Guatemala, pura esencia maya

Su nombre es la traducción en lengua náhuatl de Quauhtlemallan, "lugar de muchos árboles". Y el país centroamericano los tiene, amén de mercados que derrochan color, joyas coloniales como Antigua, pirámides mayas en plena selva, playas volcadas al Pacífico y el Caribe, volcanes, comunidades indígenas que se abren a un turismo vivencial y ese mundo aparte que vive alrededor del lago Atitlán.

Puesto de frutas y verduras en el mercado de Chichicastenango.
Puesto de frutas y verduras en el mercado de Chichicastenango. / Luis Davilla

Se equivocó el calendario maya, ese que todavía manejan millones de guatemaltecos para sembrar la tierra y oficiar sus ceremonias. El mundo no se acabó, como habían vaticinado no pocos agoreros para exactamente el 21 de diciembre de 2012. Otros, en vez de dejarse vencer por las profecías catastrofistas, interpretaron aquella fecha, el último día del 13 baktún, como el inicio de un ciclo que acabaría con el materialismo y la destrucción y haría evolucionar a la Humanidad hacia un periodo de armonía. Año arriba o abajo, en esas parece andar Guatemala. El pasado abril, indignados por un escándalo de corrupción, despegó una especie de primavera maya que acabó con el gobierno del general retirado Otto Pérez Molina y en octubre aupó a la presidencia al joven actor cómico Jimmy Morales. Más que por la perspectiva del mismísimo apocalipsis, se diría que la balanza se inclinó a favor de un cambio ojalá que a mejor, tenga o no puntales cósmicos.

Mientras el tiempo se encarga de valorar tamaño giro de tuerca, esta nación humilde sigue debatiéndose entre la reconciliación y las cuentas pendientes del conflicto armado que la desangró durante más de tres décadas y de cuyos acuerdos de paz se cumple este año el veinte aniversario. Por detrás únicamente de los dineros que mandan los inmigrantes que se fueron a buscar fortuna sobre todo a Estados Unidos, el turismo es hoy la principal fuente de divisas con la que hacer frente al día a día. Así, desde los cruceristas que recalan por ese tesoro colonial que es la ciudad de Antigua hasta los mochileros que se instalan por los pueblitos del lago Atitlán contribuyen a proporcionarle su tortilla de maíz a miles de familias de este país cinco veces más pequeño que España, aunque las abruptas elevaciones que alfombran gran parte de su territorio y el precario estado de la mayoría de las carreteras lo hagan parecer infinitamente más extenso.

Hegemonía maya

Desde las playas del Pacífico hasta su escueta franja de litoral caribeño; desde las Tierras Altas que abomban las cordilleras de la Sierra Madre y los Cuchumatanes hasta las selvas del Petén y el cinturón de volcanes -hay cerca de cuarenta para explorar, muchos con alturas que rondan los 4.000 metros-, las verdísimas geografías de Guatemala se adornan de bosques de alta montaña, lagos, junglas y maizales, pasando por una treintena de microclimas. Todos ellos dan sin embargo cobijo a una cultura muy uniforme. Porque la herencia maya que lo convierte en un destino único va mucho más allá de yacimientos de la talla de Tikal u otros no tan conocidos como Quiriguá, Yaxhá o Iximché.

El poso de una de las civilizaciones más sofisticadas de la América precolombina impregna su esencia hasta en lo más cotidiano. Y es que los mayas, a pesar de que la llegada en 1524 de los españoles le dio la puntilla a su hegemonía, no desaparecieron. En el país perviven 23 grupos étnicos descendientes de los antiguos mayas. Sus dialectos, a menudo ininteligibles entre sí, son la prueba más tangible de que, aun sometida a siglos de represión, su cultura nunca llegó a perderse. Casi la mitad de los quince millones de guatemaltecos son indígenas y, de conocer el castellano, este será casi siempre su segundo idioma. Pero más allá de la lengua, la huella de esta civilización supo resistir soterrada a poca profundidad y aflora sin necesidad de escarbar demasiado en cuanto se emprende viaje y se aprender a mirar.

Las coloridas camisas o huipiles que visten las indígenas, más apegadas a la tradición que los hombres, al menos en lo externo, podrían parecer un elemento folclórico. Quien sepa ver más allá se percatará sin embargo de que sus bordados son clavados a la decoración de las vasijas y estelas mayas que custodian los museos, y hasta de cómo cada detalle de las prendas, elaboradas por ellas mismas en los telares que rara vez faltan en cada casa, dan pistas sobre su procedencia y condición social al tiempo que esconden significados mágicos y protectores. Los rituales ancestrales se integran con naturalidad en sus quehaceres, unas veces exactos a como se realizaban siglos atrás y otras influidos por el catolicismo que llegó con la conquista. O por los credos evangélicos que han ido ganando peso en las últimas décadas, en los que Jehová anda en franca competencia con Jesús.

En los cementerios, por ejemplo, que en Guatemala son de visita obligada, se diría que a los muertos se les soborna con todo aquello que apreciaron en la Tierra para que su espíritu no la emprenda con los vivos. Y ello incluye ofrendas de inciensos, alcohol y hasta animales sacrificados por los chamanes, quienes últimamente han recuperado el derecho de celebrar sus ceremonias en los recintos arqueológicos que usaron sus ancestros. Para entender hasta dónde cala el legado de los antiguos mayas habrá también que dejarse contar historias de la tradición oral, como las que recopiló en su Leyendas de Guatemala el Nobel Miguel Ángel Asturias, o darle crédito a costumbres todavía en uso en zonas remotas, como que a los bebés se les corte el cordón umbilical sobre una mazorca de maíz, la planta de la que brotó el primer hombre y la primera mujer, según la cosmogonía maya.

Antigua y el lago Atitlán

La mayoría de los que aterrizan en el aeropuerto de Ciudad de Guatemala, Guate para los iniciados, prescinde de esta intimidante urbe de dos millones y medio de almas para enfilar hacia Antigua. Si por la capital apenas ha sobrevivido un cogollo monumental junto a su Parque Central, así como algunos palacetes por las avenidas más nobles del centro, en Antigua incluso la M del McDonald''s se ha mimetizado con la estética colonial que la reviste de arriba abajo. Enmarcada por laderas de cafetales y tres soberbios volcanes -el de Agua, el de Fuego y el Acatenango-, desde el Cerro de la Cruz se la divisa entera, coronada por las cúpulas de los monasterios, los conventos y las mil y una iglesias barrocas de esta preciosa ciudad que ofició de capital del país hasta el terremoto de 1773.

Sobre los adoquines de sus calles trazadas a cuadrícula se suceden las fachadas rosas, malvas o de encalados de regusto manchego y andaluz, engalanadas con balcones de forja y los escudos de armas de las familias que entre los siglos XVI y XVIII habitaron estas mansiones. La mayoría de ellas alojan hoy restaurantes, tiendas o coquetos hotelitos que dan cobijo a las hordas de admiradores que atrae. Pero Antigua, además de ser una de las estrellas del turismo en Guatemala, rebosa también de vida real, y eso la vuelve irresistible. El bullicio de sus plazas más monumentales, por las que vendedores y limpia-botas se ganan unos quetzales cuando la policía turística hace la vista gorda, los parroquianos que aguardan cola para una gestión ante la Municipalidad guareciéndose del sol bajo sus gorros de cowboy, las procesiones tan sentidas que abarrotan sus calles durante la Semana Santa... todo invita a no quererse marchar.

De la tentación de permanecer en Antigua pueden dar fe los muchos europeos y norteamericanos que han hecho de ella su hogar, regentando algún hotel, uno de sus muchos cafés de aires bohemios o alguna empresa de excursiones. Algo parecido ocurre en el lago Atitlán, tan solicitado entre los viajeros que varias compañías fletan furgonetas desde Antigua para quienes quieran ahorrarse las incomodidades y hasta el peligro de los chicken-bus, las destartaladas camionetas de colores en las que los locales cubren el trayecto llevando incluso sus gallinas.

Tras un par de horas de paisajes impagables, el aterrizaje en Panajachel desconcierta. Las hileras de cibercafés, tenderetes y pensiones del pueblo más bullanguero del lago rompen un tanto la mística que se le supone al lugar. Basta sin embargo arrimarse a sus orillas para encontrársela de lleno. Sobre todo si el día está despejado y tras las brumas logran atisbarse los conos perfectos de los tres volcanes que lo cercan, con el verde lujuriante de sus laderas derramándose hasta tocar las aguas por las que faenan los pescadores. Las idas y venidas por sus pueblos ribereños, a bordo de los botes que aguardan en el embarcadero o en los ferrys a los que suben con su mercancía los indios tzutujiles y kakchikeles rumbo al mercado, dan para demorarse otro puñado de días, aunque legiones de mochileros llegados de todas partes prefieren instalarse por tiempo indefinido al calor de unos precios de risa y la energía tan especial que desprende el lugar.

De Chichicastenango a Tikal

En la orilla opuesta a Pana, Santiago Atitlán no tiene desperdicio, con su iglesia en lo alto, el jolgorio del mercado y la barriada por la que salir en busca de la casa a la que las cofradías del pueblo hayan trasladado a Maximón, una desconcertante deidad hispano-maya rodeada de velas, flores y siempre con un puro en la boca. Hay muchas más aldeas: San Marcos La Laguna, San Lucas Tolimán, San Antonio Palopó, San Pedro, San Juan y alguna otra de nombre también bíblico. Cada una encierra un diminuto universo de callejas polvorientas y casitas de adobe entre los huertos y los cafetales; de gentes de una dulzura que emociona y de mercadillos en los que, ellas con sus huipiles y sus larguísimas trenzas y ellos tocados con sombrero de ala ancha, despachan chiles y aguacates, tejidos y pollos vivos, y hasta pócimas de amor en paquetitos con frases tan convincentes como Yo domino a mi hombre. Estos mercados del lago, aun con todo su sabor, serán apenas un aperitivo al que a poco más de una hora se celebra en Chichicastenango, uno de los más auténticos de Latinoamérica. Cada jueves y cada domingo, Chichi se prepara para su día grande desde temprano. A las ocho de la mañana su iglesia reúne a un hervidero de quichés que acude con sus mejores galas para oír misa en su lengua y pedirle a los espíritus esparciéndoles pétalos y aguardiente sobre el suelo y las velas. La humareda del copal que se quema en el templo no se desvanece ni a la salida, donde las vendedoras de flores para las ofrendas se agolpan por su escalinata frente al mar de puestos. En los más céntricos, los extranjeros regatean por sus tejidos y artesanías, mientras que por los más esquinados los indígenas hacen lo propio para agenciarse cachivaches más de andar por casa, comen pulique y caldo de res, hornean tortillas y mazorcas y recurren a los chamanes para librarse de una hechicería u honrar a sus muertos en el impresionante cementerio aledaño.

Aseguran que este mercado se celebraba en tiempos prehispánicos. Quizá ya en la época de esplendor de Tikal, el más soberbio de los yacimientos mayas que pueden visitarse en Guatemala al menos de momento. Porque aseguran que es probable que el de El Mirador, hasta el que hoy solo puede llegarse en helicóptero o tras varios días de caminata por las selvas del Petén, será capaz de eclipsarlo cuando termine de excavarse esta ciudad perdida de los antiguos mayas que a lo largo de los siglos se tragó la maleza.

Maya Trek hacia Tikal

Si en algo supera Tikal a otras ruinas mayas de la talla de Copán o Chichén Itzá es por su ubicación bien adentro de la selva del Petén. Entre su impenetrable zafarrancho de ceibas, lianas y caobas por las que aúllan los monos y sobrevuelan los tucanes se cobijan sus plazas, calzadas y altares y se elevan sus templos, de hasta setenta metros de altura. El del Gran Jaguar, el de las Máscaras, el de la Serpiente Bicéfala... Capital de un poderoso y beligerante Estado que dominó buena parte del mundo maya y alcanzó su mayor gloria durante el Periodo Clásico, entre los años 200 y 900 después de Cristo, Tikal es el recinto arqueológico más visitado de Guatemala, y eso que todavía le queda mucho por excavar. Este centro de la civilización maya precolombina forma en la actualidad parte del Parque Nacional Tikal, que fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1979. Según los glifos encontrados en el yacimiento, su nombre maya habría sido Yax Mutul. Es en este excepcional yacimiento donde culminan los tres días de caminata del Maya Trek, un recorrido por la sofocante jungla tropical que, a lo largo del Valle de Buenavista, enfila a través de una de las principales rutas de comercio de la época prehispánica aunando aventura, naturaleza y cultura.

Huésped de los indígenas

En un viaje a fondo por Guatemala habrá que trepar hasta alguno de sus volcanes, arrimarse a las cascadas de Semuc Champey y las grutas de Lanquín o navegar a través del río Dulce desde el lago de Izabal hasta Livingston, donde los garífunas, descendientes de esclavos africanos, rompen sin contemplaciones con la hegemonía maya para envolverle a uno en la cadencia del Caribe. Pero pocos destinos se prestan tanto a convivir con los indígenas como este país, donde otro tipo de turismo ha visto florecer un sinfín de proyectos que contribuyen a mejorar las condiciones de vida de sus habitantes, proteger el medio en el que viven y aprender sobre su día a día. Numerosas comunidades se han organizado para recibir a los visitantes e incrementar con ello sus escasos recursos.

Las hay volcadas a la educación, como Ak Tenamit, donde se instruye a jóvenes de zonas muy remotas para que contribuyan al progreso de sus pueblos a través del turismo sostenible. Otras, como Corazón del Bosque, han erigido cabañas de alquiler en un lugar de gran valor ecológico que, al tiempo que se preserva, le garantiza el pan a sus gestores. Son frecuentes las cooperativas de mujeres que comercializan los textiles que realizan con técnicas ancestrales, las asociaciones de guías que muestran sus comarcas al margen de los circuitos convencionales o los ingenios cafetaleros, a visitar a caballo o a pie, cuyos beneficios revierten en sus trabajadores.

También hay infinidad de ONGs en las que trabajar como voluntario, y hasta experiencias tan emocionantes como la que aguarda en Laj Chimel, el pueblo de la Premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú, en una de las áreas del Quiché más castigadas por la guerra. Instalados en la modesta hospedería de esta aldea olvidada del mundo, será imborrable el paseo con doña María Vicente por el bosque nuboso que corona el caserío mientras esta líder comunitaria va narrando cómo en lo más crudo del conflicto lograron sobrevivir gracias a sus frutos, cómo sus raíces sanaron a muchos y cómo sus copas los ocultaron de los bombardeos durante los dos años que permanecieron ocultos en este bosque que ahora enseña a los llegados de lejos. Más información en la Red de Turismo Comunitario de América Latina.

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