Unos pistachos en Teherán, por Luis Pancorbo

Los pistachos son el punto fuerte de las tiendas de Teherán. Sabes cuándo empiezas a comerlos, no cuándo acabas.

Ilustración Pancorbo
Ilustración Pancorbo / Ximena Maier

Hay un tiempo en la vida en que uno quiere comprarse una alfombra persa y otro tiempo en que no te parece mal ir comiendo pistachos por las calles de Teherán. Incluso zonas céntricas de la capital iraní están tomadas por una alternancia de tiendas y puestos callejeros. Si querías olor local, y creo que no me equivoco usando esa palabra, ahí tienes a los vendedores de perfumes tan truchos como los que endiñan en medio mundo. ¿Cómo va a ser posible comprar Eau de parfum de grandes marcas al precio de una colonia que huele a rayos? Más interesantes son algunas tiendas de frutos secos que en Teherán parecen joyerías. Expositores, luces, el lujo más extraordinario sublima la imagen de algo que uno conoció, bien es cierto que hace muchos años, como un puesto de pipas. En Teherán también venden pipas, pero de algún girasol ciclópeo. Si sus semillas son así de gordas y largas, habría que ver el diámetro de sus flores. Van Gogh igual no se habría cortado la oreja viendo esa potencia de la vieja Persia.

Los pistachos son el punto fuerte de esas tiendas. Van desde los que se han cogido en el arbusto, y que aún tienen la piel verde sobre la cáscara tierna, hasta los muy tostados y salados. Es un gran fruto seco que sabes cuándo empiezas a comerlo, no cuándo acabas. La cuestión es si comprando una modesta bolsa de pistachos uno lo que hace es aumentar la fortuna del hojatoleslam Akbar Hashemi Rafsanjani, que fue presidente de Irán entre 1989 y 1997 y uno de los mayores multimillonarios del país. El imperio de Rafsanjani no se levanta tan alto como los edificios de la vieja Persépolis, ni como los rascacielos de Trump, sino que ha sido construido sobre la base de sus cultivos familiares de pistacho en Kerman. Es una de las zonas más áridas del país, pero ideal para que florezca la flor blanca del pistacho. Los precios del pistacho en Teherán no distan tanto de los que ponen en Madrid. Es un misterio, una especie de caviar verde de Persia que mantiene la cotización dentro de unas bolsitas que no bajan tan fácilmente de unos tres euros en los países más variados. Lo mismo hay una especie de conjura mundial del pistacho, tal vez más sutil que la conjura del anacardo. Quizá tirando de los hilos del pistacho anden quienes mantienen por las nubes los precios de los rubíes.

Raros son los iraníes que ganan más de diecisiete millones de riales al mes, unos cuatrocientos euros. Está claro que el pistacho no da para la riqueza de todos los ciudadanos. Lo importante no es poder permitirse ese pequeño lujo, que está en función de que a veces no puedes parar de enlazar uno con otro, sino saber descascarillarlos con cuidado, sobre todo los pistachos que no tienen raja. Hay que pensar siempre en tus dientes, los que tanto alababa Don Quijote a Sancho teniendo el caballero las encías rasas, pues “...en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante”.

Al final uno se cansa de su deambular comiendo pistachos. Cojo un taxi y al hacerlo no puedo olvidar la película Taxi Teheran, de Solmaz Pahlavi. Mi taxista es real y no gana ni diez millones de riales mensuales, menos de doscientos euros. Sobrevivir en Teherán, esa sería otra película. El taxista es el propio cineasta. Asume la responsabilidad de ponerse al volante y de actuar. Una pequeña cámara en el salpicadero filma una crítica tan total como cotidiana de la capital iraní. Una pintura en movimiento de lo que pasará este año que tanto se parece al año anterior y a lo mejor al próximo.

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