Del Mediterráneo al Egeo por la Riviera Turca

Allí donde se adentra entre las costas de Grecia y Turquía, el Mediterráneo, "nuestro mar", cambia de nombre para llamarse Egeo, pero no de color pues sus aguas siguen siendo del mismo azul profundo y seductor, con los mismos reflejos de plata y oro arrancados por un sol que luce más de trescientos días al año. La península de Anatolia ofrece dos de sus costados a estos dos mares que, en realidad, son el mismo.

Toda la Riviera Turca, del Egeo al Mediterráneo
Toda la Riviera Turca, del Egeo al Mediterráneo

Acostumbrados con toda naturalidad a su hiperabundancia arqueológica, los turcos despiertan de pronto de las brumas con que se suele envolver la magnificencia cuando se está habituado a ella, tomando cada día una mayor conciencia de su tremendo potencial turístico. Aunque todo el país ofrece un repertorio de sorpresas inimaginables, las regiones del Egeo y del Mediterráneo son, sin duda, las que mayor tipo de público pueden complacer. Y esto obviando, evidentemente, el irresistible atractivo de su antigua capital, la fascinante Estambul.

Las costas turcas egea y mediterránea constituyen el reflejo vivo de muchos de los capítulos fundamentales de nuestra cultura. Aunque en el lado occidental parece resplandecer con más brillo la memoria del mundo clásico -presente en ambas-, a las costas meridionales hay que sumarles el misterio de una civilización de gentes marineras, los licios, capaces de permanecer independientes hasta tiempos de Augusto. Si las aguas no cambian de color al pasar del Egeo al Mediterráneo, sí lo hace sin embargo el aspecto del litoral, que resulta mucho más abrupto en la vertiente mediterránea, debido a los movimientos de tierra que provocaron el levantamiento de la cadena del Tauro, cuyas montañas bajan casi en picado hasta unas aguas que a su vez se tragaron algunas de las ciudades más antiguas de la península.

En ambas costas encontramos un inagotable compendio de ruinas espectaculares intercaladas entre soleadas playas y caletas, animadas ciudades vacacionales, brillantes bahías rodeadas de frondosos bosques o pequeñas aldeas pesqueras, en donde degustar un plato de pescado fresco se convierte en un auténtico manjar de dioses.

El listado de lugares interesantes apabulla. El turista más desenfadado se verá irremediablemente forzado a culturizarse. Nos hallamos ante el auténtico paraíso de los arqueólogos. En el corazón del Egeo perviven algunas de las principales ciudades de la Antigüedad, todas ellas con apasionantes historias que contar, como Éfeso (Efes), considerada como el más grande museo al aire libre, o Pérgamo (Bergama), cuya biblioteca, rivalizando con la famosa de Alejandría, llegó a reunir más de doscientos mil rollos de pergamino, el nuevo soporte allí mismo ideado para luchar contra el monopolio del papiro. Otra de aquellas importantes ciudades, situada entre Éfeso y Pérgamo, la bella Izmir, como la llaman los turcos, cuna del célebre poeta Homero, se ha desarrollado hasta alcanzar el puesto de tercera ciudad más grande de Turquía, con el segundo puerto más activo después del de Estambul. Las mejores vistas de Izmir y su bahía se obtienen desde las ruinas del castillo del monte Pagos, o desde la torre del curioso ascensor que conecta las calles altas y bajas de uno de sus rincones con más solera: el barrio judío de Asansör, que compite en belleza y antigüedad con otros distritos como Havra Sokak y Alsancak, cuyos edificios tradicionales han sido habilitados como cafetines y restaurantes entre viejas sinagogas o a lo largo de animadas calles peatonales.

El eco de los recuerdos nos rodea en cualquier rincón al que decidamos acudir. La grandeza de aquellos tiempos antiguos se empeña en eclipsarlo todo. Las viejas piedras señalan costumbres olvidadas, rituales dormidos en la noche de los tiempos, sacralizaciones que hoy nos intrigan con sus lejanos misterios. En Éfeso había un enorme complejo hospitalario, el Asclepion, fundado en el siglo IV a.C. por Galeno, uno de los padres de la medicina actual, donde los pacientes compaginaban las curas -incluidas terapias a través de los sueños- con visitas a la biblioteca, al teatro y al templo de Esculapio, venerado dios de la medicina, constituyendo todos estos edificios una parte esencial de la clínica sagrada.

En la región se hallaban algunos de los templos más grandiosos levantados en honor a los dioses griegos y romanos que, a su vez, sustituyeron a anteriores deidades protectoras de fuentes y grutas sagradas. Con el afán de convocar el mayor número de peregrinos, se superaron unos a otros en tamaño y magnificencia, como el glorioso santuario que Éfeso dedicó a Artemisa, la enigmática diosa de los mil senos; las gigantescas columnatas erigidas en Dídimo para honrar a Apolo, o el templo de Afrodita, que dio nombre a la ciudad de Afrodisias, y cuyo culto llegó a congregar aún más fieles de los que era capaz de reunir el todopoderoso Zeus.

Falsas idolatrías todas ellas para los primeros cristianos, que se empeñaron en desacralizarlas rehabilitando en ocasiones aquellos majestuosos edificios para celebrar sus propias ceremonias. Indelebles parece que hubieran quedado por estas tierras las pisadas de los apóstoles encargados de propagar la nueva fe, como San Pablo, que combatió con fuerza el culto a Artemisa, o San Juan Evangelista, que protegió a la Virgen María de las persecuciones posteriores a la crucifixión de Jesucristo.

Pero no sólo de ruinas e historia vive el turista, y en las costas del Egeo encontramos también ciudades convertidas en atractivos centros vacacionales, como Foça, la antigua Foçea, cercana a Pérgamo, una de las más animadas cuando llegan las noches veraniegas; el puerto repleto de yates de Kusadasi, al sur del Egeo; Bodrum, la antigua Halicarnaso que fue sede del desaparecido Mausoleo, plagada hoy de clubes, discotecas y cabarés; y las poblaciones en torno a Marmaris, allí donde el Egeo se difumina de nuevo en el Mediterráneo, en la denominada Costa Turquesa. Los principales hoteles de lujo se han situado a pocos kilómetros de Izmir, en la península de Çesme, bordeada de suaves olas y cuajada de fuentes termales naturales entre campos de anís y sésamo.

Las fantásticas ruinas diseminadas a lo largo de la franja mediterránea, además de mezclar entre sus vestigios grecorromanos y bizantinos diversas construcciones de los licios, se ven envueltas entre una naturaleza agreste y salvaje, a menudo en apartados rincones que nos hacen sentir como alguno de aquellos románticos exploradores de finales del siglo XVIII, inventores de la arqueología. Puerta de entrada a la llamada Riviera Turca y considerada como uno de los centros turísticos más importantes de Turquía, la ciudad de Antalya, fundada en el siglo II a.C por el soberano Attalos II, sorprende al visitante en un primer momento por su enorme tamaño y el caos de tanto edificio moderno apretujado entre la montaña y el mar, como si nada le quedase ya de sus pasadas glorias como provincia romana, ciudad integrante del Imperio Bizantino o importante plaza fuerte de caballeros cruzados. Pero basta penetrar su aparente anarquía para descubrir sus encantos secretos, entre los cuales destaca por encima de todos el viejo puerto romano, Kaleiçi, rehabilitado como atraque de yates y veleros, centro de importantes competiciones deportivas y bordeado por apetecibles restaurantes y cafés.

La ciudad de Antalya supone el punto de partida perfecto para emprender las excursiones destinadas a descubrir las claves de la cultura licia, especialmente a través de sus curiosos y variados monumentos funerarios. Como en las pétreas sepulturas que emergen de entre las aguas que rodean a la bella isla de Kekova -levantada sobre la antigua ciudad de Simena que el mar se tragó-; en el imponente santuario de Letoon, construido junto a la antigua capital de Xanthos, cuyos extraños monumentos conviven anárquicamente con restos helenísticos, romanos y bizantinos, o en la solemne tumba de los Harpies de Zante, en la localidad de Kinik, cuyos expresivos relieves señalan aún la poesía con la que aquellos licios entendían el momento de la muerte: como el vuelco de un navío que hasta entonces había estado bogando al azar.

Al igual que ocurre en las costas egeas, por el litoral mediterráneo también escucharemos una y otra vez el inagotable eco de la historia. Las playas más idílicas y los puertos más de moda se encuentran siempre junto a majestuosas y soberbias ruinas. En la mitología griega, Licia representaba el país donde tenía su guarida la Quimera, un monstruoso compendio de animales varios, que lanzaba llamaradas de fuego por la boca.

Cerca de los restos del templo de Hefesto, dios griego del fuego y la fragua, hay un paraje desolado y sin vegetación de cuyas grietas sale constantemente metano ardiente -los bizantinos consideraban este enclave una zona sagrada-, y no muy lejos, en la pequeña población que quedó apodada Quimera, la eterna lucha por mantener viva la enigmática llama mitológica sigue formando parte de sus más arraigadas costumbres.

Más allá, cuando de nuevo volvemos a descubrir el encanto natural al pisar las suaves arenas de Çirali, maravillosa playa regada por un río que baja al mar entre el verdor de un angosto valle, el camino vuelve a conducirnos hacia otro templo de sonoras evocaciones: el Olimpos. También muy cerca, junto a los añejos rompeolas de los tres puertos de Faselis, en Tekirova, que en su día fueron un destacado centro comercial, permanece uno de los acueductos romanos mejor conservados del país.

El elevado grado de modernidad y la amplitud dimensional que alcanzaban por aquí las ciudades podemos comprobarlo acercándonos a los yacimientos de las grandiosas Perge -un antiguo asentamiento hitita donde San Pablo predicó sus primeros sermones-, Termessos y Aspendos (Belkis), para admirar sus eficaces canalizaciones urbanas, el trazado rectilíneo de sus calles, la división social reflejada en las ciudades Alta y Baja, o sus magníficos edificios dedicados al ocio: un teatro y un estadio -en Perge-, que entre los dos sumaban nada menos que 27.000 plazas destinadas al espectáculo, y un anfiteatro (el de Aspendos) con una capacidad para 15.000 espectadores, que, gracias a su posterior uso como caravasar, ha llegado hasta nuestros días como uno de los anfiteatros mejor conservados del mundo.

Y para descansar de tanta apabullante maravilla, para intentar ordenar tanta visión, al este de la región, en torno a la pequeña ciudad de Alanya, encontramos más de 20 kilómetros de suaves playas ribeteadas por hoteles de cinco estrellas. Pero, ¿cómo ser capaces de cerrar los ojos en sus cálidas arenas sabiendo la inmensidad de lo que nos quedará siempre por ver?

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