La atracción del Ártico

Tras el genial Melville, ningún otro escritor, salvo Doyle, ha descrito con tal precisión a los cazadores de ballenas.

Ilustración del Ártico
Ilustración del Ártico / Raquel Aparicio

No mucha gente sabe que Arthur Conan Doyle, el creador genial de la figura de Sherlock Holmes, fue un gran viajero. Más aún, incluso pensaba que la figura del detective había oscurecido otras de sus creaciones, que consideraba de mayor valor literario. Doyle se tenía por un hombre de acción que gustaba de escribir, antes que lo contrario, y le complacía patear mundo, navegar los mares, practicar el boxeo y la caza y asomarse a los campos de batalla. Era, en cierto modo y junto con Jack London, un precursor del modelo Hemingway.

Mientras estudiaba Medicina, con apenas veinte años cumplidos, se enroló en un barco ballenero, el Hope, con base en el puerto escocés de Peterhead, buque en el que sirvió como cirujano durante seis meses, entre febrero y agosto de 1880, en un viaje a los mares boreales a la caza de ballenas y focas. Y en el curso de la travesía escribió un diario, una suerte de cuaderno de bitácora, que hace poco ha sido traducido al castellano como Viaje al Ártico. Es una bella edición la que ha publicado Confluencias Editorial, a la que cabe ponerle un par de peros: que las fotos que incluye no llevan pie y que en ninguna parte se nos dice que los dibujos que acompañan el cuaderno sean suyos, aunque sabemos con certeza que lo son.

El dietario, preciso, conciso, de escritura lacónica y exenta por completo de floristería, nos traza un retrato de la vida a bordo de un ballenero en el último tercio del siglo XIX, cuando la industria de la caza de los cetáceos comenzaba a decaer. Y no en balde se ha dicho que, tras el genial Melville, ningún otro escritor, salvo Doyle, ha descrito con tal precisión los esfuerzos, retos, amarguras y alegrías de los cazadores de ballenas. Doyle habla de la amistad con el capitán John Gray, de borracheras, de la crueldad de la caza de las crías de las focas –a mazazos–, del exterminio de la vida polar –sin juzgarlo–, de osos polares, morsas, pájaros, delfines y ballenas, de veladas de boxeo para mantenerse en forma y de sus lecturas de Carlyle y Goethe, entre otros. En una carta a su madre, decía no haber sido nunca tan feliz como entonces en toda su vida. Y en sus memorias señalaba: “Subí a bordo como un joven sin ideas claras y me convertí en un hombre hecho y derecho. No tengo dudas de que mi salud se vio beneficiada a lo largo de mi vida por ese aire espléndido (del Ártico)”.

El libro, junto al diario, incluye un artículo del autor aparecido en un periódico, bajo el título La atracción del Ártico, doce años después. “El Ártico –escribe Doyle– es una región pura, de blancos hielos y aguas azules, sin presencia humana en un radio de miles de millas, abierta a frescas brisas que soplan a través de los campos de nieve. Y es, también, una región de misterio. Situada en los límites de lo desconocido, cada pato al que se dispara lleva guijarros en su buche de una tierra que los mapas desconocen”. En el diario de Doyle no faltan chispazos de humor. Cruzando junto a las orillas de las islas Shetland, ya de regreso de Peterhead, una mujer saludó con un pañuelo al barco desde tierra. Y Doyle anota: “Para apreciar a las mujeres no hay más que pasar seis meses sin verlas. Todos la mirábamos: estaría sobre los cincuenta, falda corta y botas de mar gruesas. ¡Pero qué más daba! ‘¡Es una mujer!’, exclamaban los marineros. Y yo opinaba lo mismo”.

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