Tren de trenes, por Mariano López

Los puentes y los túneles en torno al Baikal son la gran obra de este ferrocarril que ya tiene cien años.

Mariano López
Mariano López / VIAJAR

Siempre había soñado con viajar en el Transiberiano, como todos los que amamos el tren. Así que cuando tuve la oportunidad de ocupar plaza en uno de sus ramales, el que va de Moscú a Pekín, no lo dudé y volé a Moscú con mi familia y un grupo de buenos amigos encantado de la vida, feliz porque iba a realizar un viaje querido y seguramente disparatado: casi ocho mil kilómetros sin más escala que las breves paradas previstas en dos docenas de estaciones; siete días y seis noches en el mismo asiento transformable en litera, en un pulcro pero austero coche de segunda clase; tres países, ocho husos horarios, el run run constante –y relajante– de una máquina enemistada con la alta velocidad y la compañía de una preciosa, radiante, espléndida ventanilla que nos iba a mostrar cómo Europa se transforma en Asia, el mundo que media desde las torres del Kremlin hasta las de la Gran Muralla. Fue un viaje maravilloso, aunque no exento de incidentes. Los operarios responsables del orden y la limpieza dentro del coche, los provodnik, resultaron ser contrabandistas: bloquearon un lavabo y un compartimento para ocultar sus mercancías y alojaron a ocho pasajeros en el espacio previsto para cuatro. El cocinero, Volodia, un antiguo boxeador que llegó a competir en unos Juegos Olímpicos con la selección soviética, solo elaboraba menús a base de salchichas y sopa, en unas ocasiones caliente y en otras fría; el tren se accidentó poco antes de entrar en la estación de Ulan Bator, la capital mongola; y en la frontera china dos militares armados me detuvieron y condujeron a la fuerza a un puesto policial donde permanecí retenido más de diez horas. Aun así tuvimos suerte. No hubo ataques de bandidos al tren –una probabilidad considerable la semana en la que viajamos–, encontramos puestos con sandías, noodles y pescado seco en casi todas las estaciones, obtuvimos una buena ración de provisiones en el mercado de Omsk –adonde pudimos ir gracias a la colaboración de un maquinista– y aprendimos a utilizar el samovar para prepararnos nuestra propia comida, sobria pero afortunada en mi caso porque conseguí alejarme de la sopa. 

Recuerdo, también, la libertad con que nos movíamos por el tren. Me gustaba, en especial, sentarme en el estribo de una puerta junto a la cocina que estaba siempre abierta para facilitar el vertido de la basura. Todos los desperdicios se iban echando a un enorme cubo de plástico que cuando estaba lleno se lanzaba a las vías o al campo, donde estoy seguro que aún hoy resultará fácil localizar el reguero dejado por miles de envases de salchichas.

Sentado en aquel estribo disfruté del extraordinario paisaje del Baikal, el lago cristalino al que los mongoles llaman con la misma palabra que usan para decir mar. El tren frena su marcha justo cuando rodea el Baikal, la perla de Asia, el lago más profundo del mundo, el que posee las aguas más claras del planeta. Cuando bordea el Baikal, el tren cruza doscientos puentes y atraviesa más de treinta túneles. Los puentes y los túneles en torno al Baikal son la gran obra de este ferrocarril que acaba de cumplir cien años desde que completó su último tramo, el puente sobre el río Amur en Jabárovsk, donde los obreros morían por el ataque de los tigres.

Volvería una y otra vez a recorrer aquellos kilómetros, si me garantizaran de nuevo la puerta abierta, mi sitio en el estribo y el aire que sentía en la cara mientras el tren avanzaba lento, muy lento, por una vía plateada que aparecía y desaparecía entre los abedules. A ser posible, sin sopa.

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