El día que México guía a las almas de regreso a casa: así es el Día de Muertos en Michoacán
Cada noviembre, Michoacán se viste de flores de cempasúchil para guiar a las almas de regreso a casa entre volcanes y comunidades donde los oficios artesanales preservan la identidad purépecha. Los estudiantes de Morelia levantan altares monumentales en plazas y facultades, hay concursos de catrinas en cada pueblo y el lago de Pátzcuaro se ilumina con miles de velas. La vida y la muerte conviven en una tradición reconocida por la Unesco como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, haciendo de este estado un lugar privilegiado para sumirse en la esencia más espiritual de México. Un reportaje que encontrarás en nuestra revista de noviembre, que ya está en tu quiosco de confianza. Un número que también te lleva de ruta entre Euskadi y Pamplona, a Macao, a Tenerife o a la interesantísima gastronomía de Camerún.

Me detengo curiosa ante una familia que vela a su difunto entre las innumerables flores y velas que engalanan estos días el cementerio de Santa Fe de la Laguna. Sin darme tiempo a pensar, me ponen en la mano un vaso de tequila y un tamal humeante. Rechazarlo sería de mala educación, así que brindo con ellos al compás de una banda que acompaña con sones las risas y las lágrimas. Tal vez es ese tequila el que, al cabo de un rato, me empuja a preguntar por el fallecido. “Murió hace dos meses por cabrón”, contesta entre risas uno de sus hermanos. Otro, algo más serio, añade: “Solo tenía 42 años, le gustaba mucho la fiesta”. A mi cabeza viene una pelea en una cantina tras demasiados tragos. El hijo resume emocionado: “Hoy es un día feliz porque estamos todos juntos”. Y entre un tequila y otro acabo como parte de la familia de ese difunto desconocido, de nombre Bilbao, con quien ya casi siento haber vivido alguna de las anécdotas que relatan sus parientes alrededor de su tumba. Al menos así lo atestiguarán las divertidas fotos que nos sacamos juntos.
Al caer el sol, las velas comienzan a titilar entre coronas y cruces de cempasúchil, las flores de intenso color naranja que envuelven todo en estas señaladas fechas para guiar a los difuntos. Retomo mi paseo por el camposanto entre laberintos de mausoleos ante los que se arremolinan corros de familias. El atardecer de este 1 de noviembre se pinta de púrpuras tras el humo del incienso y la música pirekua y mariachi. A las puertas del cementerio, popularizado por inspirar la película de animación Coco, el murmullo continúa ante puestos donde se vende pan de muerto y otros dulces típicos. No puedo evitar comparar la imagen con la de una de las romerías de mi juventud en los pueblos extremeños. Los niños piden calaveritas (dulces) y algunos mayores recuerdan a María Salud Ramírez, en quien se basó el personaje de Mamá Coco, fallecida en 2022 con 109 años de edad. Al igual que la casa donde vivió la alfarera, los admiradores de esta película recorren el pueblo para sentir esa convivencia con las ánimas.

A la mañana siguiente, avanzamos por otros municipios repartidos alrededor del lago de Pátzcuaro mientras que le cuento a mi conductor sobre mis nuevos amigos de Santa Fe. Apenas termino de narrar cómo me respondieron sobre la causa de la muerte, él suelta una carcajada idéntica a la del hermano. “Así hablamos en Michoacán de alguien fiestero y que vive intensamente”, aclara dejándome entender que se debe a algún arranque de celos tras continuas infidelidades. Vamos, la definición de “cabrón” en su significado puro. Mil pensamientos se embarullan en mi cabeza. Observo cómo el sol ilumina el lago y entonces me doy cuenta de que he aprendido a brindar con las almas de la forma más inesperada.

El Día de Muertos hunde sus raíces en la región lacustre de este estado ubicado en el centro de México. La festividad, declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco en 2003, refleja la conexión de los purépechas con el más allá y con el cosmos. Una tradición prehispánica que se une con la católica desde el 28 de octubre hasta el 2 de noviembre, con días específicos según la edad y forma de fallecimiento. Cada altar representa un puente para conectar generaciones y mantener viva la memoria de quienes ya no están. Pero los preparativos comienzan mucho antes, en los mercados coloreados de morados y naranjas, en las panaderías donde se hornea el pan de muerto y en las mesas de todos los hogares michoacanos, protagonizadas por tamales, atole de grano y pescado del lago. “La comida de Michoacán es tan rica que hasta los muertos regresan”, repiten por aquí.
Sigo perdida en mis pensamientos mientras que los paisajes de la ventanilla mutan. A las afueras de Morelia, las floristerías se suceden a nuestro paso, abarrotadas de cruces de cempasúchil a la espera de ser vendidas. En la radio, las cuñas publicitarias también acompañan la ocasión: “Recibe a tus seres queridos en su viaje del más allá”. La capital de Michoacán ejerce como epicentro de los festejos con su elegancia colonial envuelta en piedra rosa, como la de su acueducto, que domina el horizonte con sus 253 arcos. Fundada en 1541 bajo el nombre de Valladolid, fue rebautizada, en 1828, en honor al héroe independentista José María Morelos. Más de 1.100 monumentos dan forma a su centro histórico. Entre ellos destacan el Santuario de la Virgen de Guadalupe, el Centro Cultural Clavijero y el Palacio de Justicia, cuyos murales narran la historia local. Además, conviene perderse entre casonas señoriales de camino a la Calzada Fray Antonio de San Miguel o al Callejón del Romance, denominado así por los versos del poema Romance a Morelia grabados en sus paredes.

Durante los últimos días de octubre, los estudiantes adornan facultades, paseos y plazas con altares monumentales que aromatizan las calles y mezclan sus tonos anaranjados con los rosados predominantes en el casco antiguo. Al mismo tiempo que todo se prepara para recibir a los muertos, desde el cielo llega otro esperado visitante. Millones de mariposas monarca recorren más de 3.000 kilómetros desde Canadá y Estados Unidos para hibernar en los bosques templados de México. Según la tradición indígena, son las almas de los difuntos que regresan a casa, motivo por el que están muy presentes en las ornamentaciones. Me han asegurado que aún es pronto para verlas, pero no paro de alzar la cabeza al cielo con la esperanza de poder vivir ese encuentro mágico.
Secretos de Pátzcuaro
Michoacán es tierra de artesanos y cada población ha conservado un oficio distinto siguiendo la visión que, en el siglo XVI, dejó Vasco de Quiroga, primer obispo del estado, cuando asignó a cada localidad un arte con la finalidad de impulsar y fortalecer la organización comunitaria. Este legado está presente en mercados, talleres y eventos. En Capula, el barro sirve hoy para dar forma a las famosas catrinas. Algunas de las más impresionantes se venden en su visitada feria desde el 20 de octubre hasta el 3 de noviembre. En Santa Clara del Cobre, los artesanos martillan este metal milenario creando desde joyas hasta grandes recipientes que en estas fechas se llenan de chocolate caliente, atole o champurrado, bebidas elaboradas a base de maíz. Ser partícipe de estas creaciones artísticas es posible en uno de los más de cien talleres repartidos por el Pueblo Mágico.

A 30 kilómetros hacia el este, Cuanajo destaca por sus grandes ebanistas. Un oficio presente, en forma de caballos de madera, hasta en los altares. Así lo compruebo cuando acompaño a dos chicos que portan un caballito tallado por vías empedradas hasta el homenaje más grande e inesperado de este pueblo. Una calle entera cerrada, un enorme escenario en el que actúa una banda y un patio ocupado por un colosal altar adornado con ofrendas, fotografías, flores y velas. La familia recibe con orgullo, y con un vaso de mezcal, a todos los que atravesamos la puerta de su hogar. Entre los improvisados huéspedes se encuentran Takashi y Wesley, jóvenes llegados desde Japón y Shanghái atraídos por Coco. “Es más impresionante que en la película”, reconocen aún incrédulos de lo que están viviendo. Precisamente la televisión japonesa fue invitada hace años a conocer el Día de Muertos, pero declinaron la propuesta asegurando que no querían hacerse eco de un festejo morboso y tétrico. Cuando finalmente aceptaron, quedaron sorprendidos al entender la magnitud de esta celebración de vida y muerte. Al salir del patio de la familia Rosas, justo al otro lado de la calle, me quedo observando una funeraria mientras que unas niñas arrojan flores sobre mi cabeza. ¡Qué paradoja es la muerte tan cerca y normalizada y, a la vez, tan llena de vida! Esa frontera entre ambos mundos sigue disipándose en esta noche mística.

El verdadero espíritu del Día de Muertos se concentra en los pueblos purépechas que abrazan el lago de Pátzcuaro, a unos 60 kilómetros de Morelia. En ellos continúo, durante más de 12 horas seguidas, dejándome guiar por sus caminos naranjas y por el repique de las campanas de sus cementerios, como si yo misma pudiera cruzar un umbral a otras vidas. En Quiroga degusto sus célebres tacos de carnitas. En Tzurumútaro, con su halo de aldea embrujada, me pierdo en leyendas malditas. En Tzintzuntzan presencio rezos y cantos en su panteón y me uno a un desfile improvisado. Capital en el periodo prehispánico, Tzintzuntzan aún conserva Las Yácatas, un centro ceremonial compuesto por cinco templos circulares del siglo XIII, además de un antiguo convento franciscano que mantiene los olivos plantados por Vasco de Quiroga hace 500 años. El prolífico obispo también fundó en el siglo XVI el pueblo de Pátzcuaro, que palpita con música y mercados hasta los que se han desplazado artesanos de toda la región. Entre sus casas de adobe con teja roja se alza la Basílica de Nuestra Señora de la Salud.

El volcán Paricutín vigila sereno este magnético paisaje lacustre. Formado en 1943 en un campo de cultivo, es considerado el volcán más joven del país. Sus relieves guardan las ruinas de San Juan Parangaricutiro, una localidad engullida por la lava de la que solo sobrevivió la torre de su iglesia.
Mi día acaba en Arócutin, ascendiendo a la iglesia de Nuestra Señora de la Natividad, levantada en el siglo XVI en lo alto del pueblo. Su misticismo envuelve el panteón, situado dentro de su perímetro. El humo del copal y el resplandor de las velas se mezclan mientras que las familias comparten platillos, rezos y cantos pirekuas. Todo esto sucede acompañado por el incesante repique de las campanas de quienes suben a la torre del campanario para mantener la llamada constante a las ánimas y que no olviden el camino a casa. El ambiente cambia completamente por la noche. La música ha cesado y sobre las tumbas duermen familias alumbradas por las pocas llamas que aún quedan prendidas.

Muy cerca se encuentran los manantiales de Urandén, que nutren el lago con sus aguas cristalinas tras su recuperación por parte de comunidades locales. Desde este punto salen lanchas que, además de comunicar las islas con tierra firme, permiten contemplar a los pescadores mariposa desplegando sus redes en abanico. Visitar Janitzio durante el Día De Muertos es otro ritual en sí mismo. Se trata de la isla más poblada de Pátzcuaro, a pesar de que en ella solo puedan habitar purépechas y que su nombre venga a traducirse como “el lugar de unos cuantos”. Subimos por sus empinadas calles decoradas por artistas urbanos y atestadas de artesanías y platos de charales hasta llegar al monumento a Morelos, dominando la cima de esta isla en forma piramidal bajo el vuelo de decenas de garzas. El instante más sobrecogedor sucede en su camposanto, dispuesto en la pendiente, con vistas espectaculares al lago. De pronto, una mariposa revolotea por mi cabeza para acabar fundiéndose con los inmensos tapices de flores naranjas. “Nadie muere si no lo olvidan”, susurra una señora a mi oído. Y, así, en forma de mariposas monarca, las almas regresan al mundo de los vivos.

El poderoso imperio del cobre
El territorio de los purépechas se concentra en la región lacustre de Pátzcuaro, aunque su influencia se extendió mucho más allá, antes del periodo hispánico, gracias a su dominio de la metalurgia, llegando a ser uno de los imperios más importantes de Mesoamérica. De la cultura de esta civilización aún se conservan su lengua, técnicas de cultivo, oficios y danzas como la de los viejitos, una estupenda combinación de sátira, música y espiritualidad. Pero su legado más espiritual ha sido el de su cosmovisión, entendiendo la vida y la muerte como un ciclo dual que se manifiesta especialmente el Día de Muertos, uno de los seis Patrimonios de la Humanidad con los que cuenta el estado de Michoacán. Los cantos pirekuas, el centro histórico de Morelia, la cocina tradicional, la Reserva de la Biosfera de la Mariposa Monarca y los Voladores de San Pedro Tarímbaro completan la rica identidad de este estado conocido como “el alma de México”.
Síguele la pista
Lo último