Esta isla ofrece el lado más salvaje del Mediterráneo (y es nuestro destino soñado también en otoño)
Protegida por miles de curvas y el carácter orgulloso de sus gentes, el Cap Corse presenta la cara más virgen y agreste de una isla que se niega a seguir el dictado de las modas para conservar su esencia.

La primera imagen que me viene a la mente al pensar en Córcega es la del álbum de Astérix ambientado en la isla que me regalaron de pequeño. Siempre cargadas de ironía y de un fino análisis de la realidad, las aventuras del galo retrataban a sus pobladores como muy susceptibles, huraños y temperamentales. Aunque mi experiencia recorriendo la isla más bien apuntará a la amabilidad y la buena acogida, algo de verdad habrá en el tópico cuando un rápido vistazo a los titulares de la prensa local me revela que un edificio construido de manera abusiva en el litoral ha saltado por los aires misteriosamente. ¡Mejor no provocar a nadie!
De entrada, nada de esto ha de preocupar a quien aterriza en el aeropuerto de Bastia, ciudad que, sin ser la capital de la isla, rivaliza con Ajaccio sin complejos. Tanto es así, que el debate sobre en cuál de las dos tenía que instalarse la universidad de Córcega se saldó apostando por un enclave neutral, el municipio de Corte.

Por ahora mi prioridad es llegar al hotel La Roya de Saint-Florent en medio de un chaparrón que obliga a conducir con la nariz pegada al parabrisas mientras se atraviesa la península de Cap Corse. Solo tiene unos 10 kilómetros de ancho y, cuando se mira el mapa, se corresponde con lo que parece el pulgar levantado de una mano, pero ya en su istmo se revela como un territorio salvaje, cubierto de vegetación que se desparrama por los montes hasta precipitarse en las calas, imitando el paisaje de Escocia. O quizá me esté sugestionando con esta lluvia de bienvenida. Tiempo habrá mañana de certificar la primera sensación, explorando sin prisas este espacio salpicado de torres genovesas y antiguos pueblos de pescadores ocultos entre el oleaje y las frondas.

La posición geográfica de Córcega tiende a crear confusión y aparentar que pertenece a Italia, pero lleva decenas de años en manos francesas, en concreto desde 1768, cuando la república marinera de Génova —con las arcas vacías tras encade- nar una conflagración tras otra e incapaz de sofocar a los re- beldes independentistas corsos— la cedió a Luis XIV a cambio de que le perdonaran sus deudas. El dominio francés no fue fácil ni inmediato, aunque se acabó imponiendo tras la batalla de Ponte Novu contra la autoproclamada República de Córcega. Los siglos han pasado, pero todavía muchas tiendas exhiben nombres en italiano. Aunque te atiendan prioritariamente en francés, nadie le hace ascos a una pregunta en el idioma de los vecinos itálicos, en especial en esa isla dentro de otra isla que es el Cap Corse.
Montse Moliné, directora del hotel La Roya, minimiza el aguacero de anoche: “Si todo está tan verde, será porque llueve, ¿no?”. Es una de esas personas que han caído rendidas al encanto virgen del lugar, dejándolo claro mientras nos sirven el desayuno con vistas a la marina de Saint–Florent, población conocida como “la Saint-Tropez corsa”. El nombre hace referencia a la época dorada de las estrellas francesas que buscaban —y aún buscan— intimidad en esta costa escondida. Jean–Paul Belmondo, el actor con nariz de boxeador y uno de los referentes de la corriente cinematográfica conocida como Nouvelle vague, era uno de los asiduos del establecimiento, por cierto, muy cercano a la población vinícola de Patrimonio. Como para explorar la costa este del cabo hay que pasar por ahí, esa será la primera parada de la mañana.

Rumbo a Patrimonio entre viñedos
La carretera a Patrimonio se retuerce trenzando curvas, como si intentara esquivar las parcelas plantadas con viñas aquí y allá. Esta imagen se repetirá camino hacia el norte, con hileras de parras cargadas de fruta creciendo en pendientes muy acusadas, como queriendo caer en medio del oleaje o encima de las casas de quienes las cultivan. El moscatel es típico de esta zona, pero también los tintos elaborados con uva nielluccio, prima de la sangiovese toscana que trajeron desde tierra firme los marinos de Pisa en el siglo XII en uno de esos vaivenes de la agitada historia local que, ahora, se degusta con calma en la copa. Algo de blanco, elaborado con vermentino, también se puede encontrar. Muchos de esos caldos tienen un ligero retrogusto de sal, como cabe esperar en una isla expuesta a todos los vientos.

Paso por Bastia, y aunque soy consciente de que su centro histórico tiene encanto, su muy ajetreado puerto comercial me empuja hacia espacios más relajados, como el pueblecito de Erbalunga. Esta villa marinera tiene el encanto decadente de otras tantas de la península, siempre como si se hubieran olvidado de pintarlas o de mantenerlas. En realidad, esa falta de atención es un truco local para mantener alejadas a las hordas de turistas en busca de selfies, preservando así el lugar para sus pobladores. No obstante, en Erbalunga habitan varios artistas que tras descubrir su tranquilidad, han encontrado el espacio ideal para trabajar.
Desde aquí, en treinta minutos se llega al puerto deportivo de Macinaggio, que se me antoja pariente de los que he visto en Euskadi. De allí parte un antiguo sendero aduanero que desemboca en una playa tranquila con vistas a las islas Finocchiarola. Pero el camino hasta Macinaggio está lleno de trampas visuales que obligan a detenerse una y otra vez para tomar fotografías, como la recoleta cala de Porticciolo o las muchas torres genovesas que salpican el litoral. Se calcula que quedan en pie unas 60, construidas como sistema de alerta y defensivo contra los piratas sarracenos en la Edad Media. Una siempre tiene en la visual la siguiente, creando un entramado de comunicación la mar de eficiente.

Descubriendo la bella costa oeste de Cap Corse
En el extremo norte del Cap Corse aguarda la aldea de Barcaggio, con una vista privilegiada de la isla de Giraglia frente a una playa de escasa longitud, donde en baja estación se disputan interminables partidas de petanca entre los residentes habituales. Dicho sea de paso, este es el deporte nacional francés, y ni siquiera en el extremo más septentrional de Córcega se va a perdonar la costumbre.
Un par de calles decoradas con tiestos de flores completan una imagen propia de los años 20 del siglo pasado. Le pasa a Barcaggio, como a la mayoría de los espacios habitados de esta península, que cuando crees que estás llegando porque ya lo ves frente a ti, aún te falta un buen rato: el trazado con giros cerrados y el fuerte desnivel desde la espina de roca que recorre el centro del Cap Corse se encargan de ralentizar la marcha. Aún así, una vez doblado el extremo norte, la costa oeste se presenta tanto o más espectacular que la del este, con mayor cantidad de maquis o lenguas de tierra que se adentran en el mar formando ensenadas de gran belleza. En una de ellas está Centuri, que te acoge con un fuerte vendaval que levanta olas pasmosas, empujándote a buscar refugio en un puerto conocido por la pesca de la langosta. También es un buen lugar para degustar una excelente sopa de pescado, equiparable a la mejor bullabesa de la Costa Azul, o cualquier pescado del día pasado por la brasa.

De camino al sur llama la atención Pino, de casas agarradas a una pared perdida en una densidad verde impenetrable, por debajo de la fortaleza de Luri y vigilando la playa de Anse d’Aliso. Luego llega el turno de Albo, con su torre genovesa adentrándose en el oleaje, y de Canari, nacida de la unión de varias aldeas y desarrollada cuando aquí se extraía amianto. La explotación se cerró en 1965 y, de rebote, los cascotes han acabado por formar una extensa playa artificial. Por cierto que, en todo este tramo de costa, asoman entre las ramas de los tupidos bosques imponentes mausoleos. Además de rendir homenaje a los antepasados, constituyen un método disuasorio para que los herederos no se vendan los terrenos: a nadie le apetece comprar una propiedad donde descansan los restos de una familia ajena.
Última parada en la pintoresca Nonza
La última parada, o la primera, según sea el orden del recorrido, es la fotogénica Nonza. Se encarama sobre una roca coronada por la inevitable torre genovesa, donde en verano abre sus puertas un chill-out con vistas a la puesta de sol y a una extensa playa. El resto del año, un bar dispuesto en la plazoleta que queda a los pies de una iglesia roja y amarilla de pintura descolorida, mantiene cierta animación local. Muy cerca, la fuente de Santa-Giulia se dice que tiene poderes milagrosos, aunque la mayor parte de los que se acercan hasta aquí prefieren tomarse un vino mientras contempla el golfo de Saint-Florent. A
lgo más allá de la población del mismo nombre, la región aún cuenta con otra baza para atraer al visitante: el desierto de Agriates. A pesar del nombre, no debemos imaginarnos el clásico desierto de dunas, sino un espacio mucho menos frondoso que el del Cap Corse en el que asoman enormes rocas entre una vegetación típica de maquia mediterránea. Son 15.000 hectáreas protegidas, libres de construcciones y de complicado acceso, donde lo más cómodo es sin duda acercarse en barco a alguna de las playas más solitarias que se puedan imaginar, como son Saleccia, Lotu u Ostriconi.

También hay excursiones en todoterreno que llevan hasta allí, pero sería una pena estropear el silencio y la sensación de paz salvaje con el rugido del motor. Una carretera convencional, que pasa por ser una vía principal, pero tiene todo el aire de una ruta comarcal, bordea la reserva por su perímetro exterior mientras se dirige a la ciudad de L’Île-Rousse, siempre con la vista imponente del monte Cinto al fondo, en medio de la isla con su sombrero blanco de nieve a 2706 metros de altura, verano incluido.
L’Île-Rousse pone el contrapunto mundano a la sobriedad de las aldeas del Cap Corse, hasta el punto que aquí tienen propiedades Elton John o Jean Paul Gaultier. El nombre de la población deriva del color rosado del granito de la isla de Pietra, un escollo unido a la ciudad por una carretera artificial. La plaza Paoli es el centro neurálgico, sombreada por plataneros y jalonada de terrazas donde tomar algo, muy cerca de un mercado cubierto que se disfraza de templo griego abierto, con sus paradas dispuestas al aire libre. Desde allí, numerosas callejuelas repletas de palacios y casas florentinas invitan a perderse, para acabar en la Torre del Scalo, inevitable fortificación genovesa que hoy forma parte de la plaza del ayuntamiento. A su lado corre una vía de tren, paralela al paseo marítimo de Marinella y entre cuyas traviesas crecen las flores. Una serie de playas de carácter familiar completan el cuadro, mientras la lánguida sirena de bronce, obra de Gabriel Diana, las observa con envidia desde una roca.

Un discreto refugio
Ubicado en Saint-Florent, con ac- ceso directo a la playa y una estructura claramente pensada para el disfrute del aire libre, el hotel La Roya es uno de esos establecimientos que han escapado a la estandarización, a pesar de ser miembro de Small Luxury Hotels of the World. Propiedad de Michel Ienco, que ha sabido imprimirle un aire entre familiar y mundano, ha sido frecuentado por artistas como Jean-Paul Belmondo, Emmanuelle Béart y tantos otros que, todavía hoy, buscan un establecimiento tranquilo donde recrearse con discreción. La Roya cuenta también con un restaurante gastronómico que nos hará dudar entre quedarnos a cenar o perdernos por la animada marina de Saint-Florent, de la que queda convenientemente retirado.
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