En las calles de Nápoles
Arte urbano, asociaciones que son laboratorios de ideas y bonitas iniciativas vecinales han dado un soplo de renovación a la ciudad más temperamental de Italia, estigmatizada durante muchos años por su imagen violenta

Será porque vivir a los pies del Vesubio confiere un carácter explosivo, Nápoles es puro movimiento, griterío, energía que se desborda. Una ciudad que cambia de aspecto, se agita, se transfigura. Una realidad viva con la capacidad de autodestruirse para después emerger sobre sus propias cenizas.

Así lo ha hecho en los últimos tiempos en lo que muchos se han apresurado a llamar la revolución partenopea (en alusión a Parténope, el primer nombre de la metrópoli). Una renovación integral que, a golpe de cohesión social y mucha creatividad, ha logrado un cambio de piel en el entramado urbano más temperamental de Italia. Porque esta ciudad acogedora y hermosa, de gran riqueza histórica y cultural, ha vivido arrinconada durante demasiado tiempo por el lastre de la violencia.

Quince años después de Gomorra, el desgarrador ensayo de Roberto Saviano sobre la mafia napolitana, Nápoles vive hoy un despegue lento pero firme que insufla, al fin, vientos de prosperidad. Y lo hace sin perder su dimensión popular, ese aire tal vez algo canalla que exhibe con cada latido la alegría de vivir. “¿En qué otra ciudad el centro histórico es el lugar donde el pueblo vive y trabaja?”, pregunta Luigi Cassano desde su puesto de fritos de Pignasecca, el barrio caracterizado por una comida callejera nacida muchos siglos antes de la moda del street food. “A diferencia de Venecia o Florencia, por aquí desfila la vida”, se responde a sí mismo, orgulloso, mientras despacha unos arancini, una especie de croquetas rellenas de carne, guisantes y arroz.

El solidario caffè sospeso
En efecto, pocos lugares como Nápoles han hecho de las calles su escenario vital. Aquí (salvo en el triste paréntesis de la pandemia) el día al día es un hervidero donde confluye lo elegante con lo desaliñado, lo culto con lo de andar por casa. Las obras se ralentizan por los vestigios romanos que asoman con cada excavación. El tráfico dibuja una tela de araña desesperante. Y las tres plazas monumentales (Trieste e Trento, Del Municipio y Del Plebiscito) acogen celebraciones, protestas y espectáculos masivos, mientras sus participantes esquivan el trasiego de los turistas.

Hasta la cafetería Gambrinus, la más antigua del lugar, se hace eco de estas contradicciones: en sus elegantes salones de espejos, estucos y terciopelos, allí donde se daba cita la intelectualidad de la época, aún hoy se practica el caffè sospeso, una iniciativa filantrópica que consiste en dejar un café pagado para quien no se lo puede permitir.

Es esta vena espontánea y callejera la que hizo que el cambio, más que por la gentrificación, pasara por mantener la esencia. Por eso la nueva Nápoles ha nacido al calor de bonitas iniciativas barriales que dan testimonio de la vitalidad de los jóvenes. Conocido por todos es el caso de los Quartieri Spagnoli, donde el street art sirvió de estímulo para recuperar la confianza.

Fue gracias a los artistas Cyop & Kaf, quienes, de manera improvisada, comenzaron a decorar las fachadas hasta convertir el distrito en un laboratorio creativo. Hoy este revoltijo de cuestas donde hace apenas una década pocos osaban a plantar el pie, es el hogar de estudiantes como Chiara Beltrani, que desde su balcón divisa una de estas pinturas. “Hay quien me ha pedido subir para fotografiarla. Es increíble. La gente ahora visita el barrio, sin miedo, en busca de estos murales”, cuenta.

De cárcel a centro social
Este nuevo rostro también ha llegado a la periferia, a los barrios apiñados del norte donde entienden que el desarraigo se combate con la cultura. Es lo que promueve, en Montesanto, Scugnizzo Liberato, una cárcel de menores reconvertida en un centro social con actividades gratis para los niños: proyecciones de cine, torneos deportivos, clases de idiomas, talleres de cerámica... “Un lugar que teje relaciones con las necesidades de la gente”, señala Alessio Avolio, uno de sus responsables, desde la azotea con vistas a un Mediterráneo que se asoma detrás del golfo.

El mismo entusiasmo lo comparte la asociación La Paranza, en el barrio de Sanità, que ha recuperado las impresionantes Catacumbas de San Jenaro, antes abandonadas, para convertir a los niños de la calle en diminutos guías turísticos. O el Nuovo Teatro Sanità que, con el tesón de Mario Gelardi, ha logrado ofrecer reconocidas funciones en una iglesia del siglo XVIII. O La Casa dei Cristallini, donde Elena y Alfredo imparten clases de interpretación a jóvenes promesas de no más de 10 años.

“En el silencio, una sola voz hace ruido”, señala Rosario Nasti a propósito de Il Giardino Liberato, el centro cultural ideado en un antiguo convento en el distrito de Materdei, donde cada artista deja su huella. Un proyecto más con el que esta ciudad pretende mostrar aquello que yace bajo el prejuicio: ese Nápoles único e irrepetible que se resiste a desaparecer. El de la ropa tendida y las paredes desconchadas. El de las motorinos que circulan anárquicas y la mamma que se asoma a la ventana profiriendo descarados gritos. Todo muy al estilo neorrealista, como una película de Vittorio de Sica.
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