguales derechos y, ¡atención!, el trabajo era obligatorio solo seis horas al día, para así dedicar el resto a tareas más creativas y a ayudar a los demás. No pocos tacharían de antisistema este alegato a la dignidad humana que resultó clave para dejar atrás el pensamiento medieval y aterrizar en la Edad Moderna.

El libro de Moro, De optimo reipublicae statu, deque nova insula Vtopiae (en español, Librodel estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía), con el que nació la palabra y el concepto de utopía, se imprimió por primera vez en Lovaina en 1516; entonces, como hoy, una especie de Oxford o de Salamanca en el antaño Ducado de Brabante, con el tiempo integrado en Bélgica. Quinientos años después, la villa se ha embarcado en un festival donde, hasta mediados de enero, se debatirá a través de la cultura, la historia, la ciencia y el arte sobre otros mundos posibles en una Europa más necesitada que nunca de utopías. Un motivo añadido para escaparse unos días a esta coquetísima ciudad de Flandes, situada a un muy conveniente cuarto de hora del aeropuerto de Bruselas.

Territorio Erasmus

Todo un sir para los ingleses y un santo martirizado para los católicos –amén de, según para quién, un precursor del socialismo o de la política ficción–, Moro aterrizó en los Países Bajos como embajador de Enrique VIII de Inglaterra. El rey le aupó a los más altos cargos hasta que, al oponerse a su ruptura con Roma para divorciarse de Catalina de Aragón y casarse con Ana Bolena, le cortó literalmente la cabeza. Esta estaba aún en su sitio, y perfectamente lúcida, cuando el también teólogo y humanista Erasmo de Rotterdam, profesor en esta ciudad donde ahora se forman miles de jóvenes gracias a las célebres becas Erasmus, llevó la obra de su amigo Moro a una imprenta de Lovaina. Como prologó algo después el también preclaro Quevedo, “el libro es corto, mas para atenderle como merece, ninguna vida será larga; escribió poco, y dijo mucho: si los que gobiernan le obedecen, y los que obedecen se gobiernan por él, ni a aquellos será carga ni a estos cuidado”. Lovaina, en aquellos días, era un hervidero de intelectuales que empezaban a cuestionar los privilegios y desmanes de monarcas e Iglesia en favor de la igualdad y la justicia social. Su Universidad, fundada en el año 1425, no puede estar más ligada al desarrollo del pensamiento europeo y a la propia ciudad, cuyos 100.000 habitantes ven cómo cada mes de septiembre aterrizan más de 50.000 estudiantes de medio mundo para incorporarse al nuevo curso. Parece que los recién llegados se vuelven entonces locos buscando la Ciudad Universitaria y se quedan de piedra al comprobar que no existe. Y es que sus facultades se hallan dispersas por todos sus barrios, a menudo dentro de edificios tan ilustres como el Pauscollege, cedido a la Universidad por el que luego se convertiría en el Papa Adriano VI, o el Atrechtcollege, propiedad del obispo de Arras hasta que en 1508 transformó su casa en un centro para alumnos sin recursos. El que sí ha cambiado de uso –ahora hay viviendas y un par de restaurantes– es el célebre Colegio Trilingüe que contribuyera a fundar el mismísimo Erasmo. En esta época de rebeliones religiosas por Europa se empeñó en erradicar la versión adulterada que proporcionaba la Iglesia sobre las Sagradas Escrituras. De ahí que, para llegar a ellas de una forma más fiel, se enseñara griego, latín y hebreo.

La estación de trenes de Lovaina.
La estación de trenes de Lovaina.

Lo viejo y lo nuevo

Muchos otros monumentos se han adaptado también a los tiempos. Si el Rectorado abre sus puertas dentro de la Lonja de Telas que tanto beneficio le reportó antaño a Lovaina, infinidad de casas góticas y renacentistas del centro albergan hoy un café o una librería, una tienda de alquiler de bicis o de ropa de segunda mano. Otro ejemplo de esta especie de reciclaje arquitectónico sería el M-Museum Leuven, cuyas salas se reparten entre un regio caserón y un edificio de vanguardia donde se atreven a exponer juntas la talla medieval de una virgen doliente y la foto de una refugiada siria llorando como aquella por su hijo. Lo viejo y lo nuevo encajan en esta ciudad sin demasiado aspaviento. Lo comprueban nada más llegar los que en plena Grote Markt, la plaza sobre la que gravita su primoroso cogollo histórico, se esmeran en captar su imagen más icónica enfocando hacia la espectacular fachada gótica del Ayuntamiento, pero incorporando a la foto las minimalistas paredes de vidrio de un vecino paso subterráneo.

Ave fénix de Flandes

Desde las alturas de la Biblioteca Universitaria se atisba Lovaina entera, con el abigarrado entramado de caserones y plazas del centro y, enmarcando sus afueras, unas colinas verdísimas que todavía podrían reconocerse en algún cuadro del flamenco Dirk Bouts. Para asomarse a la panorámica habrá que vérselas, eso sí, con los 289 escalones que culebrean hasta lo alto de la torre de este queridísimo símbolo del renacer de la ciudad. Al comienzo de la Primera Guerra Mundial sus habitantes se habían rendido a los alemanes cuando una escaramuza les sirvió a estos de excusa para, tras asesinar al alcalde, al rector y a varios cientos de civiles, incendiar calle por calle más de mil viviendas, iglesias como la parcialmente reconstruida de San Pedro o, sangrante para un lugar consagrado a la cultura, la Biblioteca. Ardieron cerca de 300.000 volúmenes, entre incunables y manuscritos medievales de un valor inmenso. Semejante barbarie indignó a la comunidad internacional. Periódicos de medio mundo se hicieron eco de la noticia y, tras la contienda, llegaron de Estados Unidos los fondos para alzarla de nuevo dentro de un edificio de hechuras neorrenacentistas ideado por Whitney Warren –el arquitecto de la Estación Central de Nueva York– y repleto de propaganda yanqui y simbología antinazi. Baste fijarse en las 48 estrellas del reloj de la torre, una por cada uno de los Estados que sumaba entonces el país donante, o en la virgen guerrera que, presidiendo la fachada con su casco de soldado belga, somete bajo su espada al águila alemana. Lamentablemente no acabaron aquí las desgracias de la Biblioteca. En la Segunda Guerra fue de nuevo pasto de las llamas. Aunque nunca llegó a esclarecerse si se trató otra vez de los alemanes o de un error aliado, los flamencos son más dados a pensar mal. Ya sería casualidad que este símbolo del desprecio a los nazis hubiera vuelto a arder nada más ocupar Lovaina. Cual ave fénix, la Biblioteca se recuperó una vez más, al igual que los miles de casas convertidas en escombros en ambas contiendas y reconstruidas piedra por piedra tal cual eran antaño. El Ayuntamiento, la joya de la corona del casco viejo, no sufrió daños, y seguro que eso tampoco fue casualidad: los alemanes habían instalado en esta joya del gótico flamenco sus cuarteles generales.

Los apenas dos kilómetros de diámetro del casco histórico de Lovaina dan para tomarse el paseo con calma, aunque solo se cuente con un fin de semana. Sobre sus adoquines, entre un vaivén bastante anárquico de bicis, van hilvanándose las plazas esenciales de Grote Markt, junto a cuyas deliciosas fachadas se alza el Ayuntamiento y la luminosa iglesia de San Pedro, y, casi al lado, la Oude Markt, alias la barra más larga del mundo por la treintena de bares que, con sus terrazas en la calle si el tiempo acompaña, se suceden uno detrás de otro. Sus alrededores andan también sobrados de locales atestados en las noches del fin de semana, con calles como la Muntstraat, donde difícilmente cabría un restaurante más.

Entre cervezas y beguinas

Todo en Lovaina queda, pues, a mano, salvo que quiera visitarse la sede de Stella Artois, la fábrica de cerveza más grande del mundo, otro icono flamenco que abre sus puertas a los visitantes más allá de la estación de tren. En ella, como en la más céntrica y artesanal de Domus, dan tanto detalle de cómo se elabora la cerveza que dan ganas de intentarlo en casa. Aunque mejor dejarse de experimentos y sumarse a las hordas de estudiantes erasmus que por sus cervecerías, además de rubias clásicas como la propia Stella o la Duvel, se atreven a probar otras tan peculiares que hasta llevan cerezas o arándanos y son desconcertantemente rojas.

Para lo que sí convendría alquilarse una bici es para aliñar la escapada con otros alicientes más retirados: la antigua zona industrial de Vaartkom, ahora en pleno desarrollo a la vera del canal construido en el XVIII para precisamente exportar sus ya famosísimas cervezas; algunas de las monumentales abadías que cercan Lovaina; el parque que rodea el castillo de Arenberg, en cuyas inspiradoras aulas se estudia ingeniería y ciencias exactas, pero, sobre todo, el Groot Begijnhof. Es decir, el Gran Beaterio. Las casitas de ladrillo de este encantador barrio se alquilan ahora a alumnos y a profesores invitados por la Universidad, pero desde su creación en la Edad Media hasta que en el año 1988 murió la última de sus beguinas, fue refugio de unas mujeres muy peculiares. No eran monjas, pero sí muy religiosas, que vivían sin hombres dentro de sus muros; algo bastante transgresor que por temporadas levantó las sospechas de la Iglesia. Aunque hacían votos de obediencia y castidad, no estaban obligadas al de pobreza, por lo que las había bastante ricas, mientras que las que no lo eran de familia se ganaban el pan atendiendo a los enfermos, bordando o lavando ropa en los brazos del río que atraviesa sus calles. En el siglo XVII llegó a sumar unas cuatrocientas mujeres. Dicen que era una “ciudad dentro de la ciudad”, y un poco lo sigue siendo este oasis de silencio que la Unesco tuvo hace años el acierto de bendecir como Patrimonio de la Humanidad.

Utopía para principiantes

En las banderolas de la calle, en los escaparates de tiendas y bares… Toda Lovaina se adorna desde hace meses con el retrato de Tomás Moro como aperitivo al festival que indagará hasta mediados de enero en el pasado y el futuro de otros mundos posibles. La exposición En busca de Utopía, recién inaugurada en el M-Museum Leuven, es el eje de esta celebración que la ciudad lleva años preparando. Costó lo suyo traer hasta Lovaina las obras de maestros que, como Durero, Jan Gossaert o Quentin Massys, muestran cómo se imaginaba el mundo ideal en los siglos XV y XVI. Hasta han logrado que les presten una pieza de la colección de la reina de Inglaterra o el tapiz que reproduce El jardín de las delicias, de El Bosco, que supuso sus buenos tiras y aflojas con el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, así como otro procedente de Lisboa que representa la llegada de Vasco de Gama a la India. ¡Porque en los tiempos de Moro no paraban de aparecer nuevos mundos! En otra sala del museo, el proyecto EUtopia cuestiona a través de la arquitectura los desafíos para construir hoy una ciudad idónea, abordando temas tan candentes como las fronteras o la identidad. La Biblioteca de la Universidad, por su parte, acoge una exposición sobre el legado de Moro, donde artistas contemporáneos plasman por varios monumentos su visión de un mundo deseable, incidiendo en su impacto social, político e incluso ecológico. También hay programados debates, conciertos, poesía, danza y hasta un guiño a la cocina del siglo XVI en un puñado largo de restaurantes, así como un par de recorridos por la ciudad donde los guías retan a los participantes a encontrarle pros y contras a la utopía que soñó Tomás Moro.

Más información en utopialeuven.be

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