¿Cómo una pequeña porción de tierra en el mar Tirreno ha llegado a acaparar la relevancia con la que cuenta la isla de Montecristo?
Leyendas, tesoros, literatura y, más recientemente, valor natural, son los ingredientes que se mezclan en la coctelera para crear la historia de estos diez kilómetros cuadrados pertenecientes a Italia.
De la cueva de San Mamiliano al Conde de Montecristo
Allá por el siglo V, el entonces obispo de Palermo fue exiliado a África por el rey de los vándalos de aquella época, escapando más tarde a Cerdeña y llegando a una isla remota entre esta y las costas toscanas en Italia.

En esa pequeña y olvidada isla, llamada en este momento Montegiove, cuenta la leyenda que Mamiliano derrotó a un dragón que la habitaba, fundando allí una comunidad de ermitaños que vivían una existencia apartada de toda civilización morando incluso en una cueva.
Rebautizada como isla de Montecristo, esta comunidad religiosa acabó por convertirse en la sede de un monasterio que fue poco a poco adquiriendo importancia y riqueza gracias a las donaciones y legados de las familias de los territorios cercanos. Tal fue su éxito y fortuna que acabaron por sufrir un expolio por parte de los turcos en el siglo XVI.

Pero cuenta otra leyenda que el saqueo no fue completo y que parte de ese tesoro permanece aún escondido en algún rincón de la isla. Una historia que ha alimentado los cuentos marineros de la zona durante siglos y que fue el germen de la trama de una de las novelas más universales, El conde de Montecristo, cuyo protagonista encuentra en una cavidad el tan ansiado tesoro tras haber sido liberado del castillo de If.
Justamente esta obra literaria fue la que parece ser que atrajo la atención del botánico inglés George Watson Taylor, que adquirió la isla al Gran Ducado de Toscana a mediados del siglo XIX hasta que, tras su muerte, el Reino de Italia se hiciera con ella transformando este dominio en un presidio.

Más tarde, dada su extraordinaria naturaleza, pasó a constituirse como reserva de caza de la familia real hasta que, en 1971, fue definitivamente declarada la reserva natural que podemos observar en nuestros días.
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Una isla de gran valor ambiental
Los algo más de diez kilómetros cuadrados que presenta la isla forman parte de un archipiélago situado a medio camino entre Córcega e Italia, a unas decenas de kilómetros al sur de la célebre Elba, el lugar donde fue desterrado Napoleón tras ser obligado a abdicar.

Una isla deshabitada – salvo por la pareja de guardeses que la custodian - que, gracias a esta circunstancia, ha conservado sus ecosistemas en muy buenas condiciones, dando lugar a una reserva natural a la que solamente es posible acceder en embarcación con un permiso que se concede a tan solo mil personas al año, divididas en cincuenta grupos de veinte personas que se reparten en dos momentos, a mediados del verano y entre principios de septiembre y mediados del otoño.
Mantos de flores, cientos de especies vegetales, cabras salvajes autóctonas, serpientes, aves, fauna marina… La isla de Montecristo atrae no solo por su historia sino también por su enorme valor ambiental.

Un valor que se palpa nada más desembarcar, ante la silueta de los 645 metros de altitud del monte de la Fortezza, para pasar inmediatamente al misterio que nos dejan entrever las escasas construcciones que se encuentran en la isla, como son las ruinas del antiguo monasterio del siglo XIII, la sencilla pero señorial villa construida por el botánico George Watson Taylor, o los restos de un antiguo molino medieval junto al que se encuentra la entrada de la famosa Gruta del Santo, el supuesto lugar donde San Mamiliano y los ermitaños durmieron a su llegada a la isla.