Islandia activa

Volcanes, géiseres y saunas. Dos erupciones a cual más sonada –la crisis de 2008 y el impronunciable volcán que dos años más tarde paralizara el tráfico aéreo de media Europa– colocaron en el mapa esta isla remota cuyo riesgo ahora sería el de morir de éxito. El turismo desde entonces se ha multiplicado de tal forma que viajar sin los hoteles reservados, al menos en verano, casi garantiza no encontrar ni uno libre. Pero cualquiera se resiste a la naturaleza extrema de sus geografías de cataclismo, por las que, hasta entrado el mes de abril, cruzar los dedos a la espera de las luces fantasmales y cautivadoras de una aurora boreal.

Goðafoss, una de las cascadas más espectaculares de Islandia

Goðafoss, una de las cascadas más espectaculares de Islandia.

/ Luis Davilla

En esta isla de fuego y hielo son más de trolls y de elfos, pero esto parece más cosa de titanes. Con Islandia se despacharon a gusto. Como en una clase de Geología a la que no faltara ni un elemento, sus hechuras de cataclismo se adornan de volcanes nevados hasta donde alcanza la vista, de géiseres que escupen chorros de vapor y de pozas termales en las que darse un baño como Dios lo trajo a uno al mundo bajo la luz casi eterna de sus veranos o, en invierno, con suerte, ante los destellos sobrenaturales de una aurora boreal. También, de playas negras a las que se arriman las ballenas y cascadas que estampan su cola de tul desde lo alto de los riscos mientras les afloran los arcoíris a pares. De campos de lava cuarteados por el frío y estepas solo habitadas por ovejas y caballos de baja alzada y espesa pelambre traídos por los colonos vikingos hace más de mil años. De fiordos, lagunas, cuevas de hielo y glaciares. Tantos, que forran cerca del doce por ciento de este territorio bajo el Círculo Polar que se diría a medio hacer.

Godafoss
Godafoss / Eduardo Grund

Porque este país poco más grande que Andalucía sigue formándose ante los ojos de sus apenas 330.000 vecinos. Tras cada erupción –y les suele caer una buena cada más o menos diez años– puede aflorar una nueva islita u otro cráter. O cambiársele el perfil a alguno de ellos, con la comprensible alarma entre los parroquianos y el interés de la ciencia. Los islandeses han aprendido a convivir con tanto sobresalto y hasta sacarle partido a habitar la masa de tierra más joven de Europa, donde la fricción entre las placas norteamericana y euroasiática provoca unos 500 terremotos a la semana, menos mal que casi siempre imperceptibles. No solo gozan de calefacción y electricidad por cortesía de las fuerzas telúricas de sus entrañas sino que, en este universo hostil, han logrado como sociedad la cuadratura del círculo teniéndolo todo en contra.

Y es que puede conducirse durante horas sin atisbar ni un sembrado ni una granja ni un triste árbol, al tiempo que su barbaridad de volcanes a menudo activos da fe de que viven encima de un polvorín. Aun así, en las últimas décadas han pasado de ser pobres de solemnidad a convertirse en un pueblo inmensamente próspero, culto –aquí se compran más libros per cápita que en cualquier lugar del mundo– y modélico en cuestiones medioambientales. Si hasta bien entrado el siglo XX eran en su mayoría modestísimos granjeros y pescadores, hoy presumen de una de las economías más saneadas del planeta tras reponerse de la crisis que en 2008 se llevó por delante su sistema financiero y que, dejando caer a los bancos culpables en vez de salvarlos con el dinero del contribuyente, demostraron una vez más que se rigen por normas propias. Prueba también de ello es que, en lo tocante a la igualdad de género, pasan al primer puesto del ránking global. Legiones de mujeres crían a sus hijos incluso solas sin que su carrera se resienta, auparon a la primera presidenta elegida democráticamente del mundo o, hace pocos meses, a su ya segunda primera ministra: la ecologista de apenas 41 años Katrín Jakobsdóttir. Para el periodista y escritor John Carlin, autor del imprescindible Islandia, el mejor país del mundo, la clave de esta trayectoria de éxito es el espíritu de esta tribu campechana y sin complejos que aúna el humanismo de la mejor Europa y la osadía de Estados Unidos. A saber cuántos viajan hoy hasta tan lejos para conocer de primera mano los logros del modelo islandés y cuántos a pasmarse ante su naturaleza superlativa. Lo mejor es que, si se sabe mirar, ambos objetivos no están reñidos.

Área geotermal de Hverir

Área geotermal de Hverir.

/ Luis Davilla

Si no te gusta el tiempo que hace, espera cinco minutos”. Más vale no tomarse a broma este proverbio islandés antes de meterse en ruta. Aunque suavizado por la Corriente del Golfo, el caprichoso clima de estas latitudes no se anda con chiquitas. Se hará bien en consultar el parte del día antes de ponerse al volante, si bien antes tendrán que haberse elegido unos destinos y descartado quizá otros en función de la época en que se viaje.

Por las Tierras Altas

Normalmente todas las carreteras permanecen abiertas durante el verano e infinidad de secundarias cierran luego a cal y canto. No basta pues con mirar un mapa para trazar el itinerario si se va en época de heladas. Para complicar la cosa, las empresas de alquiler de coches advierten de que por las Tierras Altas del interiorsolo se podrá conducir si se elige un todoterreno, y hasta para los vehículos convencionales recomiendan contratar un seguro extra que cubra las lunas ya que a menudo tocará meterse por caminos de grava. ¡Sea la temporada que sea!

glaciar Svínafellsjökull

Panorámica del glaciar Svínafellsjökull, uno de los más visitados.

/ Luis Davilla

Los 1.500 kilómetros de la N-1 que le da la vuelta a la isla no suelen dar problema en ninguna de ellas. Amén de hilvanar sus principales ciudades y puñados de highlights, por esta tira de asfalto se llevan las mercancías al gran norte. De ahí que se mantenga en condiciones hasta en lo más crudo del frío. No se pueden superar, eso sí, los 90 por hora, y las multas son tan de aúpa como los precios del país. Echando cuentas, incluso un par de días darían para cubrir este road-trip circular, pero sería un delito no entretenerse por el camino ni perderse por sus suculentos desvíos salvo que uno busque ni más, ¡ni menos tampoco!, que rodar insaciablemente por unos paisajes de infarto.

El llamado Círculo Dorado –el circuito preferido de los que tienen poco tiempo– podría ocupar la primera etapa de esta vuelta completa a la isla, para la que se recomienda contar con como mínimo una semana. Muy a mano de Reikiavik, en él se concentra un muestrario de casi todo lo que encierra Islandia.

Vuelta al ruedo por la N-1

Como la preciosa cascada doble de Gullfoss en medio de un paraje absolutamente lunar o los géiseres que por el valle de Haukadalur lanzan a cada poco sus fumarolas al aire. Y, esencial, el Parque Nacional de Thingvellir, la brecha por la que brotó del océano la isla. Es por este escenario recurrente de Juego de Tronos donde, desde el siglo IX, se reunían cada verano las fuerzas vivas vikingas para tomar decisiones y dirimir cuitas entre sus clanes, dando lugar al, aseguran, primer Parlamento de la historia. Muchos de los caminantes que merodean entre sus coladas de lava también jurarían que el Parque alberga la mismísima falla que divide Europa y América, con posibilidad hasta de bucear entre ambas por sus tajos de agua. Al menos eso les venden porque es aquí donde mejor se aprecia, aunque la línea divisoria recorre entera esta isla con, geológicamente, un pie en cada continente.

Cascada de Skógafoss

Cascada de Skógafoss, situada en el recorrido del río Skógá, en el sur de Islandia.

/ Luis Davilla

Para los poco amigos de las multitudes, arrancar por el Círculo Dorado permite quitarse de encima nada más llegar lo más trillado y las hordas que, sobre todo con el buen tiempo, se arremolinan por él desde que Islandia se pusiera tan de moda. Del ni siquiera medio millón de turistas que recibían en 2009 han pasado a casi dos por obra y gracia de la crisis financiera que tantos titulares generó, y que en parte trató de paliarse atrayendo las divisas de los visitantes y favoreciendo los vuelos a buen precio. Sin olvidar, claro, la no menos mediática erupción del Eyjafjallajökull, que a su manera poco ortodoxa también contribuyó lo suyo a promocionar el país.

De regreso a la N-1, el culpable de que en 2010 se cancelaran miles de vuelos por media Europa podrá atisbarse a lo lejos en la mañana siguiente, mientras se avanza entre las cascadas de Seljalandsfoss y Skógafoss rumbo a las playas negras de Vik y los desolados campos de lava que dejó tras de sí la mucho más dramática erupción del volcán Laki en 1783. Ya en este tramo afloran desde veredas para un senderismo sin complicaciones hasta expediciones que exigen ir acompañado de un profesional. Abundan para ello empresas con las que abordar aquí y allá los alicientes de la vuelta a la isla que no se pueden emprender por libre. Para navegar por ejemplo al día siguiente entre los icebergs de la laguna de Jökulsárlón o explorar las despampanantes cuevas de hielo del glaciar Vatnajökull antes de hacer noche en el pueblito pesquero de Höfn. O para, tras conducir un par de jornadas entre el zafarrancho de roca y mar de los fiordos del Este y la naturaleza marciana del lago Mývatn, contratar un 4x4 con el que colarse en el universo congelado de las Highlands o salir en barco en busca de ballenas y frailecillos desde Húsavík o Akureyri, la capital del norte. Desde la segunda ciudad de Islandia, la kilometrada de paisajes sobrecogedores podría por el oeste interrumpirse con una cabalgata por el valle de Skagafjörður y el remojón en alguna de las piscinas termales que atesora casi cada pueblo de la ruta. Y hasta con la expedición en motonieve, o a bordo de un camión 8x8 rescatado de cuando la OTAN tenía base en la isla, hasta el túnel que se excavó hace tres años bajo la lengua de hielo del glaciar Langjökull. Pero como a menudo lo mejor del viaje aparece en los desvíos, en vez de ceñirse a la N-1 hasta Reikiavik, mejor enfilar con los ojos cerrados hacia la península de Snæfellsnes.

N-1, islandia

Los 1.500 km de la N-1 permiten un “road-trip” alrededor de toda la isla. 

/ Luis Davilla

Paisajes de otros mundos

De hecho, de tener poco tiempo, este apéndice de cien kilómetros de largo sería el lugar. Y no tanto porque de nuevo albergue una especie de Islandia en miniatura sino porque sus acantilados, gargantas y campos de lava parecen salidos de otro mundo. Por los atardeceres ante las cataratas de Kirkjufellsfoss, con las simetrías perfectas de su montaña guardándole las espaldas, o por el lirismo de abrirse paso bajo una señora nevada ante el glaciar que tapa al volcán que inspirara una de las más famosas sagas islandesas y en el que Julio Verne situó la entrada de su Viaje al centro de la Tierra. Las leyendas de brujas se repiten por sus pueblitos de pescadores y los amantes de lo esotérico aseguran que el glaciar Snæfellsjökull figura entre los siete focos cósmicos más poderosos del planeta. Más de uno les deja regalos y comida a los extraterrestres que, están convencidos, aterrizan de cuando en cuando sobre su manto blanco, e incluso el más descreído entre sus vecinos dice notar la energía especial del glaciar. ¡O lo mismo es solo el frío!

Spa geotermal

Spa geotermal en Islandia.

/ Luis Davilla

Entre auroras y cuevas de hielo

La mayoría prefiere el verano para su primer viaje a Islandia. El invierno muestra otro país, bajo el uniforme manto blanco y con menos turismo. Los que acierten a elegirlo se verán con suerte recompensados con el milagro de ver por el cielo los destellos verdosos, anaranjados y hasta púrpuras de una aurora boreal. Su majestad es caprichosa y aparece eso sí cuando quiere, aunque se la espera en las noches despejadas desde septiembre hasta mediados de abril. También en los meses más fríos pueden explorarse las no menos fantasmales cuevas de hielo del Vatnajökull, cuyas azuladas oquedades han ido formándose gracias a los riachuelos que discurren entre el mayor glaciar de Europa. El segundo en tamaño, el Langjökull, permite ya sí todo el año adentrarse en el túnel que se excavó hace unos años bajo su lengua helada, con el respeto que impone tener sobre la cabeza una costra de nieve compactada de la altura de un bloque de trece pisos.

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