Tasmania, la isla del diablo

Este rincón de las antípodas al sur del continente australiano es uno de los territorios menos contaminados del planeta y uno de los rincones que anticipan el fin del mundo.

Tasmania
Tasmania / sivarock/iStock

Antes, mucho antes de que la Warner popularizara su malhumorado personaje en esa torpe versión del demonio de Tasmania, muy poco se sabía de la isla que le daba su nombre, apostada en un confín de las antípodas. Una isla separada de Australia por el estrecho de Bass que es, por su lejanía, la viva encarnación de lo mítico y lo remoto, el romántico paradigma de uno de los muchos rincones que anticipan el fin del mundo. Y ello, pese a que el famoso demonio resultó ser un marsupial carnívoro con muchas más malas pulgas que las del dibujo animado.

La bella Tassie, como se la apoda de forma cariñosa, ha sido blanco de chistes incluso para los propios australianos, acostumbrados a mofarse de su aislamiento y su carácter salvaje. Sin embargo, se trata de un territorio al que no le falta de nada.

Vastas extensiones vírgenes en quince parques nacionales cuajados de playas, lagos y bosques fluviales. Pero también una historia apasionante, bodegas que alumbran deliciosos vinos y una fresca modernidad en ciudades como Hobart, Launceston o Burnie, donde hierve un inesperado panorama artístico.

Cárcel natural

A Tasmania se llega en ferry desde Melbourne (también se puede acceder en avión) como lo hicieron aquellos pioneros que arribaron a esta isla descubierta en 1642 por el holandés Abel Tasman y colonizada después por convictos británicos que la convirtieron en un penal. Una herencia que pervive en el sitio histórico de Port Arthur, donde los presos cumplieron brutales condenas en lo que llegó a concebirse como el propio infierno en la tierra.

Más allá de este lúgubre destino, es la naturaleza la que define esta tierra que ha de explorarse por carretera, dejándose llevar por su geografía escarpada. Naturaleza que se hace visible en increíbles formaciones rocosas como el Arco de Tasmania, la Cocina del Diablo o el Remarkable Cave; en caudalosos ríos aptos para el rafting o el kayak; en rutas señalizadas donde entregarse al ciclismo o bushwalking (caminatas por el monte), o en la abundante fauna que irrumpe de tanto en tanto, con ejemplares tan estrambóticos como ornitorrincos, wombats o equidnas.

El mundo del revés

Estos paisajes sin sombra de civilización encierran una variedad apabullante para un territorio tan pequeño. Desde las soleadas llanuras de las Midlands, con sus mansiones georgianas al estilo de la campiña inglesa; hasta la calma marinera de sus islas del norte (King y Flinders), santuario para miles de pájaros. O desde la selva tropical de Liffey Valley, plagada de canguros; hasta la formación volcánica de The Nut, con sus vistas sobrecogedoras. Colinas onduladas y acantilados abruptos, playas solitarias con olas gigantes y cavernas aborígenes de tiempo inmemorial.

Aunque son muchos los puntos de interés, nadie que viaje a Tasmania debería perderse el P. N. Freycinet, una península rodeada de arenales blancos y aguas cristalinas, donde se emplaza el rincón más fotografiado: la Bahía de Wineglass, un entrante de mar con la forma perfecta de una copa que debe su nombre a la sangre que antaño teñía las aguas durante la caza de las ballenas. Tampoco el P.N. Cradle Mountain y Lago San Clair, donde aguarda el épico Sendero Overland (80,5 km en seis días) que atraviesa elevadas cimas, bosques de eucaliptos y valles a merced de los vientos.

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