Sicilia, la patria chica de "Don Vito"

La isla mediterránea ha visto desfilar uno por uno a los grandes pueblos que han surcado sus aguas. De todos conserva huellas: templos griegos y romanos, pueblitos medievales o de inesperada monumentalidad barroca, amén de playas, un interior de cereal, olivos y viñedos, y una de las mejores cocinas de Italia.

Cefalú.
Cefalú. / Luis Davilla

"Se homenajean en la mesa como si fueran a morir mañana y, sin embargo, construyen como si no tuvieran que morirse nunca". La frase hizo célebres a los griegos de Megara y siglos después le sentaría también como un guante a sus descendientes, que establecieron una colonia en esta isla, la mayor del Mare Nostrum. Más volcánica por su temperamento que por las explosiones del Etna, en Sicilia todo se hizo a lo grande. Para refrendar el dicho, no solo se sigue comiendo de escándalo sino que hasta en el último de sus rincones ha sobrevivido una monumentalidad concebida para perdurar.

Podrá renegarse una y mil veces del caos de Catania, de Palermo o del galimatías de carteles que por sus carreteras juega al despiste con el viajero, pero si algún día en Sicilia se impusiera el orden ya no sería Sicilia. La para muchos isla más apasionante del Mediterráneo no admite medias tintas. O saca de quicio o se ama con auténtica pasión. Hasta su localización geográfica, a punto de ser lanzada por los aires por un puntapié de la bota italiana, se diría que la predispone al exceso. Los fáciles de intimidar harán bien en instalarse en algún punto de la costa, como la coquetísima villa de Taormina, para desde allí emprender alguna excursión epidérmica hacia el Etna o bellezas de sus cercanías como Catania o Siracusa. También valdría alguna de sus muchas playas. Pero de éstas andan sobradas muchas otras islas. De lo que sin embargo no puede presumir casi ninguna es de concentrar tales dosis de historia, de naturaleza casi intacta y de talento. No hay pueblo que haya navegado por estas aguas que no le haya regalado algo valioso, por lo que, con un poco de valentía y otro poco de cuidado, lo idóneo sería alquilarse un coche, pertrecharse de un buen mapa y salir a buscar sus rastros adentrándose por esas vías secundarias que escoltan hasta la esencia misma del Mediterráneo.

Parque Regional del Etna

Palermo, Catania y Trápani, con vuelos directos desde España, serán los puntos de partida para empezar a darle la vuelta a esta isla del tamaño de Galicia. Ni siquiera en una semana bien aprovechada se irá sobrado para saldar cuentas con lo esencial, de ahí que, para ahorrarse unos kilómetros y saborearla con sosiego, pueda interesar volar, por ejemplo, a Catania y regresar desde cualquiera de las otras, en la otra punta. El que avisa no es traidor: basta salir al volante del aeropuerto de Catania para vérselas, ya en la primera rotonda, con el dilema de hacia dónde enfilar. Puede que no aflore ni la menor indicación o que, por el contrario, se agolpen decenas de ellas, sin orden ni jerarquía, y toque darle más de una vuelta al ruedo hasta atisbar la señal acertada. Mejor respirar hondo y tomárselo con humor; poco a poco sus carreteras y la marrullera forma de conducir de los sicilianos acabarán asumiéndose como parte de la aventura.

Una vez en Catania -y el consejo sirve para cualquier pueblo grande o ciudad-, será más sensato dejar el coche bien aparcado y callejear de arriba abajo su casco histórico a pie. El de esta decadente villa, a los pies del Etna, se arremolina sobre la Piazza del Duomo, cercada de fachadas teñidas de negro por las cenizas que le arroja este temperamental volcán que ha obligado a reconstruirla media docena de veces desde que fuera fundada por los griegos. Tan imprescindible es pasear entre el barroco de los palacios e iglesias que engalanan calles sublimes como la Via Crociferi como echar la mañana en el mercado della Pescheria, que con sus aires de zoco se basta y se sobra para certificar que Sicilia vive con un pie en Europa y con el otro en el norte de África.

A media hora de Catania queda la entrada principal del Parque Regional del Etna. El volcán bueno, como insisten en decirle por la fertilidad que siembra en sus campos, luce, como el mercado, mejor de mañana. Luego las nubes suelen amenazar con taparlo y hasta convertir en una odisea de rayos y truenos las caminatas y rutas en 4x4 que pueden emprenderse por sus paisajes lunares de cráteres, fumarolas y campos de lava. El primero entre los iconos sicilianos presume de ser el volcán activo más grande de Europa, y cuando se empeña en demostrarlo obliga a cerrar el aeropuerto de Catania y a sacar en procesión a Santa Ágata para apaciguarlo. Por las faldas de este averno, en el que Zeus encerrara a los Cíclopes, trepa una maraña de carreteritas rurales y hasta un tren de vía estrecha que hilvana algunos de los pueblos que tantas veces ha amenazado con achicharrar. Sorprendente el de Randazzo, levantado todo con lava, o el nido de águilas de Castiglione, amén de las visitas a las bodegas del famoso vino del Etna.

Refinamiento aristocrático

Por la costa, con parada innegociable en Acireale, queda al norte Taormina, la favorita de Goethe, Brahms, Wilde y demás almas sensibles. Primorosa en un altozano sobre la bahía, con sus refinados palazzos góticos entre placitas peatonales a rebosar de flores y turistas, suregusto aristocrático no podría ser más opuesto al desportillado hechizo de Catania. Rumbo al sur descolla el pasado heleno de Siracusa, dueña y señora de otro fenomenal casco histórico y más allá, por su vértice meridional, la desmesura barroca delValle de Noto. Si ya cuesta entender cómo pudieron erigirse tantas y tan enormes iglesias en lugares tan esquinados como Noto o Modica, al llegar a Ragusa el pasmo es absoluto, con su enjambre de cúpulas y palacios acoplados a un armazón medieval que se posa sobre los precipicios que la defendían.

Escenarios de película

Mientras que continuando por la costa se suceden los templos primero griegos y después romanos de Agrigento o los blanquísimos roquedos playeros de laScala dei Turchi, un revoltijo de caminos se encarga por el interior de desgranar su cara más rural. Por las callejas empinadas de Piazza Armerin, o por la vecina Villa Romana del Casale, una hacienda agrícola adornada por frescos preciosos o, siempre entre paisajes de olivos y cereal, por la Sicilia profunda de Palazzo Adriano, donde se rodó Cinema Paradiso, y hasta los pueblos cinematográficamente mafiosos de Prizzi o Corleone, la patria chica de Don Vito.

Entre sus localidades marineras con historia sería un pecado perderse Cefalú y, entre las montunas, la más pulcra de Erice. Pero sin lo que jamás podría entenderse Sicilia sería sin Palermo, la más grande y canalla entre todas sus ciudades. Sobre un amplísimo golfo -¡qué doblemente apropiado!-, esta prima-hermana de Nápoles hecha a retales por los bizantinos, los árabes, los normandos y hasta los españoles suma detractores y admiradores a partes iguales. Al que figure entre estos últimos se le quedarán cortos un par de días para tomarle el pulso a su bendito caos. La convicción de sus iglesias hará dudar al ateo más recalcitrante, y solo por aspirar el recargado ambiente de velas e iconos del recién remozado templo de la Martorana habrá merecido la pena viajar hasta Sicilia.

Lo mismo podría afirmarse de sus mercados medio morunos, donde sobre el griterío y la mugre gravitan cual aparición los campanarios barrocos. Y si no bastara con toda esa monumentalidad bárbara y ajada que tantas veces parece salvada in extremis del colapso, quedarían siempre sus personajes. Delirantes. Como salidos de un casting cinematográfico. Desde el paisano que regenta alguno de esos talleres de oficios en vías de extinción hasta el macarra que se sabe dueño del mundo a lomos de su motorino, o el aristócrata amenazado por la mafia que no volvió a pisar la calle y agotó sus días entre el entonces cada vez más marchito palazzo del Grand Hotel et des Palmes. Por su entramado de plazas una y mil veces viejasse dan la mano la nobleza en decadencia de Il Gattopardo y la Sicilia profunda que, con su aliño de pasión y de absurdo, plasman como nadie los libros del Comisario Montalbano. Sin duda, dos lecturas redondas para ir preparándose para esta isla, donde la costumbre es más ley que la propia ley y los vericuetos de su historia explican su presente mucho mejor que el periódico local.

El salto a las Eolias

Al norte de Sicilia, a salto de ferry, aparecen estas siete hijas de Eolo. Alicudi y Filicudi son las más agrestes, un mundo aparte con más burros que coches al que escapan los ricos en busca de privacidad. Sin embargo, cuando quieren exhibirse eligen las callejuelas encaladas de Panarea o los yates que fondean durante el verano por los roquedos de sus inmediaciones. Quizá la más anodina sea Lípari, aunque fuera de la temporada alta sus paisajes y su ciudadela son también una delicia, mientras que Strómboli, con sus playas negras y el cono perfecto de su volcán escupiendo fuego día y noche, no dejará indiferente a ningún alma sensible. Si en ella vivieron los comienzos de su historia de amor Ingrid Bergman y Roberto Rosellini, fue en la vecina Vulcano donde la despechada Anna Magnani, ex pareja del director, se hizo escribir a la medida el guión de la película que lleva el nombre de la isla en venganza a la pareja de adúlteros. Y todavía quedaría Salina, un paraíso de caminantes y bon vivants dominado por los cráteres de sus dos volcanes extinguidos, sus acantilados y su hoteles con encanto.

Sicilia de la mano de "Montalbano"

El comisario Salvo Montalbano se negaría de plano a hacerle a uno de cicerone. ¡Para carácter el suyo! Además, bastante tiene resolviendo los crímenes de la Sicilia rural como para andar paseando turistas. Sin embargo, el protagonista de las novelas de Andrea Camilleri, sin proponérselo, va suministrando valiosas pistas para entender la isla, y a sus habitantes, a través de las páginas de La concesión del teléfono, Un mes con Montalbano, El ladrón de meriendas y demás títulos de uno de los autores hoy más queridos de Italia, quien bautizó a su detective-fetiche en honor de su admirado Vázquez Montalbán. Cáustico, clarividente, compasivo a su manera con las debilidades de la condición humana y tan culto como respetable tragaldabas, Montalbano, mientras resuelve asesinatos e intrigas, va dejando aflorar la lógica extravagante de esta isla, sus personajes delirantes, su gran cocina o la fuerza ancestral de sus paisajes. A excepción de las ciudades imaginarias de Vigàta, Montelusa y Marinella, todo cuanto narran estos libros podría ser real como la vida misma.

Por las faldas del "volcán bueno"

El Etna acaba de ser reconocido como Patrimonio de la Humanidad. Su intimidante estampa alcanza a verse desde buena parte de la mayor isla del Mediterráneo y sus laderas se dejan transitar en caminatas y vehículos 4x4 siempre que, eso sí, el tiempo y los humores de este volcán increíblemente activo tengan a bien permitirlo. El pueblo de Nicolosi oficia como entrada principal a este parque, con una superficie de 59.000 hectáreas, que acaba de celebrar su inscripción en la privilegiada lista de la Unesco. De sus inmediaciones arranca el funicular desde el que emprender muchos de sus senderos entre cráteres, fumarolas, coladas y desoladores campos de lava petrificada y renegrida. Da igual que a sus pies haga un calor que parte en dos; una vez arriba, no solo habrá que ir provisto de buen calzado sino también de suficiente ropa de abrigo. Es conveniente organizar la expedición por la mañana, ya que a la tarde el volcán Etna suele cubrirse de nubes y no son raras las tormentas con peligrosísimos rayos que se cobran numerosas vidas cada año. Más información: www.parks.it

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