Típicos tópicos, por Javier Reverte

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javier-reverte / Raquel Aparicio

Los pueblos y las etnias nos movemos con excesiva frecuencia sobre tópicos los unos con respecto a los otros. Y no es que los tópicos no respondan a comportamientos típicos –lo que sucede con cierta frecuencia–, sino que su aplicación generalizada resulta por lo general falaz. ¡Cuántas veces, por ejemplo, habremos oído decir que el pueblo americano es profundamente inculto, tan solo porque nos han contado que un campesino de Arkansas no sabía en dónde situar a España en un mapa! Y resulta que eso lo dice gente española, gente de un país en el que sus habitantes confiesan, tres de cada diez, que no leen jamás un libro.

Es curioso que ese tópico de incultura, además, se aplique sobre un pueblo que tiene la más imponente nómina de premios Nobel de la historia, con una apabullante diferencia sobre todos los otros pueblos. Por poner más ejemplos, para los españoles los ingleses resultan fríos y orgullosos; los alemanes, trabajadores y poco ingeniosos; los franceses, antipáticos y lujuriosos, y los italianos, frívolos y trapaceros. La verdad es que yo no llamaría ninguna de esas cosas a muchas de las grandes figuras que han dado estos países, comenzando por Shakespeare y siguiendo por Beethoven, Voltaire y Leonardo.

Hay una tendencia también a ponerle nombre generalmente despectivo a otros pueblos, y así, mientras que, para nosotros, los franceses son “gabachos” y los alemanes “cabezas cuadradas”, los ingleses llaman “ranas” a los galos y estos, a su vez, “bochos” a los germanos. Curioso resulta además que, cuanto más próxima es la vecindad, mayores son las vulgaridades, más grande la ignorancia del uno sobre el otro y más desdeñoso el tópico de lo típico.

¡Y cuánta falacia! Se tiene –más ejemplos– a los alemanes por el pueblo más belicoso, guerrero por naturaleza y feroz en el combate. Y Francia le dobla en guerras. ¡Y qué decir de España! Nuestra península bate el récord mundial de luchas fratricidas, la última hace todavía menos de un siglo.

En mis años mozos viví dos años en Londres como periodista y tenía amigos ingleses que, condescendientes, me decían que España era un país violento y que, quizás, Franco era necesario un tiempo para calmar los ánimos calientes de los hispanos. La verdad es que me hartaba a darles razones en contra, incluso en momentos que en los pubs se desataba una pelea entre borrachos. ¡Nunca he visto peleas tan salvajes en una tasca española!

Viví después tres años en París, también como corresponsal de prensa, y recuerdo que, en cada ocasión en que España acaparaba alguna noticia, los editoriales de los periódicos más cultos y sesudos, entre ellos Le Monde,se desvivían por ver cuál era el que colocaba más tópicos sobre el carácter típico de nuestra historia. Lo primero de todo era destacar la “fierté” (el orgullo) del carácter de los españoles, como si no hubiera un solo nacional en la piel del toro que se dejara tocar nunca las narices. En segundo lugar se remitía a la figura de Don Quijote como paradigma de todo lo español, cuando era un hombre solo que caminaba entre abundantes siniestras figuras de españoles de pie y de alcurnia. Y en tercer lugar asomaban dos de nuestras grandes creaciones históricas: la siesta y la guerrilla. Por fortuna, casi nunca había reflexiones –al menos en Le Monde– sobre la paella y el bandolerismo.

Pero la globalización tiene ventajas e inconvenientes. Su gran mérito consiste en que está ayudando a derribar un buen número de ideas preconcebidas entre los pueblos. Por cierto: conozco un alemán muy vago y un francés muy simpático.

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