Kiribati y el zar, por Luis Pancorbo

Un ruso ha ofrecido 350 millones de dólares al gobierno de Kiribati para restaurar allí la dinastía de los Romanov.

Luis Pancorbo kiribati
Luis Pancorbo kiribati / Ximena Maier

Para sitios remotos, los sueños, pero Kiribati, que se pronuncia Kiribás, es una república que parece más instalada en la fantasía que en la Micronesia. Uno ha estado allí y sobre todo ha vuelto. El mar poco a poco se come la tierra. Es efecto del calentamiento global, eso que algunos negarán hasta que el agua les llegue al cuello. Ya se ha perdido el 22% de la Gran Barrera de Coral de Australia. La bajamar en Tarawa, capital de Kiribati –Islas Gilbert hasta su independencia en 1979– es como si la vida marina huyera hasta la línea del horizonte. Las almejas se han ido a paseo. 

Con todo, Kiribati tiene tres islas que acaban de desatar un desmedido deseo de apropiación. Se llaman Millennium, Malden y Starbuck, unos lunares en medio del Pacífico llenos de guano y soledad humana. Pues bien, Anton Bakov, líder del Partido Monárquico ruso, ha ofrecido 350 millones de dólares al gobierno de Kiribati para que ceda la soberanía de esos sitios. Su fin es restaurar allí la dinastía de los Romanov, liquidada hace un siglo por la Revolución de Octubre. El gobierno micronesio ha rechazado finalmente la propuesta. Son pobres y el mar del cambio climático les come por los pies, pero no quieren unas migajas de dinero para consentir una farsa. La de un imperio inexistente, aunque tenga un nuevo zar al que llaman Nicolás III. Es Karl Emich von Leiningen, ciudadano alemán que asegura ser nieto de la Gran Duquesa María Kirilovna y tataranieto del zar Alejandro II. Ya demostró su inclinación al intentar quedarse en herencia con el islote Tagomago que está junto a Ibiza. El muñidor Bakov tampoco es nuevo en estas lides de comprar países para poner reyes y negocios. En 2011 se arrogó el haber adquirido Suwarrow, isla de las Cook, descubierta por los rusos. Y anteriormente había maniobrado para hacerse con un cacho de Montenegro, siempre para colocar a su Romanov.

La isla Millennium, o Caroline, tuvo horas de fama cuando fue propuesta como la primera tierra que iba a ver el amanecer del 1 de enero del 2000. En su día Kiribati estiró la Línea Internacional del Tiempo para recolocar algunas islas de su levante. Pero de ahí a vender sus charranes a un nuevo imperio zarista va un trecho.

La isla Starbuck mantiene intacta su dignidad onomástica. No se llama así por una franquicia de cafeterías sino por un ballenero real, Valentine Starbuck, quien la avistó en 1823. Cuestión distinta es que Melville usara a un Starbuck como personaje en Moby Dick. Es el primer oficial de puente del Pequod, un hombre de religión cuáquera y lleno de contradicciones ante la persistencia delirante del capitán Ahab, el que veía el mal absoluto en una ballena blanca, ser algo más sutil que el moderno King Kong.

En la Starbuck de Kiribati no hay café ni clientes. Ratas, tortugas y pajarería casi infinita, eso no falta. Y su cartografía es real debiéndose a George Anson Byron, primo del lord poeta del mismo apellido. Respecto a Malden, otra isla del grupo Line de Kiribati, no parece ser muy apta para poner un palacio tras las pruebas de la bomba de hidrógeno que allí hicieron los británicos en 1957.

Siempre me ha llamado la atención la cantidad de historias que guardan las islas más minúsculas. Supongo que ahí se da también una relación de interés que es inversamente proporcional. A su masa, claro, y a los sueños que encierran esos atolones donde al llegar la bajamar ponderas el ir caminando a otra isla y a la siguiente. Si viene una recia pleamar, lo único es subirse a un cocotero.

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