Huelva, el condado del poeta

Juan Ramón Jiménez retrató a Moguer como "un pan de trigo, blanco por dentro, como el migajón, y dorado en torno, como la blanca corteza", y no se puede describir mejor. En el centenario de "Diario de un poeta recién casado" esta ruta recorre El Condado, uno de los lugares más bellos de Huelva, el espacio de Juan Ramón.

El universal "Platero" preside la Plaza del Ayuntamiento de Moguer.
El universal "Platero" preside la Plaza del Ayuntamiento de Moguer. / Irene González

El Condado de Huelva es tierra de poetas, de marinos valientes, de historia, de casas palacio, de playas vírgenes, de apasionantes puestas de sol, de naturaleza, de tradición, de inspiración, de leyenda, de gastronomía y de buenos vinos. En el centenario de Diario de un poeta recién casado, la obra del cambio en la creación del Premio Nobel de Literatura Juan Ramón Jiménez, que compuso en el año 1916 con motivo de su viaje a Nueva York para casarse con Zenobia Camprubí, recorremos El Condado, uno de los lugares más bellos de Huelva, una tierra envolvente, un universo por descubrir.

 

 

Sevilla y Huelva multiplican su luz
Sevilla y Huelva multiplican su luz

Moguer es un caserío blanco que conserva intacta una magnífica arquitectura colonial y el espíritu de la villa marinera que fue en el siglo XV. Muestra con señorío sus numerosas casas hidalgas de muros encalados, riquísimos ventanales de rejas forjadas, enormes zaguanes y frescos patios en torno a los que gira la vida de los moguereños. Rezuma la riqueza que cosechó en los siglos XVIII y XIX gracias a la producción de sus nobles caldos con los que abrieron comercio con la Bahía de Cádiz, con Málaga y con el norte de Europa. Sentarse en sus plazas y cafés es un placer para el gusto, la vista y el olfato. Moguer es cuna de hombres bravíos que salieron de su puerto hacia lo desconocido. Moguer forma parte importante de la esencia de Juan Ramón Jiménez Mantecón, Premio Nobel de Literatura en 1956 por el conjunto de su obra.

Aunque atesora innumerables plazas, su casco histórico se vertebra en cuatro: la del Cabildo, la de las Monjas, la del Marqués y la de Nuestra Señora de Montemayor. Un buen punto de partida es la Plaza del Cabildo, presidida por la fachada del Ayuntamiento, por el monumento a Juan Ramón Jiménez y por la escultura del universal Platero. El Ayuntamiento, erigido en el siglo XVIII, disfruta de una fachada entre barroca y neoclásica, y un interesante patio central con arcadas. Desde esta plaza se saborean las casas señoriales de la villa. A su derecha sale la calle Obispo Infante, pura historia de la arquitectura, con edificios que se remontan a los siglos XVI, XVIII y XIX, donde uno de los más llamativos es la casa palacio del piloto Bartolomé Ruiz de Estrada, descubridor del Perú, del siglo XVI. Hacia el norte está el Teatro Felipe Godínez, antiguo convento y hospital de beneficencia, con una original fachada de azulejería de 1915. Adosada, la capilla del Corpus Christi del XIV. Detrás está el castillo, levantado en el siglo XIV sobre los restos de una villa romana. Esta fortaleza, que fue residencia del Señor de Moguer, conserva una de sus cuatro torres y un interesante aljibe.

Cerca está la Plaza de las Monjas, donde se ubica el Convento de San Francisco, que tras la desamortización fue casa de vecinos, después escuela, y hoy es la sede del Archivo Histórico. El convento se construyó en el siglo XV y tiene un claustro de dos plantas de arquerías sobre columna; es una importante joya manierista. En la parte superior está el Archivo, que guarda documentos de los viajes de Cristóbal Colón y fondos que se remontan a 1481. En la misma se alza el Monasterio de Santa Clara, fundado en el siglo XIV y de gran importancia porque en él ingresaban las hijas de las familias más nobles e influyentes de aquel momento. A Santa Clara llegó el almirante Cristóbal Colón para pedir a Inés Enríquez y Fernández de Córdoba, su abadesa, que apoyara su viaje ante su sobrino Fernando El Católico. Su epicentro es el Claustro de las Madres y en su Iglesia están los sepulcros de sus fundadores. Contigua, la sala del Coro Bajo, donde rezaban la Liturgia de las Horas, con una puerta del siglo XV, una exclusiva sillería nazarí del siglo XIV y un singular comulgatorio. Hacia el norte se llega a la calle de la Ribera, donde está la casa natal de Juan Ramón Jiménez, con un enorme patio central y una azotea con un magnífico mirador desde donde veían llegar y partir el barco familiar. Desde esta atalaya se alcanza con la vista todo Moguer y su espectacular ribera.

La sonrisa de Zenobia

Bajando hacia la Plaza del Marqués llegamos a la Casa-Museo Zenobia y Juan Ramón. La familia Jiménez se trasladó aquí cuando Juan Ramón tenía 6 años, hasta que se arruinaron y la perdieron. Años después, su hermana, casada con un descendiente de los Pinzón, la volvió a adquirir.Todo el contenido es original, desde el mobiliario y la ropa hasta los objetos personales, pasando por las máquinas de escribir del poeta. La vivienda es del siglo XVIII y tiene más de seiscientos metros cuadrados, con el más puro estilo andaluz. Curioso es el patio central, cubierto con una montera de cristales de colores, y el corral de Platero. La casa custodia todos los acontecimientos de la vida de Juan Ramón, donde destaca el extraordinario fondo literario, con más de 700.000 documentos. Aquí está su biblioteca personal: cuatro mil libros llenos de ex libris, anotaciones y dedicatorias. Además de setecientos legajos y más de siete mil revistas, manuscritos, cuadros y fotografías originales. Es la esencia de su viaje a Nueva York para casarse con Zenobia. Durante su travesía en barco fue anotando sus impresiones y los avatares del regreso, y de esta experiencia nació Diario de un poeta recién casado. Por deseo de Juan Ramón, parte de la casa está dedicada a su esposa, una mujer adelantada a su tiempo y una de las primeras feministas de la historia, con una sonrisa que enamoró al poeta y que, a pesar de su enfermedad, jamás perdió. Tras el exilio por la Guerra Civil, el matrimonio fijó su residencia en Puerto Rico. En octubre del año 1956, tres días después de conocer la concesión del Premio Nobel de Literatura, Zenobia moría de cáncer, y Juan Ramón, sumido en la tristeza, no acudió a Estocolmo a recoger el galardón. Dos años después fallecía y desde Puerto Rico trasladaron sus cuerpos a la capilla ardiente instalada en esta casa, para después ser enterrados en el cementerio de Moguer.

Cerca está la Plaza de Nuestra Señora de Montemayor, donde se eleva Nuestra Señora de la Granada, con una soberbia torre del XIV. Todo Moguer es un museo al aire libre para rendir culto a su poeta. Es imprescindible recorrer sus calles para disfrutar con las esculturas alegóricas a Platero y yo. Y obligatorio encontrar los cuarenta y dos azulejos que representan episodios y personajes de sus obras. No hay que perderse el Muelle de la Ribera, en cuyo astillero se construyó la carabela Niña. Las puestas de sol otorgan una gran belleza a esta Ribera cuajada de historia porque aquí desembarcaron Colón y los hermanos Niño a la vuelta de las Américas.

Palos de la Frontera, el Muelle de las Carabelas y Mazagón

Hacia el sur de Moguer, por un recorrido cuajado de fresón y bosques, se llega a Palos de la Frontera. En el camino la luz compite con el púrpura del fruto, cuya producción es una de las mayores a nivel mundial. En Palos se leyó, frente a la Iglesia de San Jorge y muy cerca de la Fontanilla que abasteció a la flota de agua, la Orden de los Reyes Católicos que pedía naves y marineros para acompañar al almirante en su viaje. Solo cinco kilómetros al sur está el Muelle de las Carabelas. En su dársena amarran réplicas de La Niña, La Pinta y la nao Santa María, y se recrea un mercado medieval en el lugar desde el que partieron hacia el otro lado del Mar Tenebroso, entre malas tempestades y peores calmas. Cerca, en un enclave privilegiado cuajado de leyendas, está el Monasterio de la Rábida. Desde el principio fue una fortaleza para defensa de los piratas, en el XIII perteneció a los Templarios y la tradición cuenta que San Francisco de Asís vino a fundar aquí un humilde monasterio. El convento cobró importancia por las estancias de Colón y por la vinculación de Martín Alonso Pinzón. Los cinco franciscanos que lo habitan cuidan con esmero este lugar, que conserva un bellísimo claustro mudéjar del siglo XV. Interesante la sala con veinticinco banderas que guarda, a los pies de cada estandarte, un cofre con tierra de diferentes países.

Hacia el sur, a través de frondosos bosques se llega a Mazagón, un enorme paraje natural donde El Condado se expande a lo largo del mar. La villa tomó cuerpo gracias a la pesca, a la agricultura, a sus bosques y a sus playas. Hacia poniente se llega a La Playa del Parador, uno de los parajes vírgenes de nuestra geografía donde, entre el Océano Atlántico y el bosque, se ubica el Parador Cristóbal Colón, junto al que se encuentra el Pino Centenario de doce metros. Hacia el Este se llega a las playas de Doñana, y al río Guadalquivir, refugio de aves, de cetáceos y tortugas.

Del vergel de Doñana a la uva zalema

En El Condado está el coto de Doñana, por el que transitan casi todas las aves de Europa, y donde conviven los corrales, las dunas móviles y las marismas. En invierno, imprescindible el espectáculo de miles de ánsares reunidos en el Cerro que lleva su nombre. En el Parque está el Palacio de las Marismillas, lugar de veraneo de presidentes, donde han pernoctado Blair y Kohl. Cerca, las chozas de La Plancha, donde vivían las familias que reforestaron el coto en el XVIII. Interesante El Cerro del Trigo, donde la leyenda ubica a Tartesos. Al norte de Doñana se encuentra El Rocío, donde se eleva la ermita que alberga a la Blanca Paloma, uno de los mayores epicentros de devoción mariana. Hacia arriba, Bollullos Par del Condado, paraíso de la uva zalema, sinónimo de Denominación de Origen que acoge el Centro del Vino, un original edificio que interpreta el caldo y su entorno. En Niebla, que se alza en una colina sobre el Tinto, destaca su muralla de dos kilómetros abierta por cinco puertas; adosada a ella está el castillo del siglo XV.

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