Armenia, entre montañas y monasterios

Este pequeño país del Cáucaso, con una superficie equivalente a la de Galicia, una población que apenas supera los tres millones de habitantes y el cristianismo como eje vertebrador de su cultura, se está convirtiendo, tímidamente, en un destino emergente (800.000 turistas estimados en el año 2011). Tras la época soviética y diversos conflictos bélicos, en Armenia ahora prima la hospitalidad. En el Este aún quedan secretos por descubrir.

Monasterio de Haghpat, Patrimonio Mundial.
Monasterio de Haghpat, Patrimonio Mundial. / Guido Cozzi

Los armenios lo repiten constantemente, y con orgullo: fueron los primeros del planeta en adoptar el cristianismo como religión oficial. Más exactamente en el año 301, precisan doctamente (lo aprenden en la escuela). Y es que el cristianismo es la columna vertebral de su cultura. El eje de su identidad. Nada sorprendente, por tanto, si visitar Armenia es sumergirse en sus monumentos religiosos. Recorrer, esparcidos en medio de unas montañas grandiosas, sus solitarios monasterios: los de la Iglesia Apostólica Armenia, que se define a sí misma, también, como la iglesia nacional más antigua del mundo.

El primer contacto poco tiene que ver con estas referencias casi bíblicas; al desembarcar en su capital, el viajero tiene la sensación de volver a la época de esa URSS a la que Armenia perteneció de 1920 a 1991. Yereván, con sus plazas demasiado grandes y sus avenidas demasiado anchas y rectas, no seduce de buenas a primeras. Es cierto que su centro neurálgico, la Plaza de la República (Hanrapetutyan Hraparak es su nombre en armenio) tiene un discreto encanto. La desaparición de la estatua de Lenin que antaño la adornaba ha dejado su amplio centro vacío. Pero los edificios rosáceos y decorados de arcos que la circundan ofrecen una agradable armonía. Aquí están varios ministerios y un hotel de lujo.

De esta plaza o de sus alrededores salen todas las arterias importantes. Como la calle Abovyan, centro inevitable de la movida, con su sucesión de cafés, restaurantes y karaokes. O la elegante calle peatonal Hyusisayin: lugar de predilección de las tiendas chic, lleva a la plaza que circunda la horrible mole de cemento de la Ópera. Los habitantes de la capital han elegido este sitio francamente feo como su gran centro de reunión social: abundan aquí los kioscos de bebida, los cafés y los restaurantes al aire libre. Unos niños hacen virguerías con su skateboard mientras las madres de familia pasean con la prole. Y los fines de semana, es aquí donde se hacen la fotografía los visitantes llegados del interior del país.

El final de esta calle peatonal nos lleva a una Yereván a la vez monumental y patriotera. Pero primero hay que subir por la Kaskad: este nombre no alude a una refrescante fuente de agua sino a una interminable y masiva sucesión de escaleras cortada por plataformas boscosas donde se esconden las parejas de enamorados. En la base de la Kaskad, en un parque donde uno se sorprende al ver, entre varias estatuas, dos esculturas de Fernando Botero, pasean mujeres con el cochecito del bebé. En la cumbre reina un monumento al 50º aniversario de la Armenia soviética, con la pompa habitual del estilo estalinista.

De allí, se cruza el Hagtanak Park (Parque de la Victoria) para llegar a otro rincón marcial: una plaza llena de artilugios bélicos (unos tanques y lanzamisiles, un viejo avión militar...) está coronada por la enorme estatua de la Madre Armenia (22 metros de alto), que representa a una mujer que blande una espada. Uno casi olvidaría que el monumento inicial estaba dedicado a Stalin. Pero en 1962 una revuelta popular exigió echar abajo la estatua del dictador y Moscú, por una vez, cedió. En el interior del pedestal, un pequeño museo militar prolonga el ambiente patriótico: está dedicado a los muertos en la guerra que Armenia libró contra Azerbaiyán por el control del Nagorno Karabaj en los 90. Se suceden las fotos de los combatientes barbudos, así como los emblemas nacionales.

El vaticano armenio.

En otro cerro en la salida de la capital, otro monumento evoca más recuerdos bélicos. Es mucho menos pomposo, pero mucho más emocionante: es el Museo del Genocidio. Los armenios tienen todavía muy presente en su psique colectiva las matanzas de sus compatriotas (alrededor de un millón y medio de muertos, según Yereván) que ensangrentaron Turquía de 1915 a 1917, y que los gobiernos de Ankara, hasta ahora, se han negado a reconocer. El monumento al Genocidio, levantado en 1966 después de que un millón de armenios se manifestaran para exigir su construcción a las autoridades soviéticas, es sobrio: una estela de 44 metros y unas doce losas de basalto gris inclinadas en círculo en torno a una llama eterna. El interior del museo contiene testimonios sobrecogedores sobre la masacre: fotografías amarillentas, documentos oficiales, recortes de viejos periódicos, libros en varios idiomas; todo dibuja un panorama atroz de ejecuciones en masa, barrios armenios arrasados, deportaciones masivas... ¿Cómo olvidar la foto de estas mujeres muertas de hambre en una zona desértica, muchas con hijos a cuestas, peleándose para arrancar trozos de la carne de un caballo muerto?

Tras el horror del pasado, vuelta al presente y su mayor símbolo religioso: a unos 20 kilómetros de Yereván, Echmiadzín es la Meca de los armenios. Es un enorme complejo que incluye varias capillas y los edificios de un seminario, todo en torno a lo más venerado del lugar, la catedral. Construida entre los años 301 y 303, fue, según los armenios -aparentemente muy dados a estos récords-, la primera que se construyó en el mundo. Asistir a una misa cantada en su interior produce una sensación casi mística: entre las altas paredes esculpidas en la roca, las voces de barítono de los sacerdotes suben hacia el techo y responden como un eco a las del coro, mientras se arrodillan los fieles, varios de los cuales, vestidos de negro y con capucha, parecen nazarenos.

Dejamos atrás el Vaticano armenio para emprender viaje hacia el noreste, hacia el lago Seván, situado a unos 40 minutos de la capital y a unos 1.900 metros de altitud. Es el mayor del país, aunque en la época de Stalin unas obras faraónicas de irrigación y de hidroelectricidad provocaron un principio de desecación. En verano, los habitantes de la capital se precipitan hacia estas playas cercanas, compartiendo el espacio con los turistas rusos. Pero, apenas empieza el otoño, cambia la atmósfera: una capa de nubecillas cubre como algodón la superficie, que cerca un cinturón de nieve. La mejor vista se observa desde Sevanavank, el pequeño monasterio de Seván que fue fundado en el siglo XIX como un lugar de retiro en lo que era entonces una isla.

Seguimos hacia el norte para llegar a Diliján. Su apodo de pequeña Suiza, algo excesivo, se debe más al entorno alpino que a la ciudad en sí, con poco brillo: lo que sus habitantes llaman su centro histórico se limita a una sola calle de casas de madera con pórticos. Pero lo que justifica el viaje son los dos monasterios cercanos, Hagartsin y Goshavank, ambos del siglo XII. Comparten las características de la mayoría de los cenobios armenios: un complejo de varias capillas agrupadas en torno a la iglesia principal. En el interior, las paredes son desnudas, directamente excavadas en la roca. La sencillez de la arquitectura ("una decoración excesiva distrae de la oración", asegura un sacerdote) refuerza la sensación de una iglesia humilde, recogida, casi primitiva.

Un bosque de columnas y arcos.

Se descubre Hagartsin al final de un camino nevado que serpentea por un bosque tupido. El aislamiento, la soledad y el silencio sepulcral contribuyen a provocar una extraña sensación de irrealidad. La misma que provoca Goshavank, desde donde la vista abarca una sucesión de picos nevados resplandecientes. Este es el mejor lugar para observar una de las cumbres de la arquitectura religiosa armenia: los kashkars, unas estelas de piedra tallada con una cruz en el centro cercada de imágenes geométricas. Los de Goshavank resultan famosos por la delicadeza y el detalle de sus figuras.

Desde Diliján la carretera sigue hacia el este hasta Ijeván, una de las ciudades más aisladas de todo el país, cerca ya de la (herméticamente cerrada) frontera con Azerbaiyán. Más aislado y recóndito todavía está el cercano monasterio de Makaravank, en la cumbre de un cerro, al que se llega por una interminable y peligrosa pista que la nieve ya cubre por completo en este inicio de otoño. Parece el lugar ideal para un retiro lejos del mundanal ruido. El complejo es llamativo por las esculturas de sus muros exteriores, que incluyen flores y animales: peces, águilas (símbolos de libertad) y leones (símbolos de fuerza). En la entrada a la iglesia, el suelo está alfombrado de tumbas: según una curiosa tradición, pisarlas ayuda a redimirse de los pecados.

De Ijeván hay que dar marcha atrás antes de seguir hacia el norte y llegar a Alaverdy. Una ciudad fea, cubierta del polvo que emana de sus minas de cobre, pero que constituye la puerta de entrada a dos de los más espectaculares monasterios de Armenia, ambos parte del Patrimonio Mundial de la Unesco: los de Sanahin y Haghpat. El encanto empieza con el emplazamiento: ambos, aunque en direcciones opuestas, se encuentran al final de una pista que recorre un profundo y espectacular cañón. Fundado en el siglo X, Sanahin es un enorme complejo donde destacan, al llegar, los espectaculares campanarios. Igual de llamativa, una sala está ocupada por un denso bosque de columnas y arcos. La galería de una antigua escuela teológica subsiste entre las dos iglesias principales, recuerdo de una época en la que el monasterio era un gran centro intelectual.

Sanahin significa "anterior a": es una alusión al cercano monasterio de Haghpat, ya que, según la leyenda, el arquitecto del primero era el padre del que construyó el segundo. Haghpat ofrece un entorno espectacular, ya que está construido sobre un promontorio en medio de un circo de picos nevados. Es uno de los mayores complejos eclesiásticos del país, y todo en él parece llamativo: desde el grosor de sus muros hasta la finura de sus kashkars, desde la belleza de sus salas abovedadas hasta los bajorrelieves de sus exteriores. Pero, a pesar de la magnificencia de su arquitectura, Sanahin y Haghpat logran transmitir la sensación de humildad y de recogimiento que caracteriza a todo monasterio armenio. Tras este periplo por el norte, una breve estancia en Yereván permite recomponer fuerzas antes de emprender el camino hacia el este. Empieza, también, por un monasterio: el de Khor Virap. Es un sitio fundamental para la cultura nacional. Primero por su cercanía a uno de los lugares más emblemáticos para los armenios, que ven en él el símbolo de los territorios perdidos: el monte Ararat. Las panorámicas a los dos picos que lo componen, desde aquí, resultan sobrecogedoras. Parecen casi al alcance de la mano, y uno casi se olvidaría que nos separa de ellos la (también herméticamente cerrada) frontera turca, con sus tres líneas defensivas.

La importancia de Khor Virap tiene también otro fundamento: es la cuna del cristianismo armenio. Aquí estuvo encerrado en una fosa durante trece años Grigor Lusarovich, Gregorio El Iluminador -se dice que sobrevivió solo de la comida que le tiraba una viuda de la vecindad-. Cristiano ferviente, recibió este duro castigo por parte del rey Tiridates III, cuyo padre había sido asesinado por el progenitor de Gregorio. Según la leyenda, el rey enfermó, y su hermana tuvo un sueño en el que aparecía Grigor como el único capaz de curarle. Lo logró y evangelizó al rey, quien declaró el cristianismo como la religión oficial.

Siguiendo hacia el este, uno se encuentra, cómo no, con otro monasterio, el de Naravank. Está en un emplazamiento excepcional, encima de un profundo cañón y en medio de unas rocas salvajes, desnudas, como despedazadas. En este sitio se encuentra enterrado uno de los más famosos escultores medievales armenios, Momik, que dejó aquí a título de legado, expuestos como en un museo al aire libre, algunos de los más finos kashkars del país. La zona tiene otro atractivo mucho menos espiritual: es un gran centro de producción vitícola, y el viajero puede probar sus vinos en unos quioscos esparcidos al lado de la carretera.

El camino sigue hacia el este y costea a la derecha, hacia la frontera con Turquía, una cordillera nevada de una belleza sobrecogedora, de un blanco refulgente que contrasta con las nervaduras sombreadas de las montañas. El tráfico se hace más escaso y se compone ahora principalmente de camiones iraníes (la frontera no está demasiado lejos), que atestiguan la intensidad de los intercambios comerciales entre ambos países. Curiosamente, la Armenia baluarte del cristianismo y el Irán de los ayatolás tienen unas excelentes relaciones: cada uno permite al otro romper su relativo aislamiento regional. Y muchas familias de clase media de Teherán que quieren escapar de la chapa sofocante del integrismo eligen la cercana Armenia como destino turístico.

La carretera sigue ascendiendo y serpenteando hasta llegar al temible puerto de Vorotán, a 2.340 metros de altitud. Muchas veces está cubierto por un manto de nieve y bruma, y las autoridades tienen que despejarlo continuamente durante una gran parte del año. La bajada nos lleva al desvío hacia otro monasterio, el de Tatev, del siglo IX. La carretera que llega hacia él es tan vertiginosa y peligrosa que se construyó una línea de teleférico (¡que da una sensación tan vertiginosa como el recorrido por tierra!) de 5,7 kilómetros (otro récord mundial, según los armenios). Inaugurada en octubre de 2010, permite llegar todo el año a este sitio digno de un ermitaño. El esfuerzo merece la pena: este complejo fortificado (está en una zona fronteriza otrora muy disputada) encierra una iglesia majestuosa y una curiosa capilla en miniatura cincelada, que es un prodigio de fineza.

La cumbre del tesoro.

Siguiendo hacia el este se llega a una frontera... que no lo es: la del Nagorno Karabaj (NK). Esta zona motivó en los años 1990, tras el desmembramiento de la URSS, una cruenta guerra entre Armenia y Azerbaiyán (aunque su población era en gran mayoría armenia, Stalin la había incorporado a la república soviética de Azerbaiyán en los años 1920). El gobierno de Yereván, que la controla hoy totalmente, ha abierto a los visitantes la puerta de este territorio, donde reina la calma desde el alto el fuego de 1994, lo que es de agradecer. En el NK, y especialmente en su parte occidental, la montaña es, si cabe, todavía más salvaje, más deslumbrante, más sobrecogedora (y las carreteras más sinuosas) que en el resto de Armenia.

Se llega así, a 330 kilómetros de Yereván, a Stepanakert, la ciudad donde reside la presidencia de este Estado teóricamente independiente, pero al que solo reconoce el gobierno armenio. Parece más una apacible ciudad de provincia que una gran capital. Tiene, es cierto, sus edificios gubernamentales que copan el centro: el Palacio de la Presidencia, los ministerios, el Parlamento (con una curiosa cúpula que parece un andamiaje)... Pero todo parece como demasiado nuevo, demasiado artificial, apenas estrenado: una especie de Disneylandia oficial. La ciudad, además, rebosa de recuerdos de la reciente contienda, y los visitantes en busca de museos podrán elegir entre el dedicado a los Soldados Desaparecidos y el de los Soldados Caídos.

Fuera de la zona céntrica, Stepanakert se asemeja a una pequeña ciudad de la era soviética, a lo que ayuda el bilingüismo de sus inscripciones, donde coexisten caracteres armenios y cirílicos. Es probablemente la ciudad más rusófila de una nación que ya lo es bastante en su conjunto. Y es que, para los armenios, Moscú aparece como el mejor baluarte frente a lo que ellos perciben como la amenaza musulmana, especialmente sensible en un lugar como el NK. A unos 40 kilómetros al norte de Stepanakert, al final de un camino empinado, se encuentra el monasterio más sagrado del NK: el de Gandzasar ("cumbre del tesoro", en armenio), construido en el siglo XIII. A menudo parece perdido entre la nieve y una niebla espesa como algodón, lo que le da un aspecto fantasmagórico. En la base de la cúpula de la iglesia principal, unos bajorrelieves de una gran delicadeza representan a Adán y Eva, mientras en las paredes de sus dos salas, con una dimensión digna de una basílica, se pueden todavía leer unas viejas inscripciones en armenio antiguo. La iglesia principal, según los armenios, alberga restos de San Juan Bautista y de su padre, San Zacarías.

Castillos y hoteles de lujo.

Al pie del cerro donde está encaramado Gandzasar, Vank no dejaría de ser uno de estos minúsculos pueblos perdidos en medio de la montaña si no tuviera algo insólito en este sitio de fin del mundo: dos hoteles de semilujo, uno construido en forma de barco y con un restaurante decorado con columnas de tipo griego, regentado por un chef traído de China. La explicación tiene nombre propio: el de Levon Hayrapetyan, un importante hombre de negocios que nació en este lugar perdido y vive hoy en Moscú. Dedicó parte de su enorme fortuna a ayudar a su pueblo de origen, donde construyó una escuela y una guardería, aparte de asfaltar la carretera que lleva a Stepanakert. Uno de los muros del hotel está hecho de centenares de matrículas a modo de ladrillos: según los lugareños, pertenecían a los coches de los azeríes que huyeron a Azerbaiyán durante la guerra.

La última etapa del viaje lleva hacia el noreste, hacia la frontera con Azerbaiyán, hoy tranquila aunque se pueden ver todavía las huellas de los combates recientes en los pueblos en ruina que se suceden. Se llega así a Mayraberd, que también tiene sus ruinas, aunque mucho más antiguas: las de una alta muralla en la falda de un cerro, construida durante la dominación persa y que trepa hasta un castillo medieval. Unos kilómetros más adelante aparece otro castillo en perfecto estado que nada tendría que envidiar a los de Coca o Chinchón: es el de Tigranakert. Pero su buena conservación no tiene misterio: fue construido en la época soviética por una rica familia azerí. Lo más interesante, de hecho, está en el cerro que domina el castillo: allí, desde 2005 prosiguen las excavaciones de una ciudad de estilo helenístico que data del siglo I a.C. El guardián del castillo está encantado de acompañar a los contados visitantes. Y acaba invitando al viajero a brindar en su cocina, acompañado de un amigo oficial del Ejército del Aire, por la amistad entre España y Nagorno Karabaj. Difícilmente se puede imaginar mejor colofón para esta visita a un pueblo que sabe practicar con talento el arte de la hospitalidad.

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