Entrevista a José Antonio Marina, filósofo y pedagogo

Sus opiniones son una referencia a la hora de renovar el sistema educativo español. En sus estudios sobre la inteligencia y la formación ética de las nuevas generaciones, el filósofo toledano deja constancia de su capacidad intelectual. Enamorado de las plantas y los paisajes, se lamenta de la poca cultura del viaje que vivieron los jóvenes de su generación.

José Antonio Marina
José Antonio Marina / Victoria Iglesias

Libros, muchos libros, en las estanterías y sobre una mesa rectangular, en la sala donde se reúne con su equipo de colaboradores. Da la sensación de que ha viajado más a través de los libros que subiéndose a los medios de transporte. Sin embargo, es una apreciación errónea. El conocido y respetado filósofo José Antonio Marina, como muchos españoles de su generación, inició con retraso sus salidas al extranjero, pero las ha prodigado después, acumulando experiencias inolvidables. Autor de decenas de libros y ensayos, ahora viaja en busca de grandes escenarios naturales -Machu Picchu o las pirámides de Tenochtitlan-, "porque -dice- ya he visitado demasiados museos en mi vida".

La España de su juventud vivía bastante aislada del exterior. ¿Cómo lo llevaba?

Mi primer viaje al extranjero lo hice al Festival de Aviñón (Francia), con 21 años, y porque yo entonces dirigía los teatros universitarios. No teníamos cultura viajera, como tampoco teníamos cultura de idiomas. Pretendíamos ser autosuficientes y los viajes no eran aconsejables. Ortega y Gasset estaba mal visto en la época franquista porque insistía en la europeización de España, mientras que a Unamuno se le consideraba uno de los grandes pensadores nacionales por reivindicar lo castizo. La movilidad que tienen ahora los jóvenes me parece espléndida. En mi adolescencia soñaba con ir a Roma.

¿Por qué a Roma y no a otras grandes ciudades europeas?

Estaba de moda el cine italiano y las imágenes influyen en la percepción de las ciudades. Roma me fascinó con 24 o 25 años y siempre que puedo vuelvo. La segunda ciudad que más me impactó fue Ámsterdam. Hubo una época en que estaba muy sucia, pero ahora está espléndida. Tardé más tiempo en descubrir los encantos de París..., y Londres es una ciudad con la que nunca he congeniado.

¿Qué ciudad elegiría para vivir?

Si tiene que ser una capital grande, elegiría París o Nueva York, donde puedes encontrar lo que quieras. Luego hay ciudades y pueblos pequeños, cerca del mar, que me parecen maravillosos. Yo tengo una casa en La Garrucha (Almería), pero hay otros lugares que son una delicia, como Arcos de la Frontera, en Cádiz. Esos pueblos blancos de Andalucía son maravillosos.

¿Qué rincón recomienda al visitante de Toledo, su ciudad natal?

Le recomiendo que vaya desde el Puente de San Martín hasta la Sinagoga del Tránsito, pasando por San Juan de los Reyes (una joya del gótico tardío) y Santa María La Blanca. Esos quinientos o seiscientos metros son maravillosos. Ese es mi barrio, donde tengo una casa. Muy cerca están también la Casa del Greco y el Palacio de Fuensalida, sede del gobierno de Castilla-La Mancha.

¿Algún viaje lejano en el tiempo que recuerde especialmente?

Un viaje a Ibiza y Palma de Mallorca en barco, con 13 o 14 años. Fue una experiencia absolutamente fascinante. Me había criado en Toledo al lado de una fantástica catedral, pero gris y triste, y me encontré de pronto con una catedral junto al mar. Descubrí que había dos mundos diferentes. Luego, subí al castillo de Bellver y fue otra experiencia increíble. En el patio del castillo me encontré a una chica francesa monísima con short, algo que en Toledo estaba prohibido. ¡Era todo tan poético, tan bonito y tan aventurero!

¿Qué imágenes seleccionaría de sus viajes por América?

México, que desde el punto de vista social me parece una experiencia terrible, desde el punto de vista viajero es un país maravilloso. También me pareció un lugar excepcional y me causó una sensación muy extraña Machu Picchu. Los paisajes de todo el continente americano son maravillosos. Charles Darwin, cuando llega a América en el Beagle, dice: aquí todo es exagerado, las distancias más largas, las flores más grandes, los peces tienen más colores... Tenía la impresión de que era un continente hiperbólico, enorme. Recuerdo que visité casi de madrugada Tenochtitlan, en México, cuando no había nadie en las pirámides, y me impresionó. Lo mismo me pasó en Uxmal, en la península del Yucatán.

¿Cuántos viajes ha realizado para satisfacer su afición por las plantas y la jardinería?

Algunos. En la época de Carlos IV se organizó un viaje a Perú en busca del árbol de la canela, cuando los botánicos decían que en aquel país había árboles cuya canela no era comestible. Se puede viajar de muchas maneras. Cuando yo me dedicaba a cuidar plantas, iba a Gante (Bélgica) para ver La Floriade, una gran exposición de azaleas. También viajaba a Orleans (Francia), porque allí estaban los mejores cultivadores de orquídeas. O me iba a Hampshire (Inglaterra), donde la familia Rothschild había inventado una nueva variedad de azalea, la exbury amarilla. Hay quien viaja por las rutas del románico o por las mejores playas y yo he viajado mucho para conocer mejor el mundo de las plantas.

¿Le gusta coleccionar objetos o acumular recuerdos de sus viajes?

No soy coleccionista. Antes me traía libros, pero ahora compro menos. Lo que sí tengo en casa es una colección de postales de los balnearios a los que iba mi abuelo. Es conmovedor leer en el dorso de la postal: querida hija, estamos en no sé dónde, es muy bonito y hace un tiempo fantástico.

¿Qué medio de transporte prefiere para sus desplazamientos?

Me gusta viajar en tren. Tiene muchas ventajas. No me gusta el coche y menos todavía viajar conduciendo, porque no te enteras de nada. Cuando nació el ferrocarril en España hubo una gran polémica, porque se temía que a esas velocidades se alterara el organismo humano. Entonces, el tren se consideraba como una revolución cultural, de una profundidad que ahora resulta más difícil de comprender.

En los últimos años España ha vuelto a ser un país de emigrantes.

La historia tiene este tipo de vaivenes. Gonzalo Torrente Ballester, que había pasado su adolescencia en El Ferrol, me dijo lo siguiente: para los chavales gallegos, Madrid está más lejos que Buenos Aires. La capital de España era un sitio desconocido, mientras que de Buenos Aires hablaban mucho más, por los paisanos que iban y venían de Argentina, hasta el punto de que creían que estaba a la vuelta de la esquina.

¿Qué es lo más curioso o divertido que le ha pasado en un viaje?

Cuando me quedé sin dinero en Francia y no sabía dónde pasar la noche. Primero me fui a dormir a un banco, pero empezaron a aparecer ratas alrededor. Al final, me metí en una pensión, en un piso bajo, con ventanas a la calle, pensando en abrir la ventana y fugarme nada más levantarme. Al día siguiente, al ponerme la ropa, cayó de la chaqueta un billete de cien francos o algo así. Fue un alivio, como el milagro de San Antonio.

El turismo sigue siendo uno de los motores de la economía española... ¿Le parece adecuada la forma de gestionarlo?

Seguimos vendiendo, fundamentalmente, el turismo de sol y playa. Pensamos que nuestro patrimonio histórico es una carga, cuando es una gran riqueza. Una riqueza que no hemos sabido explotar, mientras nos empeñamos en vender un turismo masivo y barato que estropea todo y deja poco dinero. Restringir la construcción de hoteles de menos de cuatro estrellas, como se está haciendo en Canarias, me parece una buena medida.

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