Otoño mediterráneo, por Javier Reverte

El otoño es una estación que me pide viajar. ¿Pero adónde ir en otoño? La respuesta es sencilla: al Mediterráneo.

Otoño mediterráneo, por Javier Reverte
Otoño mediterráneo, por Javier Reverte / Raquel Aparicio

Se nos va el verano, se esfuma, y huele ya a tormentas próximas que agitan y levantan los más intensos y hondos perfumes de la tierra. Lo digo siempre: no hay estación como la otoñal, ninguna es tan bella. En los montes, mientras las hojas de los árboles van perdiendo su vigor, desprendiéndose lentamente de las ramas hasta desnudarlas, y mientras las flores se achican y las nubes se oscurecen, el bosque huele a níscalos, boletus y trufas, y señorea el color caramelo en los castaños, el plateado en los fresnos, el amarillo en los álamos y el rojo en los cerezos. Ha callado el mirlo hace unas semanas y comienza a escucharse el ronco ajeo de la perdiz y el zureo de la torcaz. Y entretanto, a orilla de los mares, las playas se vacían de gente medio en pelotas y el oleaje mueve al alma a la melancolía.

Quizás por esa tendencia a la saudade, es una estación que me pide viajar, alejarme del lugar en donde resido. No aguanto los tristes noviembres europeos ni los melosos diciembres navideños. ¿Pero adónde ir en otoño?

La respuesta se me antoja sencilla: al Mediterráneo. Como los españoles somos, entre muchos otros paisanos ribereños, dueños en parte de ese magnífico piélago, a menudo miramos sus regiones con un poco de desdén. Y siempre me ha llamado la atención que numerosas parejas que habitan las costas de nuestro mar del sur, cuando deciden casarse y llevar a cabo su obligado viaje de novios eligen un resort del Caribe. A unas cuantas de ellas les he preguntado: "¿Y por qué el Caribe si tenéis el Mediterráneo?". Y me han respondido con algo de perplejidad: "Allí tienes playas, mar, sol... hace calor...". Y se quedan pensativos antes de concluir: "¡Y hay palmeras!". Ya no soy joven, pero si decidiera casarme otra vez, nunca me iría en busca de palmeras sino detrás del trasero bamboleante de mi chica.

El Mediterráneo -y que me perdonen los organizadores de honey moons- es en toda época un mar algo más tranquilo que el Caribe, sus playas son mejores, sus aguas más claras, hay sol en abundancia, ausencia de tiburones -eso no es asunto baladí- y palmeras de sobra. Pero tiene algo más: un pescado sabrosísimo y restaurantes y bares en donde saben prepararlo como nadie acertará nunca a cocinarlo en las salvajes costas tropicales. Y ya digo: a partir de septiembre va poca gente a tostarse a sus orillas. O casi ninguna.

El Mediterráneo es, en otoño, casi tan solo para los mediterráneos. Y, sobre todo, puede disfrutarse en sus territorios -y ahora me circunscribo solo a España- de una riqueza cultural para el paladar, el olfato y para la imaginación que pocas otras regiones del mundo podrían ofrecer. Piensen en la variedad gastronómica que puede encontrarse entre Cataluña y Andalucía. Y en la belleza de sus costas, la alegría de las flores del pensamiento, el perfume de los alhelíes, el aroma de los espetones y el rumor del oleaje en playas solitarias. Y todo ello regado por un vino fino del sur o un recio caldo de levante o un espumoso y refrescante cava. Y un puñado de almendras secas en un platillo o de aceitunas rellenas con pedacitos de anchoas.

Y mucho mejor aún si uno tiene en la mano un libro de viajes de Lawrence Durrell, o un poema de Cavafis, con una música de bulerías como fondo, o una canción de Joan Manuel Serrat.

¿Cuál sería esa canción?

¡Pues qué le vamos a hacer si hemos nacido en el Mediterráneo!

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